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jueves, 23 de marzo de 2017

el lazarillo entra en zaragoza


LÁZARO EMBARCOSE EN LA ARMADA. HÉROE DE LEPANTO

 

 

Bien prevenido de calamidades y desgracias y sin mirar atrás, aun sabiendas que poco adelanta quien mudando de fortuna no muda el carácter y perseguido por tantos desconsuelos y desdichas que curten a todo castellano miré para derecha e izquierda, cerciorándome de que no tenía donde caerme muerto sin amor de las mujeres y sin “güeltra” [1] pero con bastante peñascaró[2] en los bandullos viva el vino y las mujeres que esto nunca me faltaban, tomé el camino de Zaragoza, amable, noble y heroica ciudad, que dispensa su hospitalidad al vagabundo. Donde supo había un convento que socorría a los menesterosos. Salió un fraile de la Merced a recibirme y me mandó soplar por un cañuto:

           Muchacho ¿adonde vas?

           A buscar la vida y donde me mande su reverencia.

                       Pues sopla en esta bujeta. Quiero saber si eres limpio de linaje.

                       ¡Qué cosas manda fray Pedro pero lo haré aunque os participo que vengo de gente de alcurnia por más que desafortunada. Mi padre murió sirviendo al rey en Argel. Era soldado a las órdenes del gran Cardenal Cisneros.

Soplé como me dijo y viéndome apto para el ingreso, me mandó beber de un jarrillo en el que nadaban las ninfas del aguardiente. No pudo ser mejor mi entrada en aquel recinto sagrado. Me llevó a una estancia en la cual descansaban otros menesterosos y peregrinos. Dijome el religioso ser alfaqueque por oficio y de haber redimido no pocos cautivos cristianos del turco.

Mal no empezaba la cosa. Entrégame ropa nueva una muda y unos chapines que los míos andaban muy rotos. Así como también consejos de ser bueno me dio, y de guardar continencia y seguir por el camino de la virtud.

  —Padre mío, ser bueno lo soy en lo que el mundo abarca, pero otros no lo son tanto por lo que he de vérmelas a todas horas con malandrines y gente del bronce. Si te haces de miel y no te defiendes, palmas. Siempre estoy sobre aviso y durmiendo de mi ojo leporino. Estate atento y a lo que estás, que en cualquier instante podrá saltar la liebre. Ojo, Pablos que asan carne.

—Eso no digas, hijo, callades —exclamó el fraile que se llamaba fray Raimundo—que es ofender a Dios con pecado de presunción. No está bien la melancolía y la desesperación en un cristiano. Sursum corda. Arriba los corazones.

En estas, se arrancó por lo solemne y cantó el prefacio de Pascua con un inmenso vozarrón más fuerte que el tañer de las campanas de la torre de San Gil que estaba al lado. Los allí presente cayeron de rodillas en la creencia de que bajaba el espíritu santo, mismamente, al cenáculo pero yo, muy tuno, guardé mis reservas al respecto porque la sabiduría de la vida me ha enseñado a dudar de la cordialidad visceral e iterativa que se despierta de repente.

Bueno soy yo desde cuando el ciego, para oler el poste de los engaños y en efecto pronto supe que era el aguardiente con que rompió el ayuno aquel bendito. Con todo y eso, reparé en el consejo del Libro de la Sabiduría de que el vino alegra el corazón de los mortales y no me pareció un mal hombre el mercedario.

Fui al Pilar a besar la santa columna. Oí tres misas y pasé a la Seo a contemplar el retablo de las maravillas, aquel coro bien labrado, aquellas imágenes de jaspe con estatuas de todos los santos de la parroquia. El primero san Valero ventolero al que los esbirros cortaron la lengua por confesar a Cristo y es maravilla en aquel obispo que aun deslenguado empezó a cantar salmos y el Tedeum. Por eso le llaman ventolero porque su nombre es fuerte y tenaz y tozudo, nunca se rinda el aragonés, como el cierzo de Zaragoza que sopla desde el Moncayo.

En otra capilla se veneraba la memoria de san Pedro de Arbués al que gente de mi raza apuñalaron por la espalda cuando alzaba a Dios en la Eucaristía y en la contigua se alzaba la imagen de Dominguito del Val vestido con la sotana encarnada y el roquete blanco de los monaguillos de la seo, voces puras y blancas y hasta es posible que en coro participase algún castrado según es costumbre en las escolanías.

