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viernes, 28 de julio de 2017

CREDO QUIA ABSURDUM EST

DE TAL PALO TAL ASTILLA. CENTENARIO DE JOSÉ MARÍA DE PEREDA



Antonio Parra












































Oiréis que se dijo: “pueblo chico, infierno grande”. En parte toda la novelística de José María de Pereda se centra sobre tal ocurrencia sin encontrar otra solución que una huida hacia la naturaleza como remedio a las pequeñeces de la mente y el humano sentir.   Hay una colisión irreparable entre el pensar grande y el párvulo vivir de nuestras existencias cotidianas destinadas al fuego del fracaso o la pira del olvido. Y es que en medio de un paisaje arcádico, donde se percibe a cada hora de sol o en las mismas vigilias nocturnas con un pueblo acurrucado entre montañas bajo la luz de la luna, y vigilado por cimas ciclópeas que se alzan como dioses encaramados, hitos telúricos, deidades oscuras emanadas de lo más profundo de la tierra, se desarrolla la acción de “De tal palo tal astilla”, un estudio cabal de la hipocresía y una de las novelas de ambiente rural cargadas de mensajería, invitando a la reflexión no sólo sobre el latido de las pasiones del hombre decimonónico sino también de la condición humana de todas las épocas, de suyo ruin. Pereda, en esta entrega, y de una tacada, realiza una radiografía exhaustiva de la avaricia (don Sotero el usurero), el amor mojigato y con intereses de Águeda, bella muchacha pero cargada de prejuicios, fruto de la mala educación religiosa de la época. En la configuración de esta mentalidad torcida tienen que ver mucho los curas, monjas y frailes. En cambio, uno de los personajes más limpios y generosos que cruzan las páginas es Fernando, el hijo de un médico volteriano al que apodan “Pateta” (referencia al pata de cabra o sátiro con que la imaginación popular antigua representaba al diablo) y que se enamora de la rica heredera, Águeda. Sin embargo, su  pasión, en un ambiente de comidillas, murmuraciones y habladurías de Valdecines, “habitado por gentes cristianas pero maliciosas y suspicaces” de que el mozo  aspira a la mano de la rica legitimaria no tanto por amor como los dineros de la hacienda. ¿Por qué me quieres, Andrés? Por el interés. El autor nos mete de a hecho en medio de un ambiente cargado de maledicencia, de segundas intenciones, que llega a resultar opresivo. Lo que son los pueblos. Bastián, hijo fornecino de don Sotero, y que el hipócrita pretende casar con Águeda, para quedarse él con la hijuela, vendría a representar, la fuerza bruta. La escena del intento de violación por parte de Bastián abortada in medias res por Macabeo que entra en la habitación donde la protagonista intenta zafarse de la lascivia del bestia de Bastián implorando la ayuda de la Virgen y rezando el rosario, trepando por un breval es una de las mejor conseguidas, por la intensidad y trepidante descripción del relato, en toda la novelística española.  Cuadro duro y con suspense que hace pensar en películas antiguas de Alfredo Hitchcock o en novelas de Edgar Alan Poe. Todos conocemos las ideas del escritor montañés. Unos crían la fama y otros cardan la lana. Y los juicios que dispersa en este libro escéptico y bañado de tristezas perturban el clisé de  derechismo ultramontano de él preconcebido. Tiene que ser precisamente él, un ultramontano, quien denuncie los abusos de las mentes retrógradas. A trancas y barrancas se esfuerza por salvar la virtud de la heroína pero tiene que condenar al suicidio al bueno de Fernando que había cometido el “atrevimiento de poner en tela de juicio las verdades fundamentales y las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia”. Sub límine, late una el desencanto de Pereda con aquel género de vida rancio y cargado de prejuicios. Levanta la tapadera de la olla ferviente al tiempo que nos presenta un drama de pasiones rurales que se desarrolla en el último de los paraísos perdidos. Potente, seguro de sí mismo, y con pluma certera y elegante, traba un cuadro narrativo que es hoja de filiación del Santander y de las Asturias en general de la segunda mitad del Decimonono. La novela, todo un manual de psicología agraria y balance sociológico objetivo y realista de las cosas como son y no como debieran ser, se publica sólo un lustro antes de La Regenta. El argumento, salvados algunos matices, es parecido y la intención poco más o menos. El estilo también, brillante.  En ambos casos sendos escritores hacen acopio de la manera de decir montañesa. Asturias, como se sabe, se divide en dos categorías hablantes: una, los que, cuando van a la hierba, llaman a la zoqueta para afilar el dalle colodra y, otra, los que la dicen zapico. Dos bandos , dos terminologías para un mismo concepto. Pereda pertenece al primer grupo. Clarín al segundo. Sin embargo, la hierba que amontan en el almiar es la misma. O parecida. Tanto el uno como el otro aman profundamente la naturaleza asturiana y la santanderina pero critican un poco la intolerancia de sus villorrios y aldeas poblados por cristianos viejos de mentes algo retorcidas. Pueblo chico infierno grande y la Iglesia parece que se regodea de la ignorancia de sus feligresías. Este analfabetismo es buen caldo de cultivo para su medro. Para los curas chirles el santo temor de Dios no es el principio de la sabiduría. Más bien, lo contrario. El conocimiento allega dolor y crítica contra los valores establecidos. Vénganos el tu reino pero que no sea ahora mismo. Por el momento, la fe del carbonero. ¿A qué meterse en camisa de once varas? El cura de Valdecines es un santo varón de Dios pero corto de luces y carece de respuesta a las dudas contra la fe  que le presenta el hijo de Pateta. Traza un plan para su conversión. Es un método gradual y paso a paso que le va a servir de poco porque su postulante, desesperado por las habladurías, opta por arrojarse desde una roca tajada. Al escribir De Tal Palo don José María derrocha fuerza y hace un alarde de dominio omnisciente, tan importante en novelística. Que los hechos que narras no se te sobrepongan . Que tu lleves siempre la rienda. Y no se te desmanden los jacos de la cuadriga. Tú, autor, siempre controlas, galga en ristre, desde lo alto de la berlina. La novela es el arte de atar cabos. La perfecta y congruente sindéresis. Una verdadera delicia es, en su caso, la lexicografía. Esa forma de hablar castiza y precisa en castellano rotundo y eufónico llamando a las cosas por su nombre. En la descripción topográfica del escenario grandioso de las quebradas que lo vieron nacer pocos le ponen un pie delante.  Pereda es un Argos de la hipotiposis literaria. Resulta, por contera, que el escritor santanderino es más liberal de lo que creyéramos y menos carca -velay los prejuicios- de lo que se supone, aunque su vieja fe cristiana es recia. En los retratos que nos quedan de él, de señor chapado a la antigua, con balandrán de catorceno y monóculo, tiene cara adusta de un rebeco siempre a punto de triscar de risco en risco por los sacrosantos fueros de la tradición. Debía de haberle dado Dios un genio vivo y cascarrabias. De mil demonios debía encontrar su ama al viejo solterón de la casona de Tudanca las mañanas que se levantaba con el pie izquierdo. Pero sus rabietas se acababan pronto. Debía de ser, como todos los Contreras, algo contradictorio. Agraz por fuera. Dulce por dentro. Más ruido que nueces. Perro ladrador poco mordedor.  Hay traza de genialidad en la forma como nos presenta a don Sotero el meapilas fariseo y avariento a quien remata en los últimos trancos del libro con una angina de pecho. Una corazonada tal vez. A veces lo que uno escribe se cumple. El autor de La Puchera moriría de lo mismo. El arte de la literatura tiene aspectos misteriosamente oníricos que nos ligan a los humanos con la antigua profecía y la quiromancia. Casi todos los buenos libros son premonitorios. Pero la grandeza de esta novela no para ahí. Hay un estilo maravilloso. Inimitable. Él siembra pautas. Traza caminos que nos llevan a conocer los giros y las peculiaridades de una región. Hay dos bables, insistimos: el de las Asturias de Oviedo, desde Parres a Ría de Eo, de los que llaman zapico a uno de los aperos más utilizados por el Norte y los de las de la Montaña que lo designan colodra, desde san Vicente de la Barquera hasta Potes. Pero juntos denominan a ciertos pájaros de la misma manera: la negra miruella o miruello de pico largo y hondo como una laya que escarba el futuro, o el pomposo tordipollo o la picara aguzanieves que abreva junto a los cilancos. Los asturianos conocen como pala a secas al trente o tridente, lo que en ciertos recodos de la España citerior, allí donde adentra sus manantiales del idioma Castilla la Vieja apelan gario, voz vascuence, lo más probable, igual que murio y murias (montón de piedras), carro, corral, etc. El primero es renuente a la jota que dicen trajeron a España los