Dia del abuelete y la paga del verdugo de un libro que estoy escribiendo a ratos perdidos
EL DIA DE LOS ABUELOS. SAN PANTALEÓN SIN VISITADORAS Y EL SALARIO DEL VERDUGO
Hoy es San Pantaleón y ayer fue Santana la abuela de Xto. No hubo visitadoras. El día antes fue San Yago pero el país se había puesto de espaldas —y san Jacobo al que abrazan los peregrinos por detrás las tiene recias y anchas,— por lo de la pandemia, a esas festividades del calendario, para sacarse otras de la manga en plan laico. Así se evitaban holgorios, estupros y violaciones por San Fermín pobre de mí, los estropicios de la tomatada levantina y el aquelarre del toro embolado en los pueblos de la Plana. Vivíase la cultura del ocio. El ocio es un negocio que fomenta el desmelenamiento juvenil y la cultura del botellón. Hedonismo a velas desplegadas. Retumban los cañones del agitprop, que reviente la santabárbara y explote el pañol. Somos un barco a la deriva bajo la mirada clemente de las divinidades oscuras que regresaban al mundo.
Él, subiendo trabajosamente la cuesta del Butiello, pensaba en estas cosas, sentía el cuerpo limpio y el alma ligera tras bañarse en la playa de Artedo. De vez en cuando se detenía para abarcar con su vista el horizonte y creía escuchar el silencio de Dios en el vértigo de las olas isócronas que besaban las restingas del pedrero alzando mil rumores.
Era el canto de la espuma en su ir y venir de siglos. Al otro lado de la ensenada se alzaba un castillo que parecía un cuento de hadas. Lo había edificado uno de Lamuño que regresó a la aldea desde Alemania y alzó aquella fábrica inspirado en los castillos del Rin.
Soguillas frecuentaba su trato y conversación compartiendo melancolías. A la hora de tomar algún culin en ca Fernando o en los chigres de San Martín. Era un hombre rubio con cara de hastío que había vuelto de la emigración a morir a su tierra encerrado en su castillo.
Solía decir “a un alemán le vistes de uniforme y se transforma completamente”.
La mar bella aquella mañana del día de San Pantaleón seguramente trataba de rezar un responso por el señor del castillo alemán que alzaba su muralla con merlones pintados de purpurina frente a los umbrales de la ermita de la China. La imagen, que encontraron los navegantes en Filipinas flotando entre las aguas, se veneraba el cuarto domingo de julio al pie de un hórreo. Misa tambor y gaita, montera picona.
Un mozo bajaba hasta el estero y arrojaba las cenizas de su padre pescador perecido el 2020, el año de la peste. En vez de romeros hubo silencio y luto en aquel alcor mirando para el océano.
Las olas rezaban el rosario por las almas de los conquistadores. De aquella playa zarpó Pedro Menéndez de Avilés camino del descubrimiento de la Florida. Lo escribió pero no le hicieron caso puesto que a él no le habían dado vela en ese entierro y había invadido con su hallazgo el terreno de los cronistas oficiales pues menudos son los pixuetos
El Soguillas que había sido archivero y había vivido entre ligarzas, nemas, tumbos, delgas, palimpsestos, el bulle, los mitencos de las cartas pueblas, privilegios rodados, nemas, ladrones y notas al margen de los decretales eclesiásticos, rectos, anversos, escusones, y el tabelión de los documentos aplomados, elencos y nomenclátores, colemias y avages (el estipendio del verdugo) y todo aquel coacervo y testimonio yacente entre liños de plúteos y mamotretos polvorientos que guardaban silenciosos el testimonio de las memorias olvidadas.
Acababa de celebrarse el Día de los Abuelos por los que seguían la nueva epacta.
¡Pobres abueletes! Daban gracias a Dios por haber alcanzado la edad provecta arrinconada. El Soguillas tenía un amigo que no hacía sino lamentarse:
—Con eso de que cobro pensión tengo que mantener a los hijos. Cuando ellos se van de folixia me ocupo de los peques en plan niñera. Por las tardes he de ir a buscarles al colegio. ¿Crees tú que me lo agradecen? Ni pío. El yayo está para tirar de cartera. De joven yo daba dinero a mi madre y ahora he de dárselo a mis hijos. Yayo para aquí, yayo para allá, pero sólo para aflojar la mosca. Todos mis hijos están en paro.
A la hora de comer no se reza ni se bendice la mesa igual que antaño. A los guajes la madre madraza les sirve primero. Y el abuelo el último. Le dije a mi nuera “estás malcriándolos, serán carne de botellón” y me puso morros. Después de comer como gomias se tumban en el sofá, sacan la tableta y duro darle al dedico. El abuelo ha de sentarse en la silla más incómoda para ver el telediario que se ha convertido en un parte de guerra del dichoso virus ese. Mucho cambiaron los tiempos.
Él ya veterano le gustaba recitar el salmo de la antigua misa en latín: Ad Deum qui laetificat juventutem meam. Aquel salmo era para Soguillas su “gaudeamus igitur”. Quería mantener el corazón siempre joven y en espíritu de lucha.
El Soguillas pensaba que su amigo llevaba toda la razón y que el Día de los Abuelos era una trampa tendida por la nueva teodicea pero había que aceptar el espíritu de la época el Zeitgeist. No es bueno remar contra corriente. Pues así habló Zaratrusta. La sociedad de reciente planta iba a la caza del superhombre según el pensamiento nazi que predicaba el exterminio de los débiles, los tarados, los pobres, los ancianos, y promocionaba la eugenesia mientras recomendaba la eutanasia. En contradicción con las enseñanzas del Evangelio, esos tunos te metieron un gol, Pancho, te han hecho comulgar con ruedas de molino travesando la epacta, los martirologios y las fiestas sacras de nuestra calenda cristiana. Claro que andan tres al mohino.
En el mundo sobra gente. Somos muchos. Para diezmar población el anticristo se había colado en un laboratorio (echan la culpa a los chinos pero hay pocos que se lo creen) y soltó el veneno que viaja por el aire como la 82 División Aerotransportada del ejercito gringo y cuyos estragos se muestran a la vista en cada telediario. Casi se ha convertido en el pilar de la comunicación junto con las catástrofes naturales, los estragos de la sequía y el uxoricidio doméstico que recitan como el pan de cada día. Parecen estas cosas la base del sistema. Los locutores airean las malas nuevas casi con una sonrisa sibilina casi como si les fuera la vida en ello.