Aquella
gramalla sin mangas tejida de un solo hilo -Cristo se desvestía y sus siervos y
seguidores duro colocarse ropajes, uno encima de, sotanas y dalmáticas, al año
que viene en Jerusalén pero caminamos de espaldas al monte calvario- abolía el
orden viejo. Los ornamentos de los dioses antiguos, de Júpiter Diana Afrodita y Baco quedarían
preteridos pero sus sacerdotes, sintiéndose desnudos e incapaces de imitar al
que pereció en la cruz en taparrabos, no harían otra cosa en todo el tiempo que
hacer mayor el cupo del “indumento”.
Casi
me desternillaba de risa pero aquella hora de grandes acontecimientos fue el
tiempo de los sobresaltos y de las confusiones (yo creía, pensé que; pues no
señor al revés te lo digo para que lo entiendas) y de las perplejidades. Nos
anegamos en un marasmo de sorpresas. Tú, Cristo bendito, viniste para confundir
a los mortales. Supuestamente quedaron sin vigencia las estolas las mitras las
cidarias el efod y todos aquellos ropajes que se ponían uno encima de otro,
negro sobre blanco, blanco sobre negro, para definir oficios y categorías
inciertas de flámines y peanes del mundo órfico.
Degolló
nuestros principios sin espada.
─ ¿Eres tú el que ha de
venir o esperamos a otros?
─Por sus obras los
conoceréis- respondió el Señor
Se
rieron dél, pero Él no vino a traer la paz al mundo sino un orden nuevo con
todo lo que ello implica: la destrucción de Jerusalén que fue desmontada piedra
a piedra y los campos adyacentes de su pomerium o arrabales, arrasados y sembrados de sal. Al
pie de la cruz escuchábamos el batir de los tambores de los soldados de Tito
casi tres cuartos de siglo de que aquel cerco se produjera.
─
¿Y no escarmentaron los judíos?
─Por
vida de Minerva, ¡qué bah! Son pueblo duro de cerviz, una alegoría de la
sinrazón y estupidez humanas.
Era Jesús un revolucionario. Vino a los suyos y
los suyos no le recibieron; sin embargo no fue su obra atenazada por las
tinieblas. Resplandeció su luz venciendo a la oscuridad. Sus vestiduras de ajusticiado por una de esas carambolas
inexplicables que hoy confunden a los soberbios (la potencia se hizo acto
trascendente) y se encendió el fuego de la gran luminaria que ardería por los
siglos de los siglos sobre aquel pebetero puesto que nadie será capaz de
destruir el amor, eligiendo a lo más
despreciable y abyecto del mundo, que de los rechazados y humillados y ofendidos
hizo él su piedra basal, en menoscabo de la soberbia y de la confusión
terrenales. Su doctrina no era de este mundo pero venció al mundo con su
evangelio.
Debió
de ser un revés para los sionistas mesiánicos. El libertador anunciado por los
profetas de Israel moría en el suplicio escoltado por dos ladrones Dimas y Gestas. No me vengáis con bromas ¡Qué guasa! Vino a los suyos y los
suyos no le recibieron ─la frase de Juan que luego leí incansables veces
martillea mis sienes─ mientras los mercenarios, puesto que no se puede hablar
de soldados romanos ya que el centurión Cornelio, un hispano nacido en Híspalis
se negaba a crucificar al Mesías pero ante la contumacia del sanedrín “tolle, tolle, crucifige eum” (quita,
quita, mátalo) no quería que el pueblo romano se manchase las manos de sangre y
contrató a una partida esclavos sirios para hacer aquel trabajo. Los soldados
de Cornelio estaban cabizbajos cuando se rasgó el velo del templo, hubo una tormenta,
tembló la tierra y oscureció a las tres de la tarde. Para entretener la vela,
mientras custodiaban al pie de la cruz, se rifaban con el cubilete sus paños
menores. Y cuando “cum voce magnum” expiró…
sonó el consumatum est que hizo
temblar los quicios de la historia, huyeron despavoridos y bajaban algunos
diciendo por el monte Calvario atentándose unos a otros para no caer debido a
la oscuridad que se hizo en el cielo de repente:
─Verdaderamente
este era el Hijo de Dios.
