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martes, 26 de febrero de 2013

VIDA COMPLUTENSE


VIDA ESTUDIANTIL EN ALCALÁ

 

Aquel día del 18 de octubre de 1508 amaneció sereno. La primera campaña en dar los toques fue la del convento de Claras fundada por el gran arzobispo Carrillo que dormía en un sepulcro labrado mitra yacente las cáligas en punto y el perrillo faldero y su hijo bastardo Troilo a los que tanto quiso el singular y vehemente prelado en estatua uno oraba y otro le lamía las cáligas. Luego se pudieron a repicar en las trece parroquias y otros tantos monasterios siguiendo el compás de la campana recia de la colegiala de los Santos Niños. Misa solemne presidida por el gran primado concelebrada por toda la clerecía de Toledo. Entonado que fue un Te Deum luego salió la procesión. Encabezaba el claustro después del cabildo el primer rector el famoso doctor Ciruelo un aragonés adusto y con mala leche, amigo de los libros y de pocas palabras que venía de Daroca es villa loca la cerca grande y la villa poco famosa por el milagro de los Corporales que leía Teología (Santo Tomás, Escoto y la nominal) teniendo por ayudantes a Gonzalo Gil y al franciscano Clemente Ramírez que como buen soriano parecía medio lelo. En Artes lucía sus capisayos muceta y bonete de tres cuernos el burgalés Miguel Pardo recién venido de la Sorbona. Su ayudante de cátedra era nada menos que Ambrosio Morales padre del divino Morales. Antonio de Cartagena enseñaba medicina y sus asesores eran todos de origen hebreo. Pablo Coronel un segoviano se encargaba de la cátedra de Hebrea y fue el que vertió a esta lengua la Biblia Políglota. Esplendida comitiva. Todo el registro entonaba el himno latino del Iste Confessor. Había muchas dueñas asomadas a las ventanas. Caballeros y soldados descendían de su montura y ocultaban el filo de sus armas. Avanzaban a sendos flancos de la procesión gente de la cogulla (frailes y monjes de todos los colores y escapularios predominando los dominicos y los franciscanos pero los que tenían predilección eran los pardos de la orden jerónima)

Corría una ligera brisilla desnudando a los olmos de sus hojas. El sol comenzaba a calentar y los perailes, arrieros y aguadores se quitaban la pelliza. Ante el convento de San Juan de la Penitencia la comitiva se detuvo. Un acólito trajo el acetre y un diacono aportó el hisopo todo él de oro macizo porque al cardenal que debajo de la seda y la purpura cardenalicia siempre llevaba el sayal y el cordón franciscano le gustaba el boato del esplendor litúrgico y el preste bendijo el ladrillo visto del claustro conventual que tanto amaba. Hubo otra parada delante del monasterio cisterciense cabe el palacio de la reina doña Isabel donde nacieron todos sus hijos y sus nietos (Catalina de Aragón, Juana, el príncipe don Juan, Fernando de Austria etc.) y allí los coros seguían con las estrofas del gregoriano. Se pedía luz y agradecimiento conforme a la letra de la secuencia pentecostal del Veni Creator, iluminación para aquella alma mater que se iba a inaugurar y que sería faro de cultura, de humanismo, ciencia, literatura y humanismo en el viejo mundo y en el nuevo. Rotunda Alcalá, áspera y dura como sus inviernos pero al propio tiempo dulce como los panales de ese gran colmenar que era Guadalajara. Paladio de la cristiandad que luchó por el cetro  y la preeminencia sapiente con Salamanca y París, acérrima y tolerante a la vez, enclaustrada en sus silogismos pero apasionada por la vida y comprensiva con los yerros de la conducta humana. El cardenal mandaba soltar a los reos que iban a ajusticiar cuando los corchetes y alguaciles acompañaban a los condenados a muerte la cara cubierta, maneados y montados en un jumento cara atrás cuando pasaban estos siniestros cortejos camino de las eras donde estaba el rollo. ¿Qué ruido es ese?... señor, un hombre que traen a ahorcar... ¿Qué mal fizo?... decía que no había vida eterna, hacer conjuros, comía pan cenceño jamás tocino y decía que al expirar todo se acaba en el seno de Abrahán… robó hostias en una iglesia y las quiso profanar.

El buen prior descalzó las antiparras del libro que tenía entre manos un enorme breviario un tenebrario en puridad porque era por semana santa y recordando la fecha le absolvió de sus pecados. Hizo la señal de la cruz desde la ventana… ego te absolvo.

-Dejad a ese hombre. Hoy es Viernes Santo.

-Señor, fue vuestra señoría quien por hereje lo mandó colgar.

