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viernes, 10 de mayo de 2024

 

EL LAZARILLO DE TORMES AMIGO DE QUIEN ESTO ESCRIBE

 

PADRE TORMES RIO DEL IDIOMA. PA SALAMANCA LA BLANCA ME VOY HORIZONTES DEL LAZARILLO

EN MI MIRADA

 

Salamanca la blanca quien te mantiene. Cuatro carboneritos que van y vienen. Me encamino por los pasos de mi juventud aquella novia que tuve en Salamanca. Un pueblo Bogajo y aquella casa a pupilo donde tuve el dolor de tripas. Toda mi vida padecí de estreñimientos y yo creía que tenía cáncer. Los toros, las fiestas, las capeas de Vitigudino vistas desde el balcón. Fue conmigo generosa la fortuna aquel verano. Sigo siendo pobre, como mi héroe epónimo, el bueno de Lázaro de Tormes, un hijo del arroyo como yo pues nació en una aceña. Crucé el puente de mi destino y le hurgué en la barriga al toro de Guisando por saber si dentro había algo. Y no había nada. La caracola del alma estaba vacía. Las aguas del río padre de nuestro idioma bajaban lentas y silenciosas. Al otro lado de la ribera, unas lavanderas (¿eran las ninfas de Garcilaso o las nereidas de Apolo?) enjabonaban a una estrella perdida entre cantos ancestrales y reverencias.

Sólo ruido y el gran coscorrón del puto ciego que me dio con tal fuerza contra la piedra que por poco me deja la testa hecha astillas.

Desde entonces despabiló el Antoñito.

─¿Lázaro, estas ahí? Sal fuera. Caíste en el garlito por gilipollas

Las carcajadas del fementido invidente rebotaban sobre las ondas del río que arrastra la fuerza de nuestra lengua. Un torrente de palabras. Las nereidas y las ninfas que vio Garcilaso salieron a pasear, aunque yo no las viese.

Sólo divisaba los cuerpos robustos de las encinas mollares al otro lado. Los toros de lidia que pacían cerca del cascajar, mirábanme con ojos enigmáticos. Algunos tenían ya más de siete hierbas.

Toda una vida para morir en el albero de una plaza pero la vida es torear.

Una vaca torionda mugía llamando al ternero perdido.

Los patos se solazaban nadando entre los carrizos, los fresnos y ailantos que sombreaban las dos vertientes. Quedé maravillado al ver cruzar el puente romano a un viejo que llegaba con una cachava de Segovia y un libro en la mano. Venía resoplando sudoroso por el camino. Había hecho el viaje desde Alcalá a Salamanca.

 Adiviné que era clérigo por el bonete de tres puntas y la borla doctoral. Un grupo de estudiantes se le acercó a besarle la mano y le llamaban "domine" y "magister". Aquella tarde de agosto, vísperas de la fiesta solemne de la Dormición de Maria, el padre Tormes me permitió en aquella visión conocer al autor del Lazarillo que no era otro que el doctor Andrés Laguna, el médico del emperador Carlos V., y no se atrevió a firmarlo por miedo a la Inquisición.

Fícele profunda reverencia. Y él me reconoció:

─¿Cómo te va la vida, Antonio. Sé de tus muchos padecimientos porque revelaste para la historia que el Lazarillo no era anónimo. Que el autor era yo. No te hicieron caso y hasta se mofaron de ti y te llamaron loco de atar. España es tierra de inquisidores. Son los que mandan y dominan en todos los ámbitos de nuestra existencia: en literatura. en política, en las artes. Mala raza enaltecida por la soberbia de los que se creen elegidos. Altanería y odio judío. Es una maldición que arrastramos y los peores son los de Segovia. Nunca serías profeta en tu tierra. Tampoco lo fui yo.

A mi quisieron quemarme por malquerencia la casa que tenía en Mozoncillo.

─Maestro, decís verdad, pero con estos bueyes hay que ir a arar ─ repuse

─¿Bueyes dices? No son bueyes duendos ni mansos castrados sino auténticos mihura

Quedé muy reconfortado por la aparición. Don Andrés Laguna, el clérigo sabio, perito en el arte de las hierbas y la medicina, el cual se dirigía a cantar vísperas en la catedral cojeaba algo, sus barbas eran de plata y la nariz roma.

 Me dio su bendición y me recomendó perseverancia y nada de desalentarse. Se lo agradecí profundamente.

El Tormes río caudaloso, que nunca se seca en verano y acarrea más agua que el Duero, que parece su afluente, pero unos llevan la fama y otros aportan el agua, fue testigo de nuestro encuentro.

 Muy solaz y agradecido por las palabras del maestro Laguna que bajó desde una nube para contármelo, me metí en uno de los muchos garitos con que cuenta Salamanca y yo recuerdo con nostalgia, cuando cortejaba a la Charito, pedí un jarrillo de tinto y me lo bebí entero a la salud de Lázaro de Tormes, protector de todos los vagabundos y de los que profesan la libertad sin libertinaje. El héroe epónimo que parió la imaginación de aquel humanista segoviano que nos recomendó tener paciencia

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