moros: xatu y xata, mientras los de Santillana del Mar ofrecen una prosodia más evolucionada, porque acaso estuvieran más en contacto con la Meseta que sus vecinos al otro lado del puerto del Escudo. Así, pronuncian: jato y jata por novillos y novillas uncideras. Un poco más abajo llamarán a este torito que aun no ha cumplido dos años choto. Se encuentran múltiples variantes en el bable occidental y en el oriental[1] pero hay términos aldeanos que no varían en una y otra de las modalidades de las dos orillas de la ría: quima, narvaso, asubiar (poner a cubierto el ganado). Algunos hablistas exaltados de ahora mismo debieran hacer cura de humildad leyendo a Pereda. Pero los de una y otra zona encumbran el carro y echan mano de la sarzuela para que no se entorne. Luego “empayan” toda la balumba a través del boquerón del pósito. Si hurgas en el fondo de cualquier español te encontrarás con el alma de un pajar, donde duerme el pobre y donde fuimos engendrados muchos de nosotros. Que era en ese lugar donde las parejas se escondían para hacer el amor. ¡Ah la “vita bona” que ahora echamos en falta, el sabor de la tierruca, la aldea perdida y encaramada en los recuerdos, retaguardia de toda una estirpe que ha visto como han quedado francos de servicio a impulsos de la tecnología aquellas antiguas palabras que decían tanto! Hoy, caídas en desuso y tan añoradas a medida que el idioma se empobrece.   El espíritu indomable de los ultramontanos ariscos vuelve por donde solía. Se pretende crear un idioma vivo y en continua evolución donde sólo  hubo una lengua muerta y hoy fenecida al pasar a mejor vida toda una civilización de matiz campesino, sin asiento literario apenas. ¿es atavismo o es inducción foránea? Quieren entronizar a un dialecto, uno de los más hermosos del castellano plus minusve, eso sí, de buenas a primeras y ad nutum, en conformidad escueta con su libre albedrío, conforme les da Dios a entender a los nuevos filologos de aluvión, pontífices de la tan cacareada cosmocracia que no es más que un embuste, y  untados por una mano extranjera, como lingua franca. Una tarea para la cual hace falta no sólo mucha cara sino también bastante imaginación. Con las lenguas no valen malabarismos de prodigiador. No son un conejo que el osado circense se saca debajo de la chistera. En nuestro patrio solar gozaron de categorías de lenguas junto al castellano el vascuence, el gallego, el valenciano, el catalán y el mallorquín. Pero al paso que vamos, se van a sacar diccionarios hasta del castúo. Debe de ser por un atavismo recio. Existen en nuestra historia pulsiones suicidas y de tarde en tarde asoman la oreja. Es tributo de nuestro estirpe con estos bueyes hemos de arrejacar la linde aspérrima. Este es el país de la real gana. En De Tal Palo Tal Astilla se hace una crítica de la sociedad que conoció su autor. Emperejilada por los poderes fácticos de los que traza un análisis objetivo y sin emblema de facción. En su punto de mira está la Iglesia con su “legión de curas ignorantes que socavan voluntades y conocen quien es quien a través del agujero del confesionario (toda información es poder), se enriquecen a costa de diezmos y relaciones fabulosas sobre el Purgatorio”. La barca de Pedro, en boca de don Fernando, consiste  en toda una nube de frailes comilones y lascivos que saquean los hogares sin conciencia, perturban las almas y quitan la paz en los hogares a veces mancillando la honra de las familias. Una gusanera de monjas rebelándose contra las leyes de la naturaleza cantando con voz gangosa salmos en latín contrahecho. Una lista de papas disolutos y crueles como Alejandro VI, la Papisa Juana[2], Julio II. Un tropel de beatas arrepentidas que con sus pecados de juventud repoblaron la inclusa. La Iglesia ha sido mazmorra del entendimiento durante los últimos tres siglos, concluye. La cita es demoledora, pero - relata refiero- no le falta su miga de razón. Es pertinentísima al hilo de lo que está sucediendo en la actualidad, cuando vemos a un babeante pontífice aferrado a su silla gestatoria, que se resiste a condenar, por lo que pueda pasar, los crímenes de los sionistas nazis y los atropellos de ese general israelí con cara de sacamantecas. Los blindados bombardean y cercan con tropas de asalto la iglesia de la Natividad de Belén. En la mente sólo una idea fija: salvar los muebles en medio de las terribles cosas del acontecer diario. El cielo parece empedrado de amenazas, pero los que tienen la responsabilidad de dirigir y auspiciar, referente y faro de la grey, miran para otra parte.  Mientras, recogemos los escajos de la gran zarabanda libertaria del pasado. Todo en nuestro redondel parece que pincha: los rostros, las palabras, los titulares de los periódicos, los discursos en el parlamento. Es la hora del vértigo y de los remordimientos de conciencia. Pereda, que tanto abominaba de la política encarnada por el rostro de Espartero, el héroe de Luchana, huía de ese mundo ficticio de los salones y de las largas parrafadas de los periódicos. El cuerpo le pedía Montaña. Pese a ello, la carne pecadora no hurta el cuerpo al cinismo in ánima vili. Mas, disgresiones aparte, Pereda es el primero en dar la voz de alerta y este mensaje de dolor y cordura vendría avalado por mosén Cinto Verdaguer. El poeta catalán, contemporáneo del autor del Sabor de la Tierruca también barruntó que se avecinaba guerra civil. Ésta tuvo un primitivo contexto religioso. Pereda deja caer la profecía en boca de sus personajes, lo mismo que el poeta catalán quien también sufriría persecuciones de su obispo, Murgades, salidos del magín de un señor tan poco sospechoso de herejía, de derechas de toda la vida, carlista al igual que el poeta de la Canción del Canigó. Ambos no lanzan una diatriba contra el dogma y la tradición sino que hacen una reflexión en voz alta sobre la moral de algunos clérigos y su falta de ética. Y acerca de adónde nos puede llevar el apoltronado clericalismo trasnochado de la sociedad española finisecular. Clarín, que como digo era un místico, se une igualmente al coro. La cuestión religiosa es el eje cobre el cual gira el argumento de la novela que nos ocupa. Que es de las denominadas de tesis en la forma de narración costumbrista. Abordada desde el punto de vista de un español profundamente religioso que se escandaliza de las puerilidades y gazmoñerías de los sectores papistas exaltados cuya piedad finca en el despropósito y su conducta de doble pauta poco recomendable. Sus mañas traen a la memoria la infausta imagen de la monja inglesa que pontificó bajo el nombre de Juan VIII. De hecho, el cura de Valdecines, que “es un santo”, nada se parece al magistral ovetense, Fermín de Pas, emblema de la altanaría, el lujo y la riqueza. El cura de aldea vive en la pobreza y la humildad una vida ejemplar, no se mete con nadie, pero tiene un ama que lo trae por la calle de la amargura con su chismorrería noticiera y destripacuentos. No olvidemos que estamos en el país de Celestina y esta dueña, que escucha de detrás de las paredes y espía por el hueco de la cerradura, anticipa a las comadres de la prensa del colorín. Es por esta sirvienta que cunde la novedad del noviazgo entre el joven médico hijo de Pateta, “que pedía iglesia”, dispuesto a renunciar a su convicciones ateas en aras del amor que siente hacia la mayorazga, por toda la aldea. Las malas lenguas se encienden y ocasionan que el pretendiente despechado, al oír que busca dineros y no amor en la doncella, opte por despeñarse por un barranco. La rectoral es una isla de paz en medio del arbolado océano de codicias, malos quereres, y de lujuria que embarga Valdecines. Bastián representa a todos estos pecados capitales. Pero la bondad del preste no basta para contener la furia del huracán de intrigas y su escasa ciencia teológica colma la medida y la curiosidad de un ateo convencido, un hombre de mundo, como es el hijo de Pateta. Las respuestas que da al neófito son desvaídas. Fraseología sin contenido. Explicaciones insípidas. Evasivas y lugares comunes como contestación a los grandes interrogantes de la existencia. Aun no había nacido Teihard de Chardin. La Iglesia siempre suele llegar con veinte minutos de retraso. Cuando no son siglos. La rivalidad ciencia y razón sigue su ruta. Cada una por senderos diferentes. Bastián, el labrantín embrutecido, a instancias de don Sotero que lo convence, se decide a forzar a la muchacha. Precisamente en la maravillosa noche de San Juan cuando media España danza al borde de la hoguera, transida de canciones y añoranzas. Es la fiesta del amor y la renovación por el fuego de la vida que no cesa. El valle ardía como un ascua bajo la luna. Se colocaban las enramadas. Por doquier se escuchaban los cantos de ronda y los conjuros mágicos. Toda esta belleza se contrapone a las maquinaciones diabólicas del hijo espúreo del usurero que acude a la cita que le había diseñado éste ahíto de