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martes, 6 de febrero de 2018






 

 

TÍO MONAGO Y EL TABACO

 

 

 

Desde 1929 no he fumado ni un solo pitillo. Había en Fuentesoto un médico al que llamaban don Adolfo, no sé si lo recordareis, que me dijo a qué no tienes cojones, Monago, y dejas de fumar y yo le dije ¿no será por una apuesta, doctor? Pues ya lo verá.

Y al punto dejó el Tío Monago de fumar, execrable vicio al que denominan venganza de los indios. Varón de voluntad recia y enteriza, sería difícil encontrar en los pueblos de la contornada y la ajarquía de Villa y Tierra y en toda la cabeza partido un hombre tan voluntarioso como él, y que trazara los surcos tan rectos.

El año 29 fue el año del crack; se derrumbó la bolsa neoyorquina, cayó la dictadura de Primo de Rivera, y Monago acababa de venir de la guerra de África. Su decisión le trajo beneficios para la salud del alma y del cuerpo; alivió sus pulmones, clareó su garganta y hablaba sin tener la voz tomada.

 

           Ahorré miles de duros. Así que, ¿qué te parece, Constantino?

 

Constantino era el alcalde de Fuentesoto. Muchas tardes con los de su cuadrilla se reunían para echar un trago en la bodega y charlar a la sombra de un almendro que crecía erecto sobre los declives del somo. Unos parecían Sócrates y otros Descartes.

Pocos podrían dar de mano a aquellos buenos españoles a la hora de filosofar. Esplendoroso personajes. Monago de letras sabía poco. No había vuelto a coger un libro desde cumplir con la escuela. Alto cenceño, frugal caballero de la triste figura. Todo lo contrario que Constantino del Val, que era amigo del buen yantar, buen compañero del jarro; la colilla del cigarro entre los labios formaba parte de su fisonomía.

 

Estaba ya próximo a concluir el verano. La luz diamantina de septiembre traía entre sus fulgores el anuncio del invierno. El pueblo olía a uva, el trigo metido en la cilla, la paja en el pajar, las trojes aventando grano y las golondrinas que se habían marchado.

Los renteros iban a casa del amo a cobrar la soldada. El sol se mostraba benigno, pero el cierzo apretaba relentes mañaneros y había que defenderse con el tapabocas. Ya en la lejanía blanqueaban las primeras nevadas sobre los puertos. El otoño es un tiempo de sazón en el cual el hombre ha de meditar en su destino. Todo se acaba.

 

—Pues yo fumé desde los trece años y no pienso dejarlo— decía el alcalde— y a lo mejor cuando me saquen con los pies para adelante en aquel momento abandonaré el puñetero vicio. También los que no fuman se mueren, no te creas, Monago.

 

           Mira tú, la diferencia está entre vivir enfermo y morir sano. Nunca estuve malo. No cojo por el invierno ni un catarro

 

           Qué cosas dices.

   Fumar o no fumar tanto da. Los hay fumadores que mueren de viejos dándole a la cigarra. Recuerda al tío Colodro al que acabamos de dar tierra. Se ha ido con 99 años y no salía al campo sin su petaca y su librillo de papel de fumar, mientras al Tío Zoilo mucho, más moderado, lo subimos al camposanto no hace ni media semana. Creo que no había cumplido ni los 50.

 

     Depende de la naturaleza y los excesos. Todo ha de hacerse con moderación.

 

Virtus in medio est, decía el clásico — agregó el alcalde que sabía latines pues estuvo tres años en el seminario y ayudaba misa al párroco don Belarmín.

 

El quid nimis de los clásicos en aquella morigerada tertulia en la bodega volvía por donde solía. De nada, demasiado. Hay que ir a todo con tiento y al vino como rey y al agua cual rey. Poca gente sabe vivir. A Constantino el alcalde le llamaban el curilla. Su conversación poblada de adjetivos y sustantivos inusuales y algo rebuscados le incitaba a las citas de los clásicos y a proferir sentencias tomadas de la gramática del Errandonea.

 

 Era algo epicúreo y no había misa de funeral o banquete patronal donde no estuviera Constantino. Su amistad con los curas no era óbice para profesar un cierto relente anticlerical. Monago por su parte se mostraba escéptico ante los planteamientos de su amigo. Le gustaba subirse a la escalera del tiempo y observar impávido el discurrir de la existencia desde los bardales. Los dos eran solteros.

 

Monago porque era algo retraído para con las mujeres. Le costaba trabajo arrimarse a una y el alcalde porque tuvo una madrina de guerra en la mili, pero se le murió. A ella guardó ausencias de por vida.

 

El tiempo cubrió sus sienes de ceniza curtió su piel amojamó sus carnes... volaban los dos como dos cuervos ancianos con alas de plomo hacia la muerte, el paso renqueante pero ¡qué se le va a hacer! esta es la vida. El uno gustaba de las delicias de Baco, el dios oscuro, y, cuando se emborrachaba, declamaba versos diyámbicos de Virgilio. Monago, por su parte, abstemio, profería pestes contra el vicio del tabaco. Murió sin conocer la gracia de dios y sin haber prendido una targanina con el chisquero que todavía guardaba como una reliquia del voto que hiciera a los dioses el año del crack.

Val vivió algunos años más asistiendo a las cuchipandas de los curas; cantando el arrobo el "arrobo cagao que a mí no me han dapo si cojo al quillo le tiro al tejao" durante los bautizos y contando historias en las noches de filandón.

Ambos personajes han regresado a mi memoria palpitando entre los renglones que yo escribí allá por el año 76 en Londres.

Han pasado cuarenta años y, recordando a mis dos amigos de Fuentesoto, enciendo mi pipa y echo un trago de aquel vino de la ribera que bebíamos en mi pueblo, vino puro sin sulfitos ni polvos de la madre Celestina. Néctar de los viejas deidades mías que atolondra y hace bien al cuerpo y al alma mientras brota a la boca la espuma de una gran cascada de recuerdos. A ver quien es el majo.

 

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