Pérez de Ayala. Tigre Juan
Conocí a don Ramón Pérez de Ayala en 1963 en un café que estaba en Puerta del Sol (creo que era el Levante), se fumaba un puro en un velador y alrededor de su mesa se le acercaban dos daifas, putas de alto lujo de la Calle Desengaño. Aunque era viejo, el asturiano no había perdido ni la elegancia ni el sentido del humor, ese ferrete ovetense. El pelo blanco amarilleando en los bordes simétricamente peinado a raya y un traje claro de verano. Por aquellos tiempos firmaba con regularidad en la Tercera de ABC de Luca de Tena que había abierto sus tórculos a los exilados.
El escritor republicano venido de la Argentina escribía en un rotativo monárquico. Sus artículos redactados en esa vena neoclásica con un léxico impresionante por lo exacto resultaban auténticos tour de force del lenguaje.
Tiempos antes había tenido la oportunidad de leer AMDG una diatriba contra la educación selectiva de los jesuitas retirada por la censura y que se había vuelto a editar. Creo que era autobiográfica y en ella la pederastia se conjugaba con la hipocresía de aquellos religiosos obsesionados por la sexualidad. El más crudo pasaje que recuerdo: el de un prefecto de estudios que lleva a su celda a la madre de un alumno y la intenta forzar. Escena entre trágica y ridícula.
A don Ramón los jesuitas de Gijón le enseñaron todo el latín y el griego del mundo pero fueron piedra de escándalo y perdió la fe. De creencias republicanas fue nombrado embajador por Azaña en Londres. Su estancia entre los británicos le dio ese aspecto de dandy o de lor inglés, la ironía del doble sentido y la capacidad para saberse reír de uno mismo. Es el más europeo, el más leído y el más liberal de la generación del 98.
Escribió una media docena de novelas todas ellas excelsas en su calidad pero con escasos lectores. Decepcionado, abandonó la narrativa para dedicarse al periodismo y a la crítica teatral. En parte, sigue siendo un perfecto desconocido y la literatura española no ha sabido hacerle justicia. En pos dejó una obra enorme pero poco estudiada.
El libro que a mí más me gusta es Tigre Juan porque allí aparece redivivo el Oviedo de los bajos fondos bajo las arcadas del Fontán donde había montado su tenderete uno de los últimos de Filipinas.
Había ido a servir al rey y regresó con una pierna de menos. Pérez de Ayala lo retrata como un español decepcionado con estilo elegante, a pesar de que su personaje no puede ser más vulgar, un españolito de tantos, en el marco de la concinidad y simetría de la frase. Quedaría inútil de una pierna Tigre Juan y algo más.
Regenta una abacería en la famosa plaza del mercado ovetense al tiempo que reflexiona sobre las contradicciones de la existencia. Le atraen las mujeres pero las teme pues siempre fue guardián de su honra. ¿Tigre Juan el asturiano celoso?
Una de sus parroquianas, Iluminada, le pregunta de tenazón (a la brava):
-¿Quién es dueño de sí? ¿Vamos hacia donde nos fuerza la voluntad o adonde nos lleva el destino?
El protagonista se siente perseguido por la fatalidad y ajusta como pinche a Colás el hijo de una aldeana de Traspeñas a la que conoció en una romería antes de partir a la guerra.. La amada se casó con otro y tuvo una reciella de rapacinos que dios echó al mundo sin preguntar. La teoría de la predestinación se viene abajo. Esto es un cajón de sastre. Vivimos y morimos por casualidad.
He visto en la prosa de Pérez de Ayala reflejada la descripción de muchos descalabros existenciales propios y de los demás. La moza que cortejaban les dio plantón al pie del altar y para lavar la mancha se casaron con otra, la primera que encontraron. A veces el hombre toma las decisiones más importantes al tuntún y para no demostrar su bochorno. Se dirá que es la fuerza del sino, pero el destino a ojos de este autor no es más que desatino y el hado, un zampatortas y Colás un hijo del aire fruto de una amor de aldea.
El lucero de la tarde brillaba como el topacio de la piedra rejalgar. Cantaba el ruiseñor en el seto de la hondona. Preguntas y nadie te responde.
Colás marcha en peregrinación a Candás y allá ve un cristo con faldellín todo greñudo con la melena color de estropajo sobre la frente en una ermita rodeada de sórdidos exvotos, paños mortuorios, senos de mujer que curaron el zaratán, piernas, brazos y cabezas de cera virgen, algún braguero de un quebrao que volvió a erguirse, escapularios y rosarios y las fotos de un paisano tomados por el fotógrafo del pueblo. Se hace un retrato vivo de aquella sociedad en sus veneraciones, abominaciones y juergas.
El Fontán es un azoguejo, pulso comercial de la ciudad- Pilares en la toponimia de Ayala, Vetusta en la de Clarín- donde el vinatero mutilado de guerra había montado su tenderete. Aparecía éste, ladeada la gorrilla y el blusón de menestral color mahón, en la mano una nerviosa vara de madera de aliso para espantar moscas, o para lo que cumpliere si alguien merecía un estacazo.
