Apreté la túnica sagrada contra mi pecho. Sentía un calor extraño en
mi piel, cierta paz interior. La pena y la alegría a la vez bañaban mi rostro
en lágrimas. Una fuerza enorme me sujetaba a la tierra y no era la superstición
a la cual tan aficionados somos en Roma sino algo que estaba por encima de los
dioses mismos. Los decuriones nunca lloráis pero mira mi cara. Estoy llorando.
¿ Quién es tu capitán? Se llama Manlius
Británicus ¿En qué legión militas? La Victrix o séptima. ¿Ala? Tercera.
¿Mano? Siniestra. ¿Manípulo? El de los honderos mallorquines. Está bien. Puedes
retirarte.
Aquella prenda de abrigo despedía como una fuerza que en lugar de
venganza pedía perdón, que sustituía la turbación por la quietud y exhalaba ese
perfume de olíbano que poseen todas las cosas santas. Hasta incluso creo que me
inhibía de mi vehemencia, una característica por la cual yo me había
significado en el destacamento. Era yo de los de aquella milicia que no da un
paso atrás. Ahora estaba sobrecogido ante mi propia mansedumbre y a mi capitán
Britanicus le ocurría tres cuartos del mismo puesto que iba de aquí para allá
como alma en pena repitiendo un adverbio de modo: “cunctancter”.
Bien sabrían nuestros enemigos que esto no era lo normal pero al
contacto con semejante “praeda” espiritual algo se movía dentro del corazón de
nosotros mismos. Algo estaba pasando. Semejante transformación no entraba
dentro de los prolegómenos de la casuística y de la estadística con que nos
marca el destino a los hombres. Venimos el mundo a ser uno más y a observar una
serie de comportamientos y de reacciones estándar. No te saldrás del camino,
beiby pero la gracia lo puede todo. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué estaba pasando?
Este sentimiento de amistad y de tolerancia hacia nuestros semejantes
y que no era lo normal formaba parte del legado un mandamiento nuevo os doy.
Era su parte esencial. El testamento del cenáculo: el amor, el perdón a los
enemigos, una píldora muy difícil de tragar para un decurión como yo que recibe
el estipendio de la Legión Invicta. Esta noche se ha producido un verdadero
milagro. Fue aquel cambio, aquella metanoia.
Llegaron refuerzos. Los conscriptos de la impedimenta que en las
marchas caminan en la retaguardia arreando los onagros de abisinia porteando en
las artolas de arpillera Britanicus trajo vino del Ponto jicáras enteras,
orzas, picheles y yo creo que me bebí una crátera. Beber para olvidar. Consumid
el fruto de la uva de tal manera que desaparezcan vuestros propios pensamientos
y que vuestro ojo desvaríe así que no pueda columbrar la ignominia de este día.
Pronto había muchos bolongos. Sin embargo por lo que a mí respecta a pesar de
lo muchos que bebía no me emborrachaba. El centurión aguantaba el que más pues
se conoce que estaba acostumbrado al lúpulo de Eboraco. Nos mandaban de
verdugos a perpetrar uno de los tormentos más ignominiosos en nuestras leyes
penales
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