El Hijo del Hombre salvaba al mundo en
taparrabos. Semejante desvergüenza ¿dónde se vio?
La
humilde túnica inconsútil era el símbolo del siglo futuro. El que busca su vida
la perderá. A ver queremos; un signo pues ese no nos vale.
La
vida se la había echado el Inocente sobre los hombros a manera de chal
cobijando sus espaldas doloridas cuando, varón de dolores, al cabo de cinco mil
azotes y de 72 puntas de cambronera que es el peor de la especie de los espinos
y la más áspera de las zarzas que horadaron sus sienes trepanaron su frente
inmortal quedando ensangrentados los mechones de su rubia caballera y de su
barba taheña ¡Ah que nos miraba a todos con aquellos ojos dulces llenos de
perdón! Del primer pecado de Adán Él, varón de dolores, nos redimió. A mí se me hacía muy difícil de aceptar, como
romano, acostumbrado a mirar a los dioses con un cierto escepticismo, ver aquel
semblante de manso cordero. Los dioses
reinaban en el Olimpo para castigar y
enviar rayos y desgracias a los mortales. Si te enojabas con Júpiter, éste te
taladraba con su gario y te convertías en rana.
Con
los dioses no se juega. Antes de morir había que hacer mandas a Esculapio y se ordenaba
matar un gallo capón para que el dios de la salud tuviese una fiesta allá
arriba con sus amigotes y después de expirar tenían que sujetarte la barbilla,
abrirte la boca y meter entre los dientes una moneda para pagar al Barquero. Tan
mala costumbre acicate de la codicia fue
un pretexto para que en el mundo antiguo abundasen los profanadores de tumbas.
El oro era más importante que la deidad y en facto es la única divinidad que
rige los designios. Oro, oro y nada más.
Fue
ofrecido al pueblo en espectáculo de befa. Un esbirro lo empujó hasta la
balaustrada y Jesús apareció en el enlosado del Lithostros una caricatura de
ser humano, un guiñapo.
─Ecce homo…
ahí lo tenéis, cabrones, hecho un guiñapo. ¿No os basta? ¿No queríais que lo
castigase? Pues le hemos zurrado bien la badana. ¿No os dais por satisfechos? ─
dijo Poncio
─No. ─ clamaron entonces los judíos.
La
chusma quería más sangre. Y contestó a la demanda del prefecto con palabras
terribles
─Crucifícale,
crucifícale, mándale al palo y caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos.
─
¿A vuestro Rey queréis que condene a pena de muerte?
─No
es nuestro Rey. Se hizo pasar por hijo de Yahvé. Blasfemó.
Dada
la condición vil de la chusma, Pilatos tuvo miedo. Era el mismo morbo, el de
aquellos judíos soliviantados y nacionalistas, que el que impulsaba a la plebe de Roma a cometer toda suerte de desmanes
en el coliseo. Quería ver la sangre a chorros de los andábatas sobre la arena y
que cantasen el himno. Ave Caesar los que van a morir te saludan.
Ecce
Homo. Le habían colocado un manto púrpura sobre los hombros como el que
llevaban los locos por las calles de Jerusalén, pusieronle una caña en la mano
por cetro y así compareció. No lo condenó Pilatos. Fue sentenciado a muerte por
un tribunal democrático, por mano alzada, que sometía sus veredictos a votación
en la casa de Anás y Caifás, sumos sacerdotes. Lo mataron los judíos. Pero la
perfidia de esa raza es alegoría de la condición humana, si se quieren mirar
las cosas desde un ámbito teológico, ajeno a toda manifestación racial. Sin
embargo, el pueblo elegido se convirtió en pueblo errante. Nunca tuvo paz
consigo mismo.
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