El vicio impune
ernesto escapa
22/12/2018
22/12/2018
Éramos apenas unos pipiolos cuando prendió en nosotros el fuego literario. Recupero aquel tiempo leyendo Cómo enseñar a leer en clase, las memorias de un viejo profesor jubilado cuyas enseñanzas recibimos en el momento más adecuado, siendo él apenas treintañero y nosotros unos críos de entre doce y quince años. Ávidos entonces de saber y deseosos de ir descubriendo nuevos horizontes. Aquella conjunción propicia hizo que el profesor Miguel Díez Rodríguez, hermano mayor de Luis Mateo, permanezca en la memoria de todos nosotros como referente de una enseñanza generosa, entregada, afable, liberal y tolerante.
Aquellas clases iluminadas por amplios ventanales del curso 1966-67, que fue el tercero de los nuestros según recuerda mi condiscípulo Macario Barrios, tuvieron el impagable aliciente de aplicarnos al aprendizaje de los versos más hermosos, grabados para siempre en nuestra memoria personal y colectiva con la entonación y los ritmos que don Miguel fue consiguiendo a base de grabar los recitados con un cassette para luego modular y corregir con paciencia franciscana tonalidades y acentos. No con carácter de excepción, sino como la fiesta que fueron todas las clases de aquel curso de literatura.
Allí empezamos a paladear con deleite versos inolvidables de Juan Ramón y Machado, de León Felipe y Gerardo Diego, de Alberti y Lorca, de Miguel Hernández y Panero, además de relatos deslumbrantes de autores que nos seducían con su manejo imaginativo de palabras y peripecias: Ignacio Aldecoa, Rulfo o Cortázar y un pozo sin fondo del que salían historias literarias de sesgo fascinante: Flor de leyendas, de Alejandro Casona, premio Nacional de Literatura 1932. Historias fabulosas, exóticas y maravillosas, desde la Ilíada y Los Nibelungos a los cantares de gesta, cotizantes también de la alegoría, con fábulas y apólogos destinados a instruir la lectura reflexiva.
Alejandro Casona, que regresaba entonces de un dilatado exilio, había compartido con el padre de nuestro profesor, don Florentino Agustín Díez, los coloquios pastoriles procurados al paso veraniego por La Magdalena de los rebaños babianos con sus mayorales romanceros, y también de aquella literatura truncada por la guerra nos iba desgranando en sus clases episodios salteados y diversos, sin prescindir de la lección más fresca sobre la aventura de Claraboya, en cuya gestión también colaboraba él mismo por esos días. Don Miguel prolongó en las clases de literatura del seminario la estela fecunda de don Antonio González de Lama y don Bernardino Martínez Hernando. Y nos supo instruir, a esa edad en que las cosas se aprenden para no olvidarlas, que la lectura era el único vicio impune, la senda que ofrece la cosecha segura de toda enseñanza.
Aquellas clases iluminadas por amplios ventanales del curso 1966-67, que fue el tercero de los nuestros según recuerda mi condiscípulo Macario Barrios, tuvieron el impagable aliciente de aplicarnos al aprendizaje de los versos más hermosos, grabados para siempre en nuestra memoria personal y colectiva con la entonación y los ritmos que don Miguel fue consiguiendo a base de grabar los recitados con un cassette para luego modular y corregir con paciencia franciscana tonalidades y acentos. No con carácter de excepción, sino como la fiesta que fueron todas las clases de aquel curso de literatura.
Allí empezamos a paladear con deleite versos inolvidables de Juan Ramón y Machado, de León Felipe y Gerardo Diego, de Alberti y Lorca, de Miguel Hernández y Panero, además de relatos deslumbrantes de autores que nos seducían con su manejo imaginativo de palabras y peripecias: Ignacio Aldecoa, Rulfo o Cortázar y un pozo sin fondo del que salían historias literarias de sesgo fascinante: Flor de leyendas, de Alejandro Casona, premio Nacional de Literatura 1932. Historias fabulosas, exóticas y maravillosas, desde la Ilíada y Los Nibelungos a los cantares de gesta, cotizantes también de la alegoría, con fábulas y apólogos destinados a instruir la lectura reflexiva.
Alejandro Casona, que regresaba entonces de un dilatado exilio, había compartido con el padre de nuestro profesor, don Florentino Agustín Díez, los coloquios pastoriles procurados al paso veraniego por La Magdalena de los rebaños babianos con sus mayorales romanceros, y también de aquella literatura truncada por la guerra nos iba desgranando en sus clases episodios salteados y diversos, sin prescindir de la lección más fresca sobre la aventura de Claraboya, en cuya gestión también colaboraba él mismo por esos días. Don Miguel prolongó en las clases de literatura del seminario la estela fecunda de don Antonio González de Lama y don Bernardino Martínez Hernando. Y nos supo instruir, a esa edad en que las cosas se aprenden para no olvidarlas, que la lectura era el único vicio impune, la senda que ofrece la cosecha segura de toda enseñanza.
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