vino. He aquí una dualidad infierno paraíso. La existencia es una pugna sin fin de ambas fuerzas opuestas. La encerrona que había urdido el avaro no surte efecto. La ausencia del baile de Bastián había suscitado sospechas en Macabeo que se cuela saltando la tapia desde las ramas de una higuera a la alcoba donde el intruso se proponía consumar su propósito. Gana el bueno pero se detecta cierta artificio en el pergeño de la aventura. Pereda es mejor descriptor que narrador. Sus argumentos, aunque algo pretenciosos, dejan al descubierto flancos menos sólidos. Hay ocasiones en que corta por lo sano y se nota su tendencia a utilizar el “deus ex machina” y comodines fáciles del convencionalismo de folletón. Sin embargo, sus acuarelas del paisaje montañés no tienen rival. Por ejemplo, la rapidez y brillantez como nos describe la rectoral por una de cuyas ventanas asomaba sus ramas un manzano y detrás del árbol se mostraba el paisaje de un valle de ensueño. Sus libros son perfectos marcos edénicos. Hasta se escucha el tintineo de los cencerros de las reses que pacen en el ejido. Allá en el fondo de la artesa policroma y festoneada de prados que recuerdan a un tapiz verde enmarcados en rodetes de avellanos y zarzales presentan sus quimas al sol, como la guarnición de un regimiento que rinde honores, los bosques de las riberas. Se hace un claro y aparece el río, un hilo de plata que llena el aire de reverberos y de fulgores. Siempre hay vida crepitando en el fondo del desfiladero. Planean los azores y una banda de verderones huyen a toda velocidad de los pájaros de presa. Se escucha el relincho de un caballo confundido con el tañido de una campana que toca a vísperas en la atardecida estival. “Tiene que haber un Dios, esto no ha empezado porque sí, tuvo que existir premeditación proteica, ayudame, Señor a encontrarte.  Tu creaste a Águeda y eso me basta” razona don Fernando en sus cavilaciones. Pero lo que hay son dioses que aguantan la mirada de la vieja Hécate de blancos pechos, calva y la cara manchada que esparce sobre la tierra un brillo lento que da ditas de oscuridad y de noche a los amantes y enronquece sus gargantas sanjuaneras en el desvarío del vino y los cantos de bacantes. Selene reina en la fiesta del fuego. Ya es casualidad. Mientras se esparcen por el valle el eco de los coros de mozos que salen de ronda. El dios de los judíos es un Zeus oscuro y de malos modales y de un puritanismo estricto que se compadece poco con la paganía practicada por la humanidad durante miles de años. En el Norte no se deja de creer en él porque así SIR[i] lo ordena, pero la cabra siempre tira al monte y en la noche augusta de San Juan de creencias trasfundidas el pueblo vuelve a poner en sus pies y en sus labios la agitada danza de Pan. Son deidades más amables que al menos se ríen, tienen líos con los mortales y hasta con las hetairas del Hades, o empinan el codo para aplacar su ira o el despecho. Jehová no lo hace nunca. Desde lo alto de los riscos Ojanco asoma su rostro de cíclope. Pagano y señorial, se sube al pavés de los gollizos escarpados de la cima de los montes. Mueve de un lado para otro como un periscopio que busque la colimación precisa para catalogar de lo alto las aldeas donde tuvo adoradores antaño, hasta que llegaron los misioneros irlandeses y los monjes ingleses de la primera regla de san Basilio y san Columbano y le quitaron el puesto. Cesaron los sacrificios y las laureadas en su templo. Él quedaría sólo y compuesto con el único ojo que le quedaba. Y cuentan los advertidos que lloró. Es el Polifemo de los celtas. Sus movimientos torpes y su lengua estropajosa advierten que se ha dado a los excesos del vino. Al tuerto de los montes cántabros no se le escapa una. Cataloga al instante y con una sola pupila alcanza a ver, como por un catalejo, tanto como si tuviera dos. El disco de Hécate le hace añorar los alegres días del Olimpo cuando era mozo. Por más que inmortal, siente los muchos años entre las piernas. Por eso está borracho. Porque hay cosas que se escapan a su control.  En cierto modo le dan pena los mortales “chismosos, cizañeros, baldragas” y vierte desde el lagrimal del ojo bueno su llanto macroscópico sobre Valdecines. Al asubiarse el sol, Ojanco se ha asomado al valle de la mano de la luna.  Resucitaron con él los viejos gigantes. Uno de ellos, san Cristobalón que como Prometeo carga sobre sus espaldas los pecados y dolores del mundo o como Miguelón el Arcángel que sustituyendo en sus funciones a Esculapio tras el trasvase de poderes del paganismo al cristianismo afina los cachivaches de su romana al objeto de pesar las almas, las cuales esperan afuera de  la Laguna Estigia, el limbo o el purgatorio, para su catalogación y ensilaje. El ojo del Polifemo celta aparece esculpido en las estelas circulares del Valle del Buelna que recuerdan por su trazado a una cruz enmarcada en el espacio redondo. Es la esvástica. La rueda mágica, la cuadratura del círculo. El movimiento continuo de la vida. Símbolo de la reencarnación en el que creían los pueblos indoeuropeos como recuerdan los cipos funerarios a la cabecera de la tumbas irlandesas. En Fuentesoto de Fuentidueña a cincuenta leguas de esa localidad cántabra presiden la tapia de un cementerio misterioso donde parece que la soledad es tan elocuente que a través de ella los muertos quieren decir algo al viandante que se encarama hasta el cerro. El viento de las parameras aúlla un mensaje sin confines: “Yo al tiempo me lo domino”, creemos oír. Y es que el Ojáncano habla, como ve, al derecho por su ojo torcido. He aquí una única pupila que todo lo abarca. La cruz es un pozo sin fondo. Antes de la tarde del Gólgota en multitud de grafías y murales ya parecía regir los designios del orbe. Representa lo que gira. La tierra es abrazada entre sus aspas. El cura de Valdecines gime bajo el peso de la carga que le encargó el obispo. Pies quietos. A la chita callando has de sustituir a Jesucristo por los fantasmas mitológicos, pero la querencia de los ídolos vuelve en días tan significados como la del veinticuatro de junio. Judíos moros y cristianos por una vez se ponen de acuerdo y rinden culto al esenio. La voz que clamaba en el desierto vestido de áspera marlota y convertía a las multitudes en el Jordán. Es una personalidad gnóstica del que dicen poco las escrituras pero que tanta importancia ejerció a la hora de modular los sentimientos de las antiguas supersticiones que se bautizaban bajo su concha. Los viejos dioses desconocidos son desplazados por el Degollado que hizo el primer gran milagro de que las fuerzas oscuras se transformasen en santos. Uno para cada necesidad y par cada día del año. Allanaba los caminos del que habría de llegar. El precursor bautizaba en agua pero su primo bautizaría en el Espíritu. ¿Habrá que creer estas cosas sólo por el mero hecho de que son increíbles como diría Tertuliano? He vencido al tiempo. Los años, la generaciones, los siglos, las eras los tengo subyugados. Al buen párroco se le había asignado un cometido de Argos poner a Zeus la túnica de nazareno, amarrarle fuerte para que no se fuese de picos pardos con las diosas del Olimpo, traerlo al redil, conseguir que formula el voto de continencia. Si no puedes lograrlo, sé cauto al menos. Ten tus barraganas pero con disimulo. Que no se entere nadie. Algún escriba malintencionado le robó el fuego a los dioses, cuando mandó predicar amor a los enemigos. Le dio la vuelta al argumento. Los barbaros del norte cambiaron de chaqueta y se bautizaron en masa con todo su pueblo. Los antiguos templos paganos se convirtieron en iglesias juraderas.  Y los pretores en arzobispo, conservando el palio de su antigua investidura pagana dentro de la nueva fe. Para Clodoveo. Para Alfredo. Para Ludovico que acudieron a recibir las aguas crismales con todos sus súbditos. Panagia pasa a ser la Theotokos  ante los protestos de Nestorio que se hacía una pregunta asaz congruente en Efeso. ¿Pero puede Dios tener madre siendo eterno y careciendo de principio ni fin? A lo cual encolerizado responde Atanasio que únicamente según la encarnación Jesús nació de María virgen. Misterio incomprensible. Entre los Siete Varones Apostólicos y Leovigildo hay un espacio blanco que los cronistas mas avisados de la historia de la SIR no han podido llenar. Es como recomponer el rompecabezas de un mosaico bizantino. Entramos aquí en el laberinto. De tarde en tarde los paisanos de la braña quieren volver a ser como las deidades en las que dejaron de creer. Potan la crátera llena hasta los bordes de nepente, la bebida del olvido.   