A este pobre niño el rabí Samuel lo echó mano un día de Viernes Santo, hubo en la sinagoga una tenida y lo mandaron crucificar. La sangre derramada se vertió por toda la sinova pero no manchó un adarme de la sotana y la esclavina que vestía el infantito. Milagro pues.  El espantoso crimen ritual me hizo avergonzarme de mis antepasados. Ser cristiano nuevo no significa ser criminal aunque alguna fechoría haya hecho a lo largo de mis días y alguna judiada de más pero matar y forzar mujeres nunca. Cuando es picante el aire y azuza el deseo bebo el vino del sacramento y ando al fuelle por las tascas y tugurios donde el amor se compra con dinero. Contemplé además, el atril de oro desde el cual proclamaba el evangelio Rodrigo Borja que llegó a cardenal después de haber pertenecido al cabildo de aquella catedral luego a papa. Pero los judíos de Roma lo destronaron y despojaron de la tiara. Sic transit gloria mundi.

Mala sangre corre por tus venas, Lazarillo. Bobadas. Toda la sangre humana es de color rojo. Yo les digo a los que me acometen mentándome a la madre que no todos somos igual y que, en cualquier familia, los hay buenos y los hay malos. Como cada cual y todos tenemos un ventano al cierzo y algunos hasta el solano.

Fray Raimundo me tomó cierta ley. Querría que yo fuese fraile pues pronto apreció mi gusto por las cosas divinas. A tal efecto me mandó con un lego al monasterio de Veruela. Pero a mí la rigurosa vida de los cistercienses no me probaba y aparte de eso seria incapaz de guardar el silencio monacal pues ya sabes, lector amigo, que no dejo a la sin hueso en paz siendo incapaz de callar ni debajo del agua.

Pero admiré la grandeza y solemnidad de aquel recinto en un valle a la solana del Moncayo tan cerca del cielo y tan lejos del mundanal ruido, donde se cantaba al atardecer el Oficio Parvo y la Salve Regina, el himno más venerable de la liturgia de latinidad.

Pues, habréis de saber, soy gran devoto de Nuestra Señora, a Quien me encomiendo en mis alegrías y trabajos y no me acuesto ninguna noche sin rezar mis Avemarías.

El veronense guardaba los restos mortales de un santo abad que era hijo natural del Rey Católico, Hernando de Aragón. Visité su tumba policromada en la sala del capítulo. Los monjes al lego y a mí nos dispensaron una buena despedida. Metieron pan vino cebolla y algo de tasajo para el camino en nuestras alforjas y nos regalaron un mulo cojo pero voluntarioso, con la condición de que cuando llegásemos a Cesar Augusta lo estabuláramos en el convento mercedario y ellos lo devolvieron a los monjes blancos. No fue así. Lo vendimos en Daroca y el lego y yo convenimos en decir que el animal se había muerto de hambre por el camino y así lo mandamos a decir al prior que no nos hizo mucho caso. Yo metí en la faltriquera tres escudos de oro que sisé al abad cuando vino abrazarme la despendida (al darme la bendición le afané la talega como buen rapador de bolsa y diestro en el oficio que soy) porque ya había diquelado el lugar donde guardaba la bolsa cuando decía misa al volverse con el ite missa est, final, y soy tan expeditivo cuando tres me vienen al mohíno como cuando hay gueltra a la vista que mis manos son ganzúas.

Plega a la Providencia que aquel santo varón no me guardara rencor por eso aunque de prevenidos se hacen los arteros. Sé que anduvo luego en pesquisas y adivinó por conjeturas la maula.

Cuando quiso avisar a los guros[3], el donado y yo ya estábamos por  Cariñena.

De esta manera vinieron en nada mis propósitos de la enmienda pues soy voluble como la flor del almendro que se marchita con la helada y lo que es hoy esplendor, mañana se vuelve mustio. Sobre poco más o menos así es mi virtud.

Y creo que no mudaré de condición ni de oficio hasta que la nefasta Atrapos, una de las moiras, me corte el hilo de la existencia. Pésame mucho sin embargo de las injusticias y los atropellos a pobres y desheredados por el poderoso.




[1] plata
[2] alcohol
[3] alguaciles

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