-Queda redimido por Aquel que disolvió nuestras culpas en la cruz

Y en diciendo esto el todopoderoso primado de Toledo volvió a sus rezos.

 Bella Complutum. Campamento y sancta sanctorum de la inteligencia y de la piedad hispánicas. Ignacio de Loyola, Pascual Bailón, san Juan de Ávila, santo Tomás de Villanueva. San José de Calasanz, san Juan de dios y otros muchos eclesiásticos que fueron orla del misticismo y de las disciplinas sacras. Sus aulas formaron misioneros, doctores, obispos y aun curas de misa y olla como el cura de Argamasilla de Alba el pueblo de don Quijote. La prez de nuestros literatos también paseó por los soportales de la calle Mayor, escuchó  las campanadas del belvedere del cimbalillo de la fachada de la Universidad de Rodrigo Gil de Hontañón: Cervantes, Lope Tirso de Molina, Calderón, Quevedo, Jovellanos, el padre Mariana, Ambrosio de Morales, Melchor Cano, Francisco Suarez y Jovellanos. Pero como detrás de la cruz está también el diablo en sus recintos amurallado creció y aumentó un género literario inventado por los españoles el picaresco con protagonistas tan destacados como Pablillo, Guzmán de Alfarache, don Cleofás, el Estebanillo González cursante aquí de las primeras letras de latinidad.

No hay ciudad en el mundo tan benigna, tan plácida y serena que nos guste más y creo que esa misma sensación tuvieron aquellos centenares de estudiantes que del privilegio de encontrarse en el cupo de sus 33 colegios mayores como tordillos, sopistas, porcionistas, cadañeros y fámulos, los que gozaban de habitación propia hijos de los grandes de España, bastardos reales o de obispos y arzobispos que en esto del celibato la SRI hacía la vista gorda en la parada doctoral el día de San Lucas. Y a Alcalá putas que viene San Lucas. Y ya volverán las palomas al palomar en cuanto haya grano que las echar. Y volvían siempre. De allí a una semanas comenzaban las témporas de Adviento y a los más de la estudiantina les hacían la corona y todos se ordenaban de menores (acólito, exorcista, ostiario) y con la censura regresaban a sus pueblos. Algunos no seguían la carrera sacerdotal y quedaban en simples clérigos de los llamados cacorros.

Acababa fray Francisco de cumplir sesenta años y se le veía fatigado delgado como siempre y arropado en su esclavina de armiño (los rigores de la observancia, las muchas horas de rodillas y las dormidas en el santo suelo determinaron que siempre sintiera frío en los huesos) parecía una galga en pieles pero incensaba e hisopaba con mucho brío y cantaba con buena voz.

Tras la misa y la procesión hubo cuchipanda en el refectorio. En Alcalá no se tasaba el pan y a cada alumno le correspondía de ración diaria un azumbre de vino (dos litros) lo que calentaba el cuerpo y alegraba el coleto. Para celebrar la fiesta del santo patrón los latinos, retóricos y filósofos, dicho el gracias agimus después de la comida que consistió en perdices, queso, miel y soplillos con algo de carnero porque en aquella universidad siempre comían bien los pupilo, se fueron de pispoleo y dirigieron sus pasos a la calle Bodegones que era angosta y oscura llamada también la calle de los Amores y por aquello de tras el vicio llega el fornicio iban a visitar a las damas de toldo y arandela. Los más conformistas se aguantaban con tocarle las tetas a doña Fronilde una asturiana que había sido ama seca de los siete infantes de Lara pero otros más dispuestos con toda la testosterona en plena ebullición pasaban a mayores con un poco de suerte. ¿Y a la hora de pagar? No se hable de dineros entre caballeros porque la mayoría andaban a la quinta pregunta y suplían la flacidez de su bolsa con el ingenio. Los rectores y prefectos de San Ildefonso tenían estatuido a instrucciones del propio cardenal que austero para sí y flagelante de sus carnes era de manga ancha con tales pecadillos no expulsar a ningún pupilo por haberse salido de picos pardos. Era cosa de chiquillos. El castigo por borrachera pública: treinta azotes que se sustituía por una noche en el calabozo de la cárcel arzobispal que aún puede visitarse hoy extramuros de la muralla. No se puede ponerle puertas al campo ni domeñar la fortaleza del instinto y a toda la tuna el cuerpo le pedía guerra. Así que la galga en pieles el adusto serrano de Torrelaguna hacía la del gallego. “Non vos preocupar”. La iglesia mostraba en el siglo XVI un carácter mucho más humano y menos morboso. Lo pecaminoso ha llegado ahora.