Ojanco por entre las sediciosas nubes asoma su aterrador jeme. En su vagar inconsistente se deshace el nudo gordiano. Los ermitaños entre las cuevas bajan del despoblado a que les laven la muda y algunos aprovechan para echar una canita al aire. De la cayada pendía la carcajada de Simón el Estilita. No se puede abrazar la vida contemplativa del yermo sin un poco de cinismo. San Pacomio no se lavó una sola vez en su vida por mor de no caer en la tentación. Satanás indefectiblemente tenía por costumbre aparecerse en la forma de una garrida hembra de buenas partes. Él la hacía salir de la cueva blandiendo una antorcha encendida y murmurando un latinajo “de bonis mulieribus non est notio”( nunca se oyó que hubiese una mujer buena, caramba). Y he aquí a un cura de pueblo que tenía ya, como sus latines, los tratados de teología empolvados, siendo interrogado por un agnóstico de buena fe pero que trata de volver al redil de la Iglesia por amor a su Águeda. El rústico abate suda, resopla, se palpa los treinta y tres botones de la sotana de cachemira. A causa del uso esta prenda por los hombros se estaba volviendo de un color pardo. Ya era vieja. Como el que la llevaba. El visitante con sus dudas le coloca en un aprieto, pero él le propone una método a seguir en su camino de regreso a la fe. Mientras, las fuerzas oscuras seguían trabajando. Allí estaban las cohortes de la desconfianza, las testuces de la murmuración, las centurias del egoísmo, que tiraban para abajo. Las manos sacerdotales pretenden sacar al pobre náufrago del pozo de la desesperación. A veces la gracia no puede contrarrestar la primera de las leyes naturales, la fuerza de la gravitación universal, y se reconoce impotente y vencida. Los cuerpos son para la tierra, tiran hacia abajo, mientras las almas quieren volar. El vulgo resentido, la grey de cristianos viejos, invoca antiguos prejuicios y privilegios, para calificar de hereje a un agnóstico que intenta creer. Por misterios de la condición humana la bondad y la nobleza sin puestas fuera de combate por las huestes de Satanás. El Pateta se muestra de súpito y cuando nadie lo espera. En plena noche de san Juan, cuando el tiempo se detiene ante el ara sacrosanta del solsticio estival. Cuando las gentes se afanan en buscar la flor del agua y piden amparo al culiebre y a las ondinas o saltan sobre las hogueras de retama que iluminan la sombras con el fuego de la purificación. La Montaña rinde culto a los viejos ídolos en un intento por regresar al sincretismo telúrico. Se escuchan las voces ancestrales del suelo y de la sangre y las gentes intentan ser paganas. Pales pone música de fondo a esta algarabía extendiendo su manto protector de pastores y de ganaderos que amaban la juerga, el pandero y las noches sin dormir.  Los gaiteros vienen tras ella. Música de chirimías y el ronco sonar del paloteo que acompaña a los brincos de la danza prima. Las fuerzas oscuras no son otra cosa que un inventario de las casualidades y misterios de la biología. La lechuza vuelva de rama en rama ocultando su lúgubre grito que tiene algo de hilarante y burlón entre las hojas de los copudos robles. Es el pájaro de Minerva. Cuanta más sabiduría acumulas menos sabes. Y cuanto más sabes, más sufres. El baile es una plegaria que se hace con los pies en honor de la divinidad oculta. Besos estallan en la oscuridad. El amor pagano triunfa entre risas y gemidos. Los pecados arrastran su peplo por le camino. El cura no sabe qué hacerse. Se siente desbordado por otras presencias. Su religión enseña la abnegación, el dominio frente a las inclinaciones de la naturaleza pero tales instrucciones no constituyen sino retórica. No otra cosa es la doctrina eclesial almacenada en unos cuantos librotes insulsos. Pales ven a reinar. Baco y Afrodita te hagan escolta. Bastián no puede consumar su violación. ¡Todo es tan nuevo y tan viejo a la vez! Mientras, resuenan por la hondonada los ecos de los cantos de ronda que van a perderse a los pies de las estrellas impávidas. Son las resonancias magnéticas de un mundo entregado a su liturgia órfica de venerables y antiguas cadencias y para las que el corazón de la vieja España siempre tiene puesto un altavoz. He aquí a la vida que se renueva. Brota y renace la savia. Las parejas se aparean. La llamada de la sangre. Celo estacional en los animales y en el hombre y en la mujer sin cesura. Y en esto Macabeo, apercibido de los siniestros planes de Bastián al que el usurero emborracha antes de ir a cometer la vileza, trepa por un breval contiguo a la tapia del domicilio y coge al violador y a su víctima in medias res. Águeda lo considera un enviado del Cielo. Era la Virgen María que había escuchado sus plegarias impidiendo la consumación del ultraje. Pereda narra la escena a lo vivo con su peculiar estilo donde se dan cita la potencia imaginativa con la exactitud estudiosa del lenguaje. Es el suyo un castellano en adobo de cachaza y buen humor con resabios de sorna aldeana. Relata, no predica. En esta obra se hace el retrato de una España rural hacia 1879 que es cuando está datada la entrega. Coloca sus potentes anteojos en la atalaya de mando. Realiza una colimación muy audaz del universo que brilla dentro. Nos describe un planeta psicológico con variedad de tipos. A través de su pluma conocemos cómo respiran y qué piensan los contemporáneos del novelista. De qué pie cojean. A qué aspiran. Su golpe de vista es certero. La vista de Pereda parece la lente de un poderosísimo telescopio con buena escala, o microscopio, según se quiera, capaz de ver las cosas como son.  Al natural. Enfoca para Valdecines y nos da a entender que pese a su ubicación ideal inter montes no es la meliflua Arcadia sino más bien un aparatoso infierno donde reina la mezquindad. El hombre sigue siendo lobo para el hombre. No hay mejora. El discurso, un tanto tolstoyano y fatalista, en su tono patético, trae a mientes reminiscencias del modo literario ruso, pero Pereda es un español chapado a la antigua de talante libérrimo, sólo embridado por sus creencias y carencias religiosas, que comprende y ama a su país, aunque le duelan sus defectos. Entiende el drama de las dos Españas. El eco de los cantos se pierde camino de las impávidas estrellas. Son resonancias magnéticas de un mundo feliz. La vida que se abre paso. El tallo que brota. Los pájaros hacen boda mientras el rebeco en su berra llama a la hembra. Todo lo que vuela y todo lo que corre se entrega a una cópula ininterrumpida de sol a sol.  Es lo único que diferencia a las bestias de los hombres. Ellas se aparean en el celo estacional mientras en el ser humano la libido es constante.  A todo esto, Macabeo apercibido de los siniestros planes de Bastián al que el avaro previamente emborracha trepa por un breval contiguo a la tapia del dormitorio donde la muchacha es retenida de rehén y coge al violador in medias res. La victima lo considera un enviado del Cielo. Por fin la Virgen a la cual ella invocó aterrorizada ha escuchado sus súplicas impidiendo la consumación del ultraje. Pereda narra la escena a lo vivo con su peculiar etilo donde se dan cita la potencia imaginativa con la exactitud del lenguaje adobado de cachaza, un sentido del humor metido en agua de sorna aldeana. Cuenta cosas. No predica. En esta entrega que data de 1879 hace el retrato de la España rural durante la Restauración. Coloca sus potentes anteojos en la atalaya observatorio de su bravía casona y a través de una colimación minuciosa coloca al lector ante un universo que brilla dentro. Nos describe un orbe psicológico. A través de la pluma perediana conocemos cómo respiran, qué piensan sus contemporáneos. Y de qué pie cojean. Cuáles son sus aspiraciones. Su golpe de vista macroscópico tiene el poderío del del agua caudal. Enfoca para Valdecines y nos da a entender que pese a su ubicación ideal inter montes no es la meliflua Arcadia soñada sino un averno de pasiones donde reina la mezquindad, la maledicencia y la malquerencia de unos con otros. El hombre sigue siendo un lobo que por una inclinación atávica o por idiopatía ingénita se dedica a fagocitar a sus semejantes. Le gusta simplemente hacer daño. No hay mejora. Entretanto, y sin perder ripio, cabalgan Quijote y Sancho. Ante tanta contradicción como le envuelve al autor de Peñas Arriba de los labios del escritor parte un suspiro de resignación o tal vez de rebeldía. Pereda es un especialista en estos tacos de resignación admirativa que plagan sus libros donde no hay palabrotas: cáspritis, aticuenta, carafles, bodoques, trastajo, pantoques y carpanchos. Por vida del chápiro verde, voto a bríosbaco y otras expresiones de furor. Juramentos a la antigua que carecen del matiz coprólogico y vulgar en el que hoy se adentran nuestras conversaciones. Son rancios vocablos que maciza en su prosa y sirven de cebo del donaire. Pereda es un escritor de mar y de montaña a la vez de pluma nerviosa y lábil que parece que se dispara al rodar por la pendiente de gargantas y desfiladeros de la comarca de Potes. Sus párrafos retumbantes y llenos de colorido recuerdan a las aguas bravas del Río Ebro al nacer en Reinosa por cascadas que brincan sonoras de peña en peña. Si la prosopopeya valiera para algo, su retrato ¿qué nos