16 de abril santo Toribio de Liébana
la fe y el tesón huyen a las montañas y a la
sombra del pico Ubiello por la otra cara santo Toribio uno de mis muchos santos
de las actas mozárabes en las que es abundoso el mes de abril debió de vivir en
el monasterio donde cuatro siglos después un monje anónimo con tino de buen
pendolista caligrafió y pintó los primorosos códices miniados del Libro del
Apocalipsis más conocido por el nombre de Beato de Liébana. De su vida
se sabe bien poco. Que lo hicieron obispo de Astorga, que era letrado, que
estuvo casado y muerta su esposa abandonó el mundo... La sede que ocuparía también san Fructuoso de
Braga y que fue un varón justo y limpio de corazón al que el papa san León
Magno le escribe una carta [el mismo que recriminó la conducta levantisca a
san Hermenildo contra su padre Leovigildo].
Quizás no tengamos que fiarnos muchos de los panegiristas y hagiógrafos
que hacen el elogio de personajes encomiásticos y deforman la mirada.
Pero una cosa es importante en esta pléyade de
oscuros varones: que fueron a refugiarse a las soledades del Bierzo buscando a
Jesús en la vida contemplativa y fundaron monasterios en cuevas a lo largo de
la cordillera pirenaica. Dicen que allí estuvo asentado el Paraíso. Dumio, la
sierra de Oscos, los recónditos emplazamientos de las montañas cantábricas, las
Batuecas, el Valle del Silencio camino de Astorga y Ponferrada. Estos
personajes me reafirman en mi vieja creencia de que la santidad existe y se
determina de muchísimas maneras porque múltiple y multifaria, hablando muchas
lenguas y a través de innumerables circunstancias se produce el aproximamiento
a Dios lejos de las vanidades del mundo.
El monaquismo tan denostado e incomprensible para
nosotros produjo estas figuras extrañas que encontraron a Dios en el retiro y
en los libros, en la controversia, porque Cristo los hizo libres. Cristo
libertador. El Eleuteros frente a las miserias y circunstancias de la
vida terrenal. Y aun hoy sigue existiendo la bondad y la gracia.
Se puede practicar
perfectamente el anhelo de perfección y el monaquismo viajando en autobús o en
medio de la vorágine de esta ciudad tan bella y cosmopolita que es Madrid.
Santo Toribio interceda por nos.
También nosotros, dentro de nuestra modestia e inanidad,
tenemos vocación de pendolistas y amamos la belleza interior que consagra a las
almas. Y que nada tiene que ver con el “edoné” lo exterior, lo carnal y
mortal; todo eso que desaparece en la tumba para trocarse en polvo y gusanera.
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