MILLÁN ASTRAY (I)
Vivo sobre una cuesta cuyos pliegues van a dar a los arribes del río Guadarrama cerca del castillo de Villafranca. Aquí se dio la batalla más furibunda de toda la guerra civil. Esto otrora fue un majuelo donde se cultivaba la uva pardilla de la que se heñía uno de los mejores caldos de Castilla la Vieja porque esto aunque jurisdiccionalmente sea Castilla la Nueva perteneció desde Alfonso X el Sabio a Tierra Segovia. Vivo sobre un montón de cadáveres. Cerca de mi casa se descubrió hace años una fosa donde aparecieron gran número de restos humanos algunos con las insignias y los pasadores del Tercio. Son calaveras que importan poco al juez Garzón pero a mí sí. A veces con las lunas fuertes y heladas de enero escucho entre el titilar lejano de los luceros la canción de los Novios de la Muerte.
Debe ser mi imaginación algo calenturienta y sola en los plenilunios que trata de dar remate a una historia sobre la Batalla de la Sed (algún extracto en esta bitácora) y es como a mi padre cuando se le movía la metralla de la pierna congelada en Teruel. Los muertos cantan y hacen preguntas, ¿Por qué? ¿Por qué? Sólo hay un analgésico contra tales interrogantes: el vino del Pardillo que era el mejor caldo de Madrid y entre lágrimas me rindo a los brazos de Erifos que es dulce y traicionero y voy por los chigres del barrio.
Trato de evitar estas tabernas donde hay gente de mente olvidadiza y mal encarada. ¿Un tinto, don Antonio? Sí y recorro las estaciones del centro. No me gustan los barrios. Porque el vino que dispensan aquí los cantineros sabe a sangre y me llega la voz inquisidoras de aquellos legionarios que dieron su vida por Dios y por España en toda esta zona de aquí. En las barras sumerjo mi dolor en busca de la tranquilidad de una amistosa charla.
Ya quedan pocas así. El cristo de la buena muerte y el manto de la Dolorosa de mi pueblo me libran de las miradas como tiros de estas tabernas nefastas. Y sobre todo cuento con la sonrisa benévola y algo triste de mi general. Él es el que lanza el grito de a mí la legión cuando algún facineroso quiere meterse conmigo. Es una protección semidivina. Nobleza obliga y yo me voy de rositas. El otro día un librero mirada hundida una gran nariz cetrino y presuntuoso que regenta una librería de lance cerca de esa parte de Madrid donde estaban las eras del Mico- se trillaba, segaba y arrejacaba casi en los mismos aledaños de la Puerta el Sol- me espetó una frase que me hirió en lo más profundo:
-Rusia y España han de ser destruidas.
Quedé pasmado y sin aliento. En otro momento hubiera sacado el arma pero un legionario o un guardia civil por mucho que sepan manejarla jamás la llevan consigo porque no somos pendencieros y asesinos. Puse pies en polvorosa porque me conozco a mí mismo pero en aquel momento a ese tipo que practica la usura cerca de la era del Mico sin caer en la tentación de poner la mano sobre el tipo porque me las llenaría de mocos bien hubiera podido arrancarle la cabeza. Aire. Fuego al muñeco pimpampun fuego con esa mona que vende libros. No me fío de tus tretas, embaucador Erifos.
Caminé, entonces, unos pasos por este Madrid azotado por la crisis y aturdido por las radios que ladran con el cuento de no acabar con la prima de riesgo… y el riego que tiene mi prima la pobre por meterse a pilungui, lleno de jubilatas y de buenas gentes que caminan por la acera como desamparados y a la espera de un redentor que les libre de las garras de ese librero de las eras del Mico; Baroja lo cuenta en uno de sus libros, “La Busca”: las eras estaban allí y también estaba el cadalso.
Este es, empero, un Madrid muy vivo al cual no le engañan los políticos ni los tertulios radiofónicos heraldos de la catástrofe. Zona de Argüelles bajé aledaños de Marqué de Urquijo donde estaban las iglesias de los jesuitas de Areneros y el Buen Suceso incendiadas por las turbas. Fueron las primeras iglesias que quemó la chusma en la ciudad de Madrid. Allí me topo de manos a boca con el espectro que de mi general. Es alto frente despejada inconfundible marcialidad que me acoge con una sonrisa magnífica y dentadura perfecta de actor de cine. Es un hombre muy pulcro cuyo atavío y ademán revelan toda la nobleza y elegancia que sabe mostrar España. Le cuelga de la guerrera la bocamanga vacía del brazo que perdió en Dar Akoba.