diría? Ha aquí un caballero de rostro alargado, magro de carnes, gesto severo, mirada de lince bajo las dioptrías de su monóculo, tagarote venido a menos, persona algo crédula y entusiasta, de talante bonachón mas algo colérico, también un poco coqueto, aunque solterón, gastaba tupé como don Práxedes Sagasta. Bajo su sombrero de ala ancha y embutido en su anguarina pasada de moda se esconde un soñador marcado por los desengaños y vacilante en las viejas convicciones. Le ha tocado defender un mundo que se derrumba y en el que sólo cree a trancas y barrancas. Se ha cansado de fustigar a los comilitones del sensacionalismo y las corrupciones y bobadas de los señores diputados de la Carrera de San Jerónimo. Ha asumido el oficio de profeta y no se cansa de repetir que España se va a la hoyo. Su estilo es sesquipedal[ii] pero aunque con algunos repámpanos no cae en la elación ni el hinchamiento de los decimonónicos. Es un señor de campo que lo mismo baja a Santander para buscar un remedio a sus vacas que padecen jaldía[iii] que entra en los figones de Puerto Chico a comer marmita con los pescadores. No es casa con nadie. No es un baldragas ni un melifluo. Le gusta llamar a las cosas por su nombre. Tiene por costumbre echar mano de paremiologías, pues su decir es sentencioso, como aquel que dice: “Todas las gentes me dicen cómo no te casas, Juan. Las que me dan no las quiero y las que quiero no me dan”. Como buen cuentista es algo chismosón. Lo que le coloca a un tris de la socarronería. Ama la vida y en cuanto a ideas defiende la tradición por más que para eso tenga que hacer encaje de bolillos con vista a atar cabos. Por lo que sus novelas de tesis son una iniciación al arte de la esgrima psicológica. Su mirada es limpia y aguileña. Debió de ser poco tolerante con las flaquezas de los que le rodeaba. Se había vuelto misántropo al fin de sus días. Sin embargo, no le duraban mucho sus prontos. El asco que le inspiraba el caciquismo lo remediaba con su entusiasmo por el paisaje privilegiado de los Picos de Europa. Galdós podrá tener un arte de narrar más certero pero es más aburrido que él. El canario va a lo seguro mientras el montañés se encarama muy pronto a sus riscos. Al que más se parece, cada uno en su orilla, es a Clarín. Sus obras ciñen bien el viento. Orzan la nave de la misma manera. Pero mientras el uno idealiza la aldea en sus cuentos morales el otro la detesta. Ambos se sienten muy a gusto contemplando y describiendo el paisaje. Pueblo chico, infierno grande. Pereda era pesimista sobre la condición humana. Era también católico, feo y sentimental lo mismo que Valle Inclán. Es también carlista y se siente abroquelado en una forma de vida del pasado al cual no puede renunciar y que únicamente le depara disgustos. A su entender la Iglesia viene a ser el comodín de la costumbre. Rara vez Pereda pone al dogma en tela de juicio y se aferra a la fe del carbonero mientras Alas, como buen místico, intenta encontrar otros caminos y fustiga la moral de situación del clero trabucaire y salaz. A diferencia de su vecino de provincia, don Leopoldo era un liberal de cuerpo entero. Pero, como los hombres han de estar por encima del bardal de las ideas, unos y otros se llevaban bien y hasta llegaron a entablar un flujo de correspondencia interesante.
9 de abril de 2002 







[1]El profesor Alarcos sostiene la tesis de que el bable como lengua exenta o diferenciada del castellano no existe. Se trata más que de una variante del viejo romance, al que solo dan a entidad su entonación cantarina y algunas tendencias modales arcaicas peculiares, como pudiera ser la utilización del pronombre posesivo como artículo determinativo, “mío pa”. Las explosiva f que no presenta aun formas aspiradas como en farina, formica, facer y ferrada. La diptongación suavizante [azeuxis] tan característica de los hablantes norteños; verbigracia, fuina. Cierta tendencia a la nasalización (se puede identificar a un hablante de Oviedo por como pronuncia las enes casi a la francesa, muy agudas y oxítonas. Remanencia de las linguopaladiales. Todavía dicen llera por lera o glera. Ausencia total del yeísmo. Utilización de la voz pasiva en el verbo, y del pretérito indefinido con preferencias al pretérito perfecto. La aféresis.: Poldo el del molín. Y el apócope.: ¿y de que nos val? Por vale de qué nos vale. Pronombres enclíticos: dixomelu el paisanín.  Etc.
[2]La papisa Juana que reinó con el nombre de Juan VIII, en primera mitad del siglo Nono, es un caso singular de travestismo en la historia del pontificado. Como Tiresias cambió de sexo. Convirtió la cátedra de san Pedro con sus imposturas y sacrilegios, en silla coprónica. Las malas lenguas señalan que ciñendo la tiara sobre sus rubios cabellos esta inglesa tuvo un hijo de su camarlengo el joven Floro que a su vez había sido engendrado de una ramera de Roma por su predecesor en el cargo, Urbano VII. La papisa de origen sajón había profesado en el monasterio de Whitby como varón enamorada de uno de sus monjes. Ambos amantes cruzaron el canal de la Mancha y tras una serie de vicisitudes y peripecias por diversos cenobios benedictinos como los de Fulda, donde se instalaron como copistas de  códices llegaron a Constantinopla. En oriente se deshace la fraternidad. Frumencio queda instalado como monje en el monte Athos mientras que Juana emprende la travesía por mar hacia la Ciudad Eterna disfrazada bajo la cogolla de san Benito. En la corte de san Juan de Letrán deslumbra por su sabiduría a los obispos y cardenales. A la muerte de Urbano el pueblo romano la alza sobre el pavés y es coronada pastora de la cristiandad. El nombre de la papisa ha cebado las cajas de guerra de la leyenda negra contra el Vaticano. Es una flor negra que florece en plena edad de hierro del pontificado, una institución que surge de la voluntad de Carlomagno asistida por sus consejeros judíos, en pleno apogeo del sacro imperio germánico. Para convencerse no hay más que echar manos de las actas de Pepino el Breve el cual proclama los estados pontificios.



[i].Iglesia Romana.
[ii].Sesquipedal, largo, dilatado, oceánico.
[iii].Opilación.
DE TAL PALO TAL ASTILLA. CENTENARIO DE JOSÉ MARÍA DE PEREDA



Antonio Parra












































Oiréis que se dijo: “pueblo chico, infierno grande”. En parte toda la novelística de José María de Pereda se centra sobre tal ocurrencia sin encontrar otra solución que una huida hacia la naturaleza como remedio a las pequeñeces de la mente y el humano sentir.   Hay una colisión irreparable entre el pensar grande y el párvulo vivir de nuestras existencias cotidianas destinadas al fuego del fracaso o la pira del olvido. Y es que en medio de un paisaje arcádico, donde se percibe a cada hora de sol o en las mismas vigilias nocturnas con un pueblo acurrucado entre montañas bajo la luz de la luna, y vigilado por cimas ciclópeas que se alzan como dioses encaramados, hitos telúricos, deidades oscuras emanadas de lo más profundo de la tierra, se desarrolla la acción de “De tal palo tal astilla”, un estudio cabal de la hipocresía y una de las novelas de ambiente rural cargadas de mensajería, invitando a la reflexión no sólo sobre el latido de las pasiones del hombre decimonónico sino también de la condición humana de todas las épocas, de suyo ruin. Pereda, en esta entrega, y de una tacada, realiza una radiografía exhaustiva de la avaricia (don Sotero el usurero), el amor mojigato y con intereses de Águeda, bella muchacha pero cargada de prejuicios, fruto de la mala educación religiosa de la época. En la configuración de esta mentalidad torcida tienen que ver mucho los curas, monjas y frailes. En cambio, uno de los personajes más limpios y generosos que cruzan las páginas es Fernando, el hijo de un médico volteriano al que apodan “Pateta” (referencia al pata de cabra o sátiro con que la imaginación popular antigua representaba al diablo) y que se enamora de la rica heredera, Águeda. Sin embargo, su  pasión, en un ambiente de comidillas, murmuraciones y habladurías de Valdecines, “habitado por gentes cristianas pero maliciosas y suspicaces” de que el mozo  aspira a la mano de la rica legitimaria no tanto por amor como los dineros de la hacienda. ¿Por qué me quieres, Andrés? Por el interés. El autor nos mete de a hecho en medio de un ambiente cargado de maledicencia, de segundas intenciones, que llega a resultar opresivo. Lo que son los pueblos. Bastián, hijo fornecino de don Sotero, y que el hipócrita pretende casar con Águeda, para quedarse él con la hijuela, vendría a representar, la fuerza bruta. La escena del intento de violación por parte de Bastián abortada in medias res por Macabeo que entra en la habitación donde la protagonista intenta zafarse de la lascivia del bestia de Bastián implorando la ayuda de la Virgen y rezando el rosario, trepando por un breval es una de las mejor conseguidas, por la intensidad y trepidante descripción del relato, en toda la novelística española.  