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domingo, 22 de julio de 2012

confesión auricular: tengo mis dudas

CONFESIONARIOS AL DESGUACE

ANTONIO PARRA-GALINDO

Hablábamos hace poco del síndrome de la iglesia vacía y de los templos que huelen a gatizo y hoy les toca el turno a los confesionarios esos cajones imponentes que había en las iglesias católicas algunos de bastante buena traza y antiguos como este de la iglesia de Soto de Luiña. Pero que sólo valdrían como piezas de museo o para hacer leña. Me gustan las iglesias ortodoxas porque en ellas no existen tales cajoneras donde íbamos a descargar el saco. El cura hacía preguntas mórbidas y entraba en las lindes de lo procaz por aquello del sigilo sacerdotal. Todos los pecados de aquella época se referían a lo mismo:
            -hijo mío ¿y cuantas veces?
            -Padre y a usted que le importa.
Una vez en mi ciudad me fui a confesar con un jerónimo horripilado por el pecado que acababa de cometer: verle hacer pipi a la hija de mi vecina la Mari la hija de la señora Marce que era una muchacha robusta a la que apuntaban los senos y le relampagueaban  como un vellocino de oro pues era rubia y con los ojos muy grandes los pelillos del monte de Venus- que pecado más horrible, hijo. Seguro que te condenas. Pero el buen padre jerónimo que ya debía de estar curado de espanto me largó un rollo de no sé que de la concupiscencia de los ojos y de la pureza y de procurar apartarse de las ocasiones. Ni por esas ni por las absoluciones del buen monje ni las admoniciones ad virtutem yo seguí pecando. Mirando a la Mari cuando se bajaba las bragas sin miedo a que las gallinas o el gallo picotero se metieran con ella admirando lo mismo que yo sus poderosas nalgas. El deseo o la libido eran más fuertes que las consejas y prevenciones de mi confesor hasta que un día ella me inició en el sexo. Lo tenemos que hacer como lo hacen nuestros padres. Y nosotros lo hicimos en la cochiquera. La Mari despreciativa me dijo que la tenía pequeña. Seguro que la había visto mucho más grande la muy bellaca que la de un chaval de once años. Estas nostalgias ahora me hacen reír pero estuve todo un verano con una angustia infinita  quemado por el gusanillo de la conciencia. Aquel fue el verano de mi seducción y, arrepentido, hice confesión general y entré en el seminario de cabeza donde aun seguí perseguido por los muslos generales de aquella doncella que me causaban pesadillas y poluciones nocturnas. Lloraba mi pecado y hasta me ponía cilicio en la entrepierna. Seguía todavía soñando en los muslos de la Mari mi vecinita. Crecido ya y canonista llegué a aprender que la confesión auricular o exmologesis es un invento del siglo XIII y está relacionado con la irrupción de la herejía cátara que apuraban la pureza de costumbres y estaban obsesionados por los traumas sexuales. También la exmologesis está relacionada con el escándalo de las indulgencias. Los racioneros de los cabildos que cuantificaban el delito e imponían la penitencia correspondiente consideraban tales menudencias de nuestra condición humana peccatrix su arma de trabajo. Por eso se los llamaba penitenciarios. Las bulas, las ofrendas, el diezmo y la primicia. Tanto tienes, tanto vales. Tanto aportas, tanto pecas y tus pecados serán perdonados, según y conforme. Todo ello generaba escrúpulos de conciencia que eran una tortura auténtica ¿Cuánto vale una absolución? ¿Qué cobra usted, padre cura, por otra tremenda? Preguntaba un gitano en un funeral. Depende. Cuanto vale una tremenda. Si eres rico, a lo mejor vas al cielo, pero si eres pobre vas al infierno de cabeza.
La rejilla de estos locutorios fue una ventana abierta al trato torpe de ciertos clérigos fornicarios. Lobos disfrazados de corderos que siempre arramblaban con la mejor cordera. Muchos escándalos y hasta crímenes pasionales hubieran podido ser evitados si muchas mujeres no hubieran tenido “predicador” ni director espiritual. La Iglesia cometió muchos pecados de escándalo, latrocinio de la inocencia en nombre de la llamada pureza, delitos de peculado, estupros y otros reatos dentro de esos cajones que abren y cierran los sacristanes en las sacristías y que siguen patentes cual heridas abiertas en almas de los que un día fueron jóvenes. Cristo no puede ser un asunto particular ni un escrúpulo de conciencia. Es el Dios total. El único que sabe y que perdonan pero no faltan los ministros indignos que se arrogaron sus funciones de la perdonanza sacramental y las usaron en su propio beneficio. A este confesionario de la iglesia de soto de Luiña le tengo cierto cariño pues en él hice mi ultima confesión con el padre Arturo. En vez de una confesión nos contamos nuestras vidas y nos perdonamos el uno a otro que habíamos echado a nuestras espaldas los pecados de la Iglesia desde los tiempos de Comillas y perdonamos también al mundo. El que no conozca a los hombres no conoce a los vicios pero ay de vosotros sepulcros blanqueados etc. Por lo demás es un hecho sintomático de que algo no furrula en el Vaticano cuando éste ha ordenado que los fieles vayan a confesar su pecado ecológico no tirar la basura no disponer de los vidrios como corresponde, no reciclar, pero todavía hay muchos cristales rotos en la Iglesia y en algunos templos se han derrumbado a causa de la incuria y abandono las vidrieras y el viento y la lluvia por las rendijas se cuelan, ay dios, ay dios. Pecados pecadillos y pecadazos.
 Los pecados que no se perdonan son aquellos contra el Espíritu Santo. Esos no se perdonan no y se cometen a mansalva mientras los curas miran para otro lado. Eso es lo que me preocupa mucho más que el arcipreste se fugue con la mujer del cabo de la Guardia Civil. Más que pecado un delito contra el honor y si al cura le cortaron los dídimos el marido burlado fue culpa suya.  Es una historia que ocurrió en la historia de Abelardo y Eloisa y que se repite con demasiada frecuencia.
Los confesonarios  tenían un diseño espantoso y una estructura escabrosa. En tales cuchitriles en lugar de hablar se cuchichea. Eran lugares de vigilancia y centros de espionaje donde el diablo suplantando al ángel se acurrucaba induido de la estola presbiteral. Necesitamos otra forma de confesión y, arrumbados los confesionarios, derogada la exmologesis que tiene tintes heréticos, aunque la Iglesia seguirá funcionando. Pues esos malditos cajones han proyectado una noción de Cristo como torturador y han contribuido al esparcimiento de hipócritas aberraciones que no se compadece con el que proyecta el evangelio. He dicho y el que tenga oídos para oír que oiga

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