Se escucha en el patio de atrás el gocho gruñir de un jabalino y el ruidín de la fueya de un roble mecida por la brisa. Iba y venía don Tigre por los caminos de rodera hacia Castilla a por vino, mano a mano con los espectros. El retrato del paisaje y del paisanaje ni podía ser más cabal. Antiguo buen creyente, por los desengaños de la guerra, se ha vuelto supersticioso. Cree en meigas y en trasgos. Bajan, dice, por la chimenea las sombras de la ignorancia. Y sombra es todo cuanto nos rodea. Sombras, nada más. Afuera, se oye el cloquear de las madreñas de las lecheras de Trasmontes que bajan mañaneras a vender el género, la herrada sobre la cabeza.
Asturias es mágica y la realidad bien puede confabularse con la ficción. Uno puede toparse tranquilamente con el Nuberu por la calle Uría o ver sentadas a una cuadrilla de xanas cabe la Foncalada la fuente municipal que mandó hacer Alfonso II el Casto mientras cantan viejos romances y se peinan los blondos cadejos estas dulces hembras de la imaginación popular. O ver danzar la danza prima al Culiebre si uno se asoma a la plaza de la catedral.
Espíritu adentro, Ayala con pulso clásico va haciendo recuento de las leyendas de la tradición pagana. Don Ramón, que era de los que no pasaba bajo una escalara y se persignaba después de ver un gato negro, venera sin embargo a los dioses lemures y penates (los objetos que rodean al habitante de una casa) o los lares (el habitáculo) y los manes (las sombras de los antepasados)
Asturias es la provincia más romanizada de la península; allí el cristianismo abraza las antiguas creencias del sincretismo grecorromano. Su folklore está repleto de experiencias de lo paranormal. Cerca del llar por el invierno yo he visto a las abuelas contar las viejas consejas con mucho recacho, como si fueran verdad, mientras en la torre de san Isidoro suena la campana del toque de ánimas.
Desde su chiscón ve Tigre Juan pasar los duelos camino del cementerio de San Salvador que se despedían en San Lázaro y las verduleras con su toletole de recaudos a la oreja andan pregonando el nombre del que se ha muerto.
En esta novela se estudia el tan español sentimiento trágico de la vida con más desparpajo y más eficacia literaria que en Unamuno. En medio de esta batahola de dudas Tigre se siente como un paxatin sin nido.
Y continúan pasando sombras: el soldado que regresa de la guerra con las estrellas de coronel y viene a vengar una afrenta amorosa. El usurero judío- en el Fontán estuvo la sinagoga- que cuenta y recuenta sus caudales patacón va patacón viene a la luz de un cabo de vela. El clérigo don Sisenando una almina de Dios que sale de su yacija llamado a media noche para ir a sacramentar a un moribundo. Cuando las golondrinas cambian el vuelo es que el verano se acaba. A lo largo de diez capítulos se registra el pulso de la ciudad, la meteorología, las costumbres, las estaciones, las diferentes castas sociales. Los señoritos de Pilares pasean por el Bombé mientras los menestrales toman el sol en Cimadevilla si hace bueno. Hay un duelo entre el coronel Tragabatallas y el marido burlando.
En Oviedo puede armarse la de Troya tambien por una mujer. Ella, ligera de cascos. Él con poco pesquis. Tigre Juan no quiso casarse porque el amor siempre acaba mal. Eso le hacía enloquecer de dolor: saberse traicionado, tuvo una novia que conoció en Manila, la Engracia y de ella nunca volvió a saber más. Eros y Tanatos como Castor y Pólux cabalgan la misma mula correntona.
El sentimiento trágico de la vida se combina con los celos, y, si Cervantes se refería al celoso extremeño, Ayala nos presenta a un asturiano celoso. Y furioso. Esta novela tan enigmática y poco leída porque la prosa de este prócer ovetense se halla destinada sólo para paladares exquisitos- desencantado del poco eco que tuvieron sus obras narrativas optó, cuando tenía treinta y tres años decidirse al periodismo y a la política- recuerda a las danzas de la muerte medievales aun cuando contenga ribetes de picaresca.
En ella como en el Quijote la risa se vuelve llanto. Hay párrafos en los que fustiga a los poetas chirles a los políticos zarramplines- la vida parlamentaria de Madrid siempre fue un compadreo y una chapuza- y a los periodistas del trabuco. Nada ha cambiado. También ridiculiza a guapos de cartel a las oficiosas y oficiales señoras putas del harén de Alfonso XIII que entretenía sus ocios filmando películas porno. Muy salaz era aquel fulano.
No mereció que por su causa murieran un millón de españoles en una guerra civil y el lector saca la conclusión de que España necesita una revolución. En este país no ha rodado todavía ninguna resta coronada. Pérez de Ayala republicano hasta las cachas nos advierte que ya va siendo hora
domingo, 22 de abril de 2012