El país de las castañas
el retrovisor alberto flecha
28/10/2018
28/10/2018
Llega noviembre apagando el carro del sol. Las tardes menguan y, con las sombras, encuentra el frío su reino en los espíritus de aquellos que miran pasar esa metáfora de la vida que es el calendario. Pero también lo encuentra en los cuerpos, aunque hoy las abundantes ocasiones que tenemos de hallar consuelo al frío nos hagan olvidarlo.
Uno de los remedios para el rigor del invierno fueron tradicionalmente las castañas. Hoy, esta fruta humilde y resistente tras las púas de su erizo, no pasa de ser un suplemento apenas marginal de nuestra dieta. Pero hubo tiempos, tiempos en los que el maíz y la patata aún no habían desembarcado de América con su imperio, en los que la castaña fue para muchos pueblos de Europa la principal forma de calentar aquellos ateridos estómagos atormentados por las largas noches de invierno.
Dicen que las castañas nos la trajeron los romanos. De aquella época también fue Estrabón, un geógrafo griego que sin haber puesto un pie en Iberia la describió, a decir de muchos, primorosamente. Y, si no, ahí está la caracterización que hizo, un montón de siglos después, el insigne antropólogo Caro Baroja de los pueblos de España en una obra que le debe mucho a aquel geógrafo heleno.
A grosso modo, coincidían ambos sabios en dividir la península ibérica según el carácter, cultura y ubicación geográfica de sus habitantes. Había unos levantinos más romanizados, y por tanto más civilizados, hermanos de los romanos, junto al Mediterráneo. Y también unos pueblos en el centro de la península más cercanos a las culturas del interior de Europa; estos eran los primos. El problema venía con los que estaban más allá. En los valles cantábricos, desde los Pirineos a Fisterra, una red de pueblos oscurecidos por la distancia ponían a prueba los criterios académicos que trataban de homogeneizarlos con un logos fabricado al otro lado del mundo.
Pensando en todo esto, me da por asomarme a internet y consultar un mapa que ilustra la extensión de la castaña en la península. Y descubro que ese mapa dibuja la extensión de un país casi paralelo a aquel que dibujase en su obra el antiguo Estrabón para los pueblos del norte. Un país también amasado por el otoño y surcado de valles a media luz donde resisten jirones de bruma prendidos de las ramas de árboles muy viejos. Una tierra heterogénea a la fuerza tenaz del paisaje, pero unida en una penumbra que se ha opuesto siempre a la cegadora luz del Levante. Una tierra, desde los Pirineos a Fisterra, que ha mostrado su riqueza en la variedad. Una tierra frente al centro. Una tierra otoñal que, de levantar una bandera, bien podía poner en ella la figura de la humilde y resistente castaña.
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