Cuadro duro y con suspense que hace pensar en películas antiguas de Alfredo Hitchcock o en novelas de Edgar Alan Poe. Todos conocemos las ideas del escritor montañés. Unos crían la fama y otros cardan la lana. Y los juicios que dispersa en este libro escéptico y bañado de tristezas perturban el clisé de  derechismo ultramontano de él preconcebido. Tiene que ser precisamente él, un ultramontano, quien denuncie los abusos de las mentes retrógradas. A trancas y barrancas se esfuerza por salvar la virtud de la heroína pero tiene que condenar al suicidio al bueno de Fernando que había cometido el “atrevimiento de poner en tela de juicio las verdades fundamentales y las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia”. Sub límine, late una el desencanto de Pereda con aquel género de vida rancio y cargado de prejuicios. Levanta la tapadera de la olla ferviente al tiempo que nos presenta un drama de pasiones rurales que se desarrolla en el último de los paraísos perdidos. Potente, seguro de sí mismo, y con pluma certera y elegante, traba un cuadro narrativo que es hoja de filiación del Santander y de las Asturias en general de la segunda mitad del Decimonono. La novela, todo un manual de psicología agraria y balance sociológico objetivo y realista de las cosas como son y no como debieran ser, se publica sólo un lustro antes de La Regenta. El argumento, salvados algunos matices, es parecido y la intención poco más o menos. El estilo también, brillante.  En ambos casos sendos escritores hacen acopio de la manera de decir montañesa. Asturias, como se sabe, se divide en dos categorías hablantes: una, los que, cuando van a la hierba, llaman a la zoqueta para afilar el dalle colodra y, otra, los que la dicen zapico. Dos bandos , dos terminologías para un mismo concepto. Pereda pertenece al primer grupo. Clarín al segundo. Sin embargo, la hierba que amontan en el almiar es la misma. O parecida. Tanto el uno como el otro aman profundamente la naturaleza asturiana y la santanderina pero critican un poco la intolerancia de sus villorrios y aldeas poblados por cristianos viejos de mentes algo retorcidas. Pueblo chico infierno grande y la Iglesia parece que se regodea de la ignorancia de sus feligresías. Este analfabetismo es buen caldo de cultivo para su medro. Para los curas chirles el santo temor de Dios no es el principio de la sabiduría. Más bien, lo contrario. El conocimiento allega dolor y crítica contra los valores establecidos. Vénganos el tu reino pero que no sea ahora mismo. Por el momento, la fe del carbonero. ¿A qué meterse en camisa de once varas? El cura de Valdecines es un santo varón de Dios pero corto de luces y carece de respuesta a las dudas contra la fe  que le presenta el hijo de Pateta. Traza un plan para su conversión. Es un método gradual y paso a paso que le va a servir de poco porque su postulante, desesperado por las habladurías, opta por arrojarse desde una roca tajada. Al escribir De Tal Palo don José María derrocha fuerza y hace un alarde de dominio omnisciente, tan importante en novelística. Que los hechos que narras no se te sobrepongan . Que tu lleves siempre la rienda. Y no se te desmanden los jacos de la cuadriga. Tú, autor, siempre controlas, galga en ristre, desde lo alto de la berlina. La novela es el arte de atar cabos. La perfecta y congruente sindéresis. Una verdadera delicia es, en su caso, la lexicografía. Esa forma de hablar castiza y precisa en castellano rotundo y eufónico llamando a las cosas por su nombre. En la descripción topográfica del escenario grandioso de las quebradas que lo vieron nacer pocos le ponen un pie delante.  Pereda es un Argos de la hipotiposis literaria. Resulta, por contera, que el escritor santanderino es más liberal de lo que creyéramos y menos carca -velay los prejuicios- de lo que se supone, aunque su vieja fe cristiana es recia. En los retratos que nos quedan de él, de señor chapado a la antigua, con balandrán de catorceno y monóculo, tiene cara adusta de un rebeco siempre a punto de triscar de risco en risco por los sacrosantos fueros de la tradición. Debía de haberle dado Dios un genio vivo y cascarrabias. De mil demonios debía encontrar su ama al viejo solterón de la casona de Tudanca las mañanas que se levantaba con el pie izquierdo. Pero sus rabietas se acababan pronto. Debía de ser, como todos los Contreras, algo contradictorio. Agraz por fuera. Dulce por dentro. Más ruido que nueces. Perro ladrador poco mordedor.  Hay traza de genialidad en la forma como nos presenta a don Sotero el meapilas fariseo y avariento a quien remata en los últimos trancos del libro con una angina de pecho. Una corazonada tal vez. A veces lo que uno escribe se cumple. El autor de La Puchera moriría de lo mismo. El arte de la literatura tiene aspectos misteriosamente oníricos que nos ligan a los humanos con la antigua profecía y la quiromancia. Casi todos los buenos libros son premonitorios. Pero la grandeza de esta novela no para ahí. Hay un estilo maravilloso. Inimitable. Él siembra pautas. Traza caminos que nos llevan a conocer los giros y las peculiaridades de una región. Hay dos bables, insistimos: el de las Asturias de Oviedo, desde Parres a Ría de Eo, de los que llaman zapico a uno de los aperos más utilizados por el Norte y los de las de la Montaña que lo designan colodra, desde san Vicente de la Barquera hasta Potes. Pero juntos denominan a ciertos pájaros de la misma manera: la negra miruella o miruello de pico largo y hondo como una laya que escarba el futuro, o el pomposo tordipollo o la picara aguzanieves que abreva junto a los cilancos. Los asturianos conocen como pala a secas al trente o tridente, lo que en ciertos recodos de la España citerior, allí donde adentra sus manantiales del idioma Castilla la Vieja apelan gario, voz vascuence, lo más probable, igual que murio y murias (montón de piedras), carro, corral, etc. El primero es renuente a la jota que dicen trajeron a España los moros: xatu y xata, mientras los de Santillana del Mar ofrecen una prosodia más evolucionada, porque acaso estuvieran más en contacto con la Meseta que sus vecinos al otro lado del puerto del Escudo. Así, pronuncian: jato y jata por novillos y novillas uncideras. Un poco más abajo llamarán a este torito que aun no ha cumplido dos años choto. Se encuentran múltiples variantes en el bable occidental y en el oriental[1] pero hay términos aldeanos que no varían en una y otra de las modalidades de las dos orillas de la ría: quima, narvaso, asubiar (poner a cubierto el ganado). Algunos hablistas exaltados de ahora mismo debieran hacer cura de humildad leyendo a Pereda. Pero los de una y otra zona encumbran el carro y echan mano de la sarzuela para que no se entorne. Luego “empayan” toda la balumba a través del boquerón del pósito. Si hurgas en el fondo de cualquier español te encontrarás con el alma de un pajar, donde duerme el pobre y donde fuimos engendrados muchos de nosotros. Que era en ese lugar donde las parejas se escondían para hacer el amor. ¡Ah la “vita bona” que ahora echamos en falta, el sabor de la tierruca, la aldea perdida y encaramada en los recuerdos, retaguardia de toda una estirpe que ha visto como han quedado francos de servicio a impulsos de la tecnología aquellas antiguas palabras que decían tanto! Hoy, caídas en desuso y tan añoradas a medida que el idioma se empobrece.   El espíritu indomable de los ultramontanos ariscos vuelve por donde solía. Se pretende crear un idioma vivo y en continua evolución donde sólo  hubo una lengua muerta y hoy fenecida al pasar a mejor vida toda una civilización de matiz campesino, sin asiento literario apenas. ¿es atavismo o es inducción foránea? Quieren entronizar a un dialecto, uno de los más hermosos del castellano plus minusve, eso sí, de buenas a primeras y ad nutum, en conformidad escueta con su libre albedrío, conforme les da Dios a entender a los nuevos filologos de aluvión, pontífices de la tan cacareada cosmocracia que no es más que un embuste, y  untados por una mano extranjera, como lingua franca. Una tarea para la cual hace falta no sólo mucha cara sino también bastante imaginación. Con las lenguas no valen malabarismos de prodigiador. No son un conejo que el osado circense se saca debajo de la chistera. En nuestro patrio solar gozaron de categorías de lenguas junto al castellano el vascuence, el gallego, el valenciano, el catalán y el mallorquín. Pero al paso que vamos, se van a sacar diccionarios hasta del castúo. Debe de ser por un atavismo recio. Existen en nuestra historia pulsiones suicidas y de tarde en tarde asoman la oreja. Es tributo de nuestro estirpe con estos bueyes hemos de arrejacar la linde aspérrima. Este es el país de la real gana. En De Tal Palo Tal Astilla se hace una crítica de la sociedad que conoció su autor. Emperejilada por los poderes fácticos de los que traza un análisis objetivo y sin emblema de facción. En su punto de mira está la Iglesia con su “legión de curas ignorantes que socavan voluntades y conocen quien es quien a través del agujero del confesionario (toda información es poder), se enriquecen a costa de diezmos y relaciones fabulosas sobre el Purgatorio”. La barca de Pedro, en boca de don Fernando, consiste  en toda una nube de frailes comilones y lascivos que saquean los hogares sin conciencia, perturban las almas y quitan la paz en los hogares a veces mancillando la honra de las familias. Una gusanera de monjas rebelándose contra las leyes de la naturaleza cantando con voz gangosa salmos en latín contrahecho. Una lista de papas disolutos y crueles como Alejandro VI, la Papisa Juana[2], Julio II. Un tropel de beatas arrepentidas que con sus pecados de juventud repoblaron la inclusa. La Iglesia ha sido mazmorra del entendimiento durante los últimos tres siglos, concluye. La cita es demoledora, pero - relata refiero- no le falta su miga de razón. Es pertinentísima al hilo de lo que está sucediendo en la actualidad, cuando vemos a un babeante pontífice aferrado a su silla gestatoria, que se resiste a condenar, por lo que pueda pasar, los crímenes de los sionistas nazis y los atropellos de ese general israelí con cara de sacamantecas. Los blindados bombardean y cercan con tropas de asalto la iglesia de la Natividad de Belén. En la mente sólo una idea fija: salvar los muebles en medio de las terribles cosas del acontecer diario. El cielo parece empedrado de amenazas, pero los que tienen la responsabilidad de dirigir y auspiciar, referente y faro de la grey, miran para otra parte.  Mientras, recogemos los escajos de la gran zarabanda libertaria del pasado. Todo en nuestro redondel parece que pincha: los rostros, las palabras, los titulares de los periódicos, los discursos en el parlamento. Es la hora del vértigo y de los remordimientos de conciencia. Pereda, que tanto abominaba de la política encarnada por el rostro de Espartero, el héroe de Luchana, huía de ese mundo ficticio de los salones y de las largas parrafadas de los periódicos. El cuerpo le pedía Montaña. Pese a ello, la carne pecadora no hurta el cuerpo al cinismo in ánima vili. Mas, disgresiones aparte, Pereda es el primero en dar la voz de alerta y este mensaje de dolor y cordura vendría avalado por mosén Cinto Verdaguer. El poeta catalán, contemporáneo del autor del Sabor de la Tierruca también barruntó que se avecinaba guerra civil. Ésta tuvo un primitivo contexto religioso. Pereda deja caer la profecía en boca de sus personajes, lo mismo que el poeta catalán quien también sufriría persecuciones de su obispo, Murgades, salidos del magín de un señor tan poco sospechoso de herejía, de derechas de toda la vida, carlista al igual que el poeta de la Canción del Canigó. Ambos no lanzan una diatriba contra el dogma y la tradición sino que hacen una reflexión en voz alta sobre la moral de algunos clérigos y su falta de ética. Y acerca de adónde nos puede llevar el apoltronado clericalismo trasnochado de la sociedad española finisecular. Clarín, que como digo era un místico, se une igualmente al coro. La cuestión religiosa es el eje cobre el cual gira el argumento de la novela que nos ocupa. Que es de las denominadas de tesis en la forma de narración costumbrista. Abordada desde el punto de vista de un español profundamente religioso que se escandaliza de las puerilidades y gazmoñerías de los sectores papistas exaltados cuya piedad finca en el despropósito y su conducta de doble pauta poco recomendable. Sus mañas traen a la memoria la infausta imagen de la monja inglesa que pontificó bajo el nombre de Juan VIII. De hecho, el cura de Valdecines, que “es un santo”, nada se parece al magistral ovetense, Fermín de Pas, emblema de la altanaría, el lujo y la riqueza. El cura de aldea vive en la pobreza y la humildad una vida ejemplar, no se mete con nadie, pero tiene un ama que lo trae por la calle de la amargura con su chismorrería noticiera y destripacuentos. No olvidemos que estamos en el país de Celestina y esta dueña, que escucha de detrás de las paredes y espía por el hueco de la cerradura, anticipa a las comadres de la prensa del colorín. Es por esta sirvienta que cunde la novedad del noviazgo entre el joven médico hijo de Pateta, “que pedía iglesia”, dispuesto a renunciar a su convicciones ateas en aras del amor que siente hacia la mayorazga, por toda la aldea. Las malas lenguas se encienden y ocasionan que el pretendiente despechado, al oír que busca dineros y no amor en la doncella, opte por despeñarse por un barranco. La rectoral es una isla de paz en medio del arbolado océano de codicias, malos quereres, y de lujuria que embarga Valdecines. Bastián representa a todos estos pecados capitales. Pero la bondad del preste no basta para contener la furia del huracán de intrigas y su escasa ciencia teológica colma la medida y la curiosidad de un ateo convencido, un hombre de mundo, como es el hijo de Pateta. Las respuestas que da al neófito son desvaídas. Fraseología sin contenido. Explicaciones insípidas. Evasivas y lugares comunes como contestación a los grandes interrogantes de la existencia. Aun no había nacido Teihard de Chardin. La Iglesia siempre suele llegar con veinte minutos de retraso. Cuando no son siglos. La rivalidad ciencia y razón sigue su ruta. Cada una por senderos diferentes. Bastián, el labrantín embrutecido, a instancias de don Sotero que lo convence, se decide a forzar a la muchacha. Precisamente en la maravillosa noche de San Juan cuando media España danza al borde de la hoguera, transida de canciones y añoranzas. Es la fiesta del amor y la renovación por el fuego de la vida que no cesa. El valle ardía como un ascua bajo la luna. Se colocaban las enramadas. Por doquier se escuchaban los cantos de ronda y los conjuros mágicos. Toda esta belleza se contrapone a las maquinaciones diabólicas del hijo espúreo del usurero que acude a la cita que le había diseñado éste ahíto de vino. He aquí una dualidad infierno paraíso. La existencia es una pugna sin fin de ambas fuerzas opuestas. La encerrona que había urdido el avaro no surte efecto. La ausencia del baile de Bastián había suscitado sospechas en Macabeo que se cuela saltando la tapia desde las ramas de una higuera a la alcoba donde el intruso se proponía consumar su propósito. Gana el bueno pero se detecta cierta artificio en el pergeño de la aventura. Pereda es mejor descriptor que narrador. Sus argumentos, aunque algo pretenciosos, dejan al descubierto flancos menos sólidos. Hay ocasiones en que corta por lo sano y se nota su tendencia a utilizar el “deus ex machina” y comodines fáciles del convencionalismo de folletón. Sin embargo, sus acuarelas del paisaje montañés no tienen rival. Por ejemplo, la rapidez y brillantez como nos describe la rectoral por una de cuyas ventanas asomaba sus ramas un manzano y detrás del árbol se mostraba el paisaje de un valle de ensueño. Sus libros son perfectos marcos edénicos. Hasta se escucha el tintineo de los cencerros de las reses que pacen en el ejido. Allá en el fondo de la artesa policroma y festoneada de prados que recuerdan a un tapiz verde enmarcados en rodetes de avellanos y zarzales presentan sus quimas al sol, como la guarnición de un regimiento que rinde honores, los bosques de las riberas. Se hace un claro y aparece el río, un hilo de plata que llena el aire de reverberos y de fulgores. Siempre hay vida crepitando en el fondo del desfiladero. Planean los azores y una banda de verderones huyen a toda velocidad de los pájaros de presa. Se escucha el relincho de un caballo confundido con el tañido de una campana que toca a vísperas en la atardecida estival. “Tiene que haber un Dios, esto no ha empezado porque sí, tuvo que existir premeditación proteica, ayudame, Señor a encontrarte.  Tu creaste a Águeda y eso me basta” razona don Fernando en sus cavilaciones. Pero lo que hay son dioses que aguantan la mirada de la vieja Hécate de blancos pechos, calva y la cara manchada que esparce sobre la tierra un brillo lento que da ditas de oscuridad y de noche a los amantes y enronquece sus gargantas sanjuaneras en el desvarío del vino y los cantos de bacantes. Selene reina en la fiesta del fuego. Ya es casualidad. Mientras se esparcen por el valle el eco de los coros de mozos que salen de ronda. El dios de los judíos es un Zeus oscuro y de malos modales y de un puritanismo estricto que se compadece poco con la paganía practicada por la humanidad durante miles de años. En el Norte no se deja de creer en él porque así SIR[i] lo ordena, pero la cabra siempre tira al monte y en la noche augusta de San Juan de creencias trasfundidas el pueblo vuelve a poner en sus pies y en sus labios la agitada danza de Pan. Son deidades más amables que al menos se ríen, tienen líos con los mortales y hasta con las hetairas del Hades, o empinan el codo para aplacar su ira o el despecho. Jehová no lo hace nunca. Desde lo alto de los riscos Ojanco asoma su rostro de cíclope. Pagano y señorial, se sube al pavés de los gollizos escarpados de la cima de los montes. Mueve de un lado para otro como un periscopio que busque la colimación precisa para catalogar de lo alto las aldeas donde tuvo adoradores antaño, hasta que llegaron los misioneros irlandeses y los monjes ingleses de la primera regla de san Basilio y san Columbano y le quitaron el puesto. Cesaron los sacrificios y las laureadas en su templo. Él quedaría sólo y compuesto con el único ojo que le quedaba. Y cuentan los advertidos que lloró. Es el Polifemo de los celtas. Sus movimientos torpes y su lengua estropajosa advierten que se ha dado a los excesos del vino. Al tuerto de los montes cántabros no se le escapa una. Cataloga al instante y con una sola pupila alcanza a ver, como por un catalejo, tanto como si tuviera dos. El disco de Hécate le hace añorar los alegres días del Olimpo cuando era mozo. Por más que inmortal, siente los muchos años entre las piernas. Por eso está borracho. Porque hay cosas que se escapan a su control.  En cierto modo le dan pena los mortales “chismosos, cizañeros, baldragas” y vierte desde el lagrimal del ojo bueno su llanto macroscópico sobre Valdecines. Al asubiarse el sol, Ojanco se ha asomado al valle de la mano de la luna.  Resucitaron con él los viejos gigantes. Uno de ellos, san Cristobalón que como Prometeo carga sobre sus espaldas los pecados y dolores del mundo o como Miguelón el Arcángel que sustituyendo en sus funciones a Esculapio tras el trasvase de poderes del paganismo al cristianismo afina los cachivaches de su romana al objeto de pesar las almas, las cuales esperan afuera de  la Laguna Estigia, el limbo o el purgatorio, para su catalogación y ensilaje. El ojo del Polifemo celta aparece esculpido en las estelas circulares del Valle del Buelna que recuerdan por su trazado a una cruz enmarcada en el espacio redondo. Es la esvástica. La rueda mágica, la cuadratura del círculo. El movimiento continuo de la vida. Símbolo de la reencarnación en el que creían los pueblos indoeuropeos como recuerdan los cipos funerarios a la cabecera de la tumbas irlandesas. En Fuentesoto de Fuentidueña a cincuenta leguas de esa localidad cántabra presiden la tapia de un cementerio misterioso donde parece que la soledad es tan elocuente que a través de ella los muertos quieren decir algo al viandante que se encarama hasta el cerro. El viento de las parameras aúlla un mensaje sin confines: “Yo al tiempo me lo domino”, creemos oír. Y es que el Ojáncano habla, como ve, al derecho por su ojo torcido. He aquí una única pupila que todo lo abarca. La cruz es un pozo sin fondo. Antes de la tarde del Gólgota en multitud de grafías y murales ya parecía regir los designios del orbe. Representa lo que gira. La tierra es abrazada entre sus aspas. El cura de Valdecines gime bajo el peso de la carga que le encargó el obispo. Pies quietos. A la chita callando has de sustituir a Jesucristo por los fantasmas mitológicos, pero la querencia de los ídolos vuelve en días tan significados como la del veinticuatro de junio. Judíos moros y cristianos por una vez se ponen de acuerdo y rinden culto al esenio. La voz que clamaba en el desierto vestido de áspera marlota y convertía a las multitudes en el Jordán. Es una personalidad gnóstica del que dicen poco las escrituras pero que tanta importancia ejerció a la hora de modular los sentimientos de las antiguas supersticiones que se bautizaban bajo su concha. Los viejos dioses desconocidos son desplazados por el Degollado que hizo el primer gran milagro de que las fuerzas oscuras se transformasen en santos. Uno para cada necesidad y par cada día del año. Allanaba los caminos del que habría de llegar. El precursor bautizaba en agua pero su primo bautizaría en el Espíritu. ¿Habrá que creer estas cosas sólo por el mero hecho de que son increíbles como diría Tertuliano? He vencido al tiempo. Los años, la generaciones, los siglos, las eras los tengo subyugados. Al buen párroco se le había asignado un cometido de Argos poner a Zeus la túnica de nazareno, amarrarle fuerte para que no se fuese de picos pardos con las diosas del Olimpo, traerlo al redil, conseguir que formula el voto de continencia. Si no puedes lograrlo, sé cauto al menos. Ten tus barraganas pero con disimulo. Que no se entere nadie. Algún escriba malintencionado le robó el fuego a los dioses, cuando mandó predicar amor a los enemigos. Le dio la vuelta al argumento. Los barbaros del norte cambiaron de chaqueta y se bautizaron en masa con todo su pueblo. Los antiguos templos paganos se convirtieron en iglesias juraderas.  Y los pretores en arzobispo, conservando el palio de su antigua investidura pagana dentro de la nueva fe. Para Clodoveo. Para Alfredo. Para Ludovico que acudieron a recibir las aguas crismales con todos sus súbditos. Panagia pasa a ser la Theotokos  ante los protestos de Nestorio que se hacía una pregunta asaz congruente en Efeso. ¿Pero puede Dios tener madre siendo eterno y careciendo de principio ni fin? A lo cual encolerizado responde Atanasio que únicamente según la encarnación Jesús nació de María virgen. Misterio incomprensible. Entre los Siete Varones Apostólicos y Leovigildo hay un espacio blanco que los cronistas mas avisados de la historia de la SIR no han podido llenar. Es como recomponer el rompecabezas de un mosaico bizantino. Entramos aquí en el laberinto. De tarde en tarde los paisanos de la braña quieren volver a ser como las deidades en las que dejaron de creer. Potan la crátera llena hasta los bordes de nepente, la bebida del olvido.   Ojanco por entre las sediciosas nubes asoma su aterrador jeme. En su vagar inconsistente se deshace el nudo gordiano. Los ermitaños entre las cuevas bajan del despoblado a que les laven la muda y algunos aprovechan para echar una canita al aire. De la cayada pendía la carcajada de Simón el Estilita. No se puede abrazar la vida contemplativa del yermo sin un poco de cinismo. San Pacomio no se lavó una sola vez en su vida por mor de no caer en la tentación. Satanás indefectiblemente tenía por costumbre aparecerse en la forma de una garrida hembra de buenas partes. Él la hacía salir de la cueva blandiendo una antorcha encendida y murmurando un latinajo “de bonis mulieribus non est notio”( nunca se oyó que hubiese una mujer buena, caramba). Y he aquí a un cura de pueblo que tenía ya, como sus latines, los tratados de teología empolvados, siendo interrogado por un agnóstico de buena fe pero que trata de volver al redil de la Iglesia por amor a su Águeda. El rústico abate suda, resopla, se palpa los treinta y tres botones de la sotana de cachemira. A causa del uso esta prenda por los hombros se estaba volviendo de un color pardo. Ya era vieja. Como el que la llevaba. El visitante con sus dudas le coloca en un aprieto, pero él le propone una método a seguir en su camino de regreso a la fe. Mientras, las fuerzas oscuras seguían trabajando. Allí estaban las cohortes de la desconfianza, las testuces de la murmuración, las centurias del egoísmo, que tiraban para abajo. Las manos sacerdotales pretenden sacar al pobre náufrago del pozo de la desesperación. A veces la gracia no puede contrarrestar la primera de las leyes naturales, la fuerza de la gravitación universal, y se reconoce impotente y vencida. Los cuerpos son para la tierra, tiran hacia abajo, mientras las almas quieren volar. El vulgo resentido, la grey de cristianos viejos, invoca antiguos prejuicios y privilegios, para calificar de hereje a un agnóstico que intenta creer. Por misterios de la condición humana la bondad y la nobleza sin puestas fuera de combate por las huestes de Satanás. El Pateta se muestra de súpito y cuando nadie lo espera. En plena noche de san Juan, cuando el tiempo se detiene ante el ara sacrosanta del solsticio estival. Cuando las gentes se afanan en buscar la flor del agua y piden amparo al culiebre y a las ondinas o saltan sobre las hogueras de retama que iluminan la sombras con el fuego de la purificación. La Montaña rinde culto a los viejos ídolos en un intento por regresar al sincretismo telúrico. Se escuchan las voces ancestrales del suelo y de la sangre y las gentes intentan ser paganas. Pales pone música de fondo a esta algarabía extendiendo su manto protector de pastores y de ganaderos que amaban la juerga, el pandero y las noches sin dormir.  Los gaiteros vienen tras ella. Música de chirimías y el ronco sonar del paloteo que acompaña a los brincos de la danza prima. Las fuerzas oscuras no son otra cosa que un inventario de las casualidades y misterios de la biología. La lechuza vuelva de rama en rama ocultando su lúgubre grito que tiene algo de hilarante y burlón entre las hojas de los copudos robles. Es el pájaro de Minerva. Cuanta más sabiduría acumulas menos sabes. