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jueves, 15 de noviembre de 2018

EL DUQUE DE AHUMADA FUNDADOR DE LA BENEMERITA DESCENDIA DEL EMPERADOR MOCTEZUMA


EL MIRADOR LORENZO SILVA
14/11/2018
Parece haberse abierto la veda, dentro y fuera de nuestras fronteras. La hispanidad —mejor en minúscula—, ese insólito producto de la Historia que ha dado lugar, entre otras minucias, a la segunda lengua con más hablantes nativos del mundo —con muchísima mayor diversidad cultural que la primera, el chino mandarín—, es una pieza que muchos parecen querer cobrarse, un edificio que urge derribar y enterrar en el descrédito. A los febriles esfuerzos hechos entre nosotros por los paladines de las identidades telúricas excluyentes, que casi han proscrito el uso de la palabra España y el adjetivo ‘español’, se suman aquellos que desde fuera, y alentados por intereses diversos, se afanan en negar cualquier traza y extirpar cualquier vestigio de aquello que de la empresa hispánica pudiera afectar a su territorio.
Lo más reciente ha sido deponer al marino Cristóbal Colón del pedestal estatuario que tenía en la ciudad de Los Angeles, cuyo nombre denota a las claras que nada tiene que ver con lo que los españoles hicieron por el mundo. Como precursor del más grande genocidio, dicen, atribuyéndole al pobre hombre, que sus claroscuros tenía, como cualquiera, una clarividencia de la que en cambio jamás fue poseedor. No sólo no pudo nunca contar con poder exterminar a tanta gente como le achacan, y que vivía en tierras de las que ni siquiera llegó a tener noticia, sino que él creía haber llegado a las Indias Orientales, por culpa de uno de los más colosales y disruptivos errores de cálculo —de la circunferencia terrestre— de los que se tiene memoria.
Frente a estas maniobras es inútil alegar el número de universidades que los españoles fundaron en América, o los nobles aztecas o incas que se incorporaron desde el primer momento a la nobleza castellana —y que explican que el famoso duque de Ahumada, entre otros, se apellidara Moctezuma—; y no como los indios de Norteamérica, que hasta anteayer mismo se veían tratados —o aniquilados, o estabulados— como simples reses. No van a atender el argumento, por más que se les exponga.
Tampoco parece el mejor modo de contrarrestar a estos diligentes hispanicidas la reacción patriotera, en especial en su versión más burda, esa que pone a competir la hispanidad con la romanización o, ya puestos, con el Big Bang. Quizá la mejor defensa sea tan sencilla como armar el discurso sobre eso que hoy puede encontrarse en cualquier calle de España: una sociedad que tras haber vivido épocas de hambre, miseria y oscurantismo, ha sabido dar a quienes a ella se acogen un espacio de libertad y de seguridad que les garantiza, entre otras cosas, una de las esperanzas de vida más altas del mundo. Y a quienes vienen de fuera, una solidaridad que en países más ricos no reciben. Tan torpes y tan siniestros no seremos, con esas credenci

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