En la parte alta de la mejilla su rostro casi cincelado a bisel muestra el hondón de una cicatriz profunda como un cuévano. Esa fue la marca de un blocao de Xauen. Tiene un ojo tapado. El que le arrancó la esquirla de una bala en otro combate. Su sonrisa animosa esconde la tristeza de aquellos que han vivido en fraternidad con el dolor. Lleva en la frente la marca de los que saben sufrir lo cual les hace más humanos. Todo él inspira camaradería y bondad.
-A sus ordenes mi general.
-Hola, Parrita ¿qué haces tú por aquí? Venga pa casa.
Me cuadro, hundo el pestorejo y elevo el mentón casi hacia el cielo como sólo saben hacerlo los legionarios. Mi general sonríe con timidez y me manda descanso.
-Daba una vuelta por estos desmontes cerca del parque del oeste donde creo entender que usía conoce muy bien.
-Así es. Yo por aquí jugaba de niño. Iba a llevarle la cesta de la cena a mi padre que era director de la cárcel Modelo. Organizábamos peleas con los chicos de otros barrios. Este era una de las zonas más deprimidas de la ciudad. Había gentes que vivían en cuevas. Estaba llena de pillos y pisaverdes. Siempre me apiadé de los humildes y de los que viven a salto de mata y padecen persecución por el pan y la justicia. El hampa no ha de asustarle a un legionario.
Cuando doy la media vuelta el espectro del héroe, del valiente, del monárquico empedernido, del calumniado y escupido en su memoria por aquellos a los que perdieron la guerra y no supieron vencerle en la trinchera había desparecido.
Tengo el retrato de Millán Astray en mi gabinete de trabajo. He leído mucho sobre su vida, su arrojo, su profesionalidad militar, su caballerosidad y la bondad para con el soldado. Hay pocos recodos de su biografía que sean un misterio para mí y ahora comprendo por qué escucho a veces las voces tumulares de los que cayeron en Brunete y se me mueve dentro del cuerpo toda la metralla y mi alma dolorida busca en la botella los consuelos de Erifos. No he tenido la suerte como él de quedar manco en un combate ni de perder un ojo ni de que un tiro me destrozara una de las axilas. Las balas son como las cartas-decía don Emilio Mola Vidal- cuando llevan tu nombre y dirección hay que recibirlas pero no he traicionado a mi patria, he defendido a mi patria desde el parapeto de la trinchera y del periodismo. Yo soy también un zapador entreverado de pontonero y con algo de artillero. Y el honor es mi divisa y los hombres de bien no lo llevan en los cojones ni lo pierden cuando sucumben a la tentación del divino. La mayor parte de los legionarios que perecieron en la Mocha Chica junto a un tabor de Larache eran moros o de la legión extranjera odiaban la muerte porque amaban la vida pero antes de rendirse la recibieron con los brazos abiertos. El mando aumentó la ración de aguardiente aquella nefasta tarde del 8 de julio de 1937.
el fundador de la legión conocía las debilidades del ser humano. Se crió en un penal. Su padre funcionario director de prisiones pasó por el penal de la Coruña, del Dueso, Chinchilla, San Miguel de los Reyes en Valencia, San José de Zaragoza, la Cárcel Modelo. Sabía que los hombres pueden caer en la tentación pero pueden redimirse. Son capaces de volver al camino recto aunque existan muchas manchas en su cartilla. Por eso fundó la legión donde antes para ingresar no se hacían demasiadas preguntas a los aspirantes al cuerpo. Como dice el himno de la Legión: Nadie sabía su historia más la Legión suponía que una pena muy honda le roía el corazón. Con tales mimbres, con estos hombres de desecho pudo Millán Astray constituir una de las mejores tropas de elite que ha tenido la gloriosa infantería española.
Próximo capítulo: La legión vivero del honor y lugar de redención
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