Redde
mihi domine stolam, inmortalitatis quam perdidi. Y,
al decir esto, el cura de Riofrío besa la estola. Merear domine portare manipulum fletus et doloris (merezca yo portar el manípulo del dolor) dice,
acto seguido, el preste al colocarse el manipulo y renace un tiempo viejo entre
las cajoneras y los espejos ustorios de la sacristía.
Es el arranque perfecto para una misa
cualquier domingo del siglo XIX en la España profunda. En la iglesia el pueblo
aguarda. Tocan las campanas y delante de la grada formula el cura, embutido en
una casulla guitarrera, el rito de salutación eterno: introibo ad altare Dei, entraré al altar del Señor. Los feligreses el
aire aburrido escuchan las oraciones bisbiseadas por el clérigo de forma
mecánica y atropellada. La feligresía mira con cara de circunstancias.
Es el momento en que al pasear la vista
por el concurso en todo un travelín (el escribano, el médico, el secretario, el
juez de paz, la pareja de la Benemérita) sin cámaras descrito hábilmente por la
pluma tan capacitada como la de Armando Palacio Valdés topa con la mirada
huidiza de su amada Rosa la Molinera.
Andrés es un periodista madrileño que
ha venido a Asturias a casa de su tío cura a reponerse de una incipiente tisis.
Protagonista Andrés Heredia y, deuteragonista la del Molino, van a experimentar
en sus vidas un soplo siniestro (pathos) y sucumben al dictamen de la fuerza de
un hado fatal. ¿Asturias paraíso o infierno?
El escritor de Entralgo es un maestro de la
novela psicológica y sociológica. Obras como “El Cuarto Poder” “La Aldea
Perdida” “La Fe” “El Maestrante” constituyen un zócalo en el que se estructura
la vida española con el advenimiento del progreso (las minas, el ferrocarril,
el voto directo. El periodismo, los partidos políticos) y en parte desmonta el
mito de Asturias paraíso natural. En esos pueblos perdidos en esos concejos a
trasmano y en esos valles recónditos se esconden las pasiones de cuyas garras
no podrá escapar el ser humano: la avaricia, la gula, la intolerancia, los
prejuicios de casta, la lujurio, el fanatismo religioso, la violencia.
Palacio Valdés, que ha sido mal leído y mal
interpretado como escritor de derechas quizá porque añorase las costumbres
patriarcales del viejo Avilés, presenta en sus novelas un denso calado de encrucijadas anímicas que lo acercan a los
grandes maestros rusos y franceses.
Tampoco en él, como en Asturias, —esa
Asturias a la cual supo describir y buscarle las vueltas encontrando bajo esa
superficie afable el estro trágico de los duendes los nuberos y las xanas— nada
es lo que parece.
Con el sambenito de “carca” fue detenido en
el Madrid rojo de 1937 feroz mes de noviembre y acaso fusilado (oficialmente
murió de hambre) pero su inmensa obra que no ha sido evaluada ni catalogada en
su totalidad está cuajada de crítica social, pone en berlina a los caciques,
fustiga al clero indocto verdaderos verracos con sotana que padreaban por las
aldeas y contribuían a mitigar la despoblación demográfica, llenando sus
parroquias de “fios” naturales,
caricaturiza a los indianos que regresan a morir a la tierra hablando fino y
con acento de azúcar de dengue,
grandísimos usureros que hacen prestamos al 25 por ciento, critica la
brutalidad de los rudos labriegos que maltratan a sus mujeres y a sus hijas. Se
mofa de los veraneantes.
Surgen pleitos y malquerencias por un mojón y
por una linde. Aparece un campesinado irredento que labra las tierras en
aparecería a un terrateniente residente en Madrid que jamás pisa la comarca.
Como un profeta este maestro de la narrativa
que es bronco y certero en sus novelas de ambiente rural asturiano, y afable y
simpático, en contrapartida, en las de ambiente andaluz, como la Hermana San
Sulpicio o Riverita — se dice que han sido un asturiano Palacio y
un gallego Cela los grandes cantores de Andalucía— va desbrozando la madeja que
abocará a los españoles a la guerra civil de la cual él fue victima.
El Idilio de un Enfermo presenta una dinámica
de arriba y abajo —upstairs, downstairs—
dos lineas paralelas que jamás podrán encontrarse y ese desencuentro adquiere
un carácter trágico entre un amante señorito y una muchacha aldeana a la que
seduce y acaba raptando. Buena novela costumbrista. Hoy ya bi se encuentran escritores
con ese talento narrativo de nuestros escritores decimonónicos. La lectura de
cuyos libros apenas requiere esfuerzo. Es la clásica escena del nido de amor en
el hórreo al amor del narvaso y cerca del pesebre donde rumia el ganado,
bucólica escena pastoril.
No por trillado lugar común menos efectivo recurso de la novela del XIX.
El molinero Tomás padre de la muchacha quería casarla con su tío el indiano.
Choque de pasiones encuentro de voluntades pero, entre medias, el arte.
Una buena novela, y pocos lo logran, es como
una buena misa cantada (introito, ofertorio, lavabo purificador, anáfora,
consagración, epicrisis bendición y despedida.) Y las novelas del maestro de la
Aldea Perdida tienen eso y mucho más: humor, descripciones potentes como el de
la misa dominical, la romería, el encuentro amoroso en el establo nido de amor.
La fuerte prosopografía o pintura de la cara y a través del rostro penetramos
en el alma de los personajes: el seminarista Celesto terror de las mozas del
concejo un sátiro que promete acabar con su vida crápula en cuanto se ordene de
subdiácono (entonces sanseacabó pero ¿Cuándo vendrá ese día?), la agnición o
reconocimiento mediante algún tic personal como el del cura de Riofrío que el
hombre no se explica bien en sus sermones, recurre a latiguillos como ya me entiende
usted, y ¿estamos?
Para paliar su poca capacidad retórica, acababa llamando modorros y escribas y
fariseos a sus parroquianos que dejaban el precepto dominical para ir a la
hierba. El azimut de la narración se alcanza en la descripción de la romería en
honor al santo tutelar: tambor y gaita, ramo, procesión, suena la Marcha Real a
la hora de alzar, corra la sidra en el tonel, estallen voladores en el ferial y
atruenen los compases de la danza prima, a los gritos del ataruxo y del ijujú. No
faltan tampoco los palos pues era costumbre, el mocerío de aldeas rivales ha venido
bien prevenido con garrotes de siete ñudos, tiemblan las navajas en bolso por
un quítame allá esas pajas. Culto a Dionisio, a Venus, a Marte y a Baco y todo
aboca a un final lamentable cuando por la senda aparecen los civiles que llevan
preso al protagonista acusado del rapto de la molinera. Desaparecen en un
recodo de la calella entre el polvo del camino y el fulgor de los charoles. Pero
que no decaiga la fiesta. El seminarista Celesto que está a punto de recibir órdenes
sagradas y decir sanseacabó a su vida disipada se enzarza en una discusión teológica
con el excusador sobre el concepto escolástico de sustancia y accidente. La porfía
sube de tono y están a punto de resolver sus diferencias a vergajos.
Algo vale que el mucho vino trasegado les
hace de nuevo sentirse amigos y regresan a casa cantando viejas tonadas del país
algo traspuesto, melancólicos, y borrachos. El que va de romería se arrepiente
al otro día. Otro año más; nadie puede atrapar con las manos al tiempo que se
va.
Un halo trágico — como en la Iliada en la
eneida cuya estructura épica trata de imitar Palacio en su narrativa— se
condensa como un aura ineludible sobre los lances e intriga de la trama y ya no
podrán escapar los personajes a las garras del Destino: “oiga, Celesto, quien
es aquella chica la del pañuelo negro y los corales en la garganta… ah sí la
hija del Molinero… no piense usted en ella don Andrés, le daré un consejo… es
una yegua”... Adraganto y Queronte aguardan. Rosa, expulsada por su padre de
casa, se va a servir a Oviedo y luego acaba en la prostitución.
Andrés, de regreso a Madrid, reanuda su vida
de crápula. La tuberculosis se apodera de su organismo y muere al año siguiente
de sus vacaciones en Riofrío, a causa de un vómito de sangre. Nada es lo que
parece. Pese a las predicas de moralistas, reformadores y sociólogos, la
condición humana permanece invariable. Todo sigue igual. Sólo puede redimirnos
el Arte.
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