Con lo que no quiere decirse que no hubiera mano dura, las sisas, los gatuperios, las trifulcas con los alguaciles. Cuando aumentó la población los estudiantes trajeron al corregidor Hernando de Zúñiga por la calle de la amargura.

El aprendizaje era memorístico en buen grado. Los libros estaban caros por aquel entonces y las sumas de Santo Tomás y las obras de Aristóteles pendían atadas por una cadena a la puerta del aula magna para todo aquel que quisiera iniciarse en las profundidades de la teología y la filosofía. La vida tenía sentía, todo cuadraba, se hacían pocas preguntas y todo era como muy alegre. Se aceptaba la brevedad de la vida, las acechanzas de la enfermedad, las furias del amor breve y fugaz como canta el Gaudeamus igitur. Nadie se complicaba demasiado la existencia. No se había inventado la radio, ni se leían periódicos aunque el mundo de entonces era igual que hoy; estaba trabado de guerras, tensiones y conflictos porque pocas cosas cambian en la naturaleza humana

La vida universitaria comenzaba a las seis de la mañana. Una campana en los dormitorios corridos tocaba a preces. Se lavaban como los gatos. Algunos alumnos tenían que romper el hielo para este menester rompiendo durante los gélidos eneros alcalaínos de una campana. Hasta los orines se habían congelado. Lo corriente era evacuarlo en la privada, otros se llegaban a las cuadras en el piso inferior donde las hacaneas de los profesores y las mulas de los frailes ronzaban en los pesebres y los más despreocupados lo tiraban por la ventana al grito de agua va. A esas horas apresuradas cuando los sacristanes a misa van bien pudiera suceder que el líquido excremento rociase la cabeza de algún domine desprevenido que acudía a su clase de Prima a las siete y media de la mañana cuando por lo general no ha amanecido. Los gritos y los cagamentos del “bautizado” se escuchaban en la misma ribera del Henares.

Las cuadrillas se organizaban en fila  india y se acercaban a la iglesia para escuchar la primera misa salmodiando la oración de los cistercienses. Iam lucis ortus sidere, Deum praecemur supplices…” 

El desayuno consistía en medio cuartillo de aguardiente y algo de cecina o botillo frito untado en pan blanco. Todavía no se había inventado el café con leche.

Después de prima y la eucaristía conventual los educandos tomaban dos lecciones más. Acabadas las clases, se rezaba el ángelus. Después de la comida que transcurría en silencio a no ser en los días de fiesta cuando en honor a un santo, a una onomástica o la conmemoración del triunfo en una batalla para las armas cristianas.

Un lector leía desde el púlpito obras tan abstrusas como la Vida de Cristo del Cartujano o el Kempis o algún tratado de san Agustín. Si se equivocaba en una palabra o no daba la entonación conveniente el semanero lo corregía y mandaba repetir todo el texto. Lectores poco avisados hubo que el presidente los mandó bajar y tras humillarlos públicamente con un par de azotes en el ñalguero sacados los colores y puestos de brazo en cruz se quedaron sin quiete y sin comer.

La quiete o recreo era sagrado. Solía éste transcurrir en la huerta. Se formaban grupos de diez cinco delante y cinco detrás y recorrían todo el espacio del patio parlando de cosas espirituales las manos metidas entre las amplias mangas de la loba o sotana avanzando unos hacia adelante y otros hacia atrás lo que no dejaba de ser un excelente ejercicio. Jueves y domingos y fiestas de guardar daban la suelta. Un ayudante del rector bajaba a las aulas y decía: benedicamus Domino dando las clases por terminadas.

Era la hora de estampida y multitud de estudiantes irrumpían sobre la ciudad donde solían hacer de las suyas. El alcaíno del que dicen borracho y fino se echaba a temblar.

Las mozas en estado de merecer no abandonaban sus hogares por miedo a la horda estudiantina que se abatía sobre calles, atrios y plazas todos con sus capas sus bonetes y sus sotanas y la beca de distintos colores que delataba el colegio mayor al cual pertenecían.

A la hora de vísperas ya estaban de retirada.  Sonaba el avemaría y las puertas de los 33 colegios –este número recordaba los años que vivió el Salvador- se cerraban a cal y canto. Tocaban silencio y había que recogerse en el estudio para preparar la lección del día siguiente. Al ponerse el sol otra veces preces en la capilla. Rezaban el rosario, se decía el “Nunc dimittis”, cantabase la Salve seguida del Sub tuum praesidium y todos a la cama con las gallinas. El que faltaba a retreta amen de un réspice severísimo era objeto de castigos corporales o más de una noche en una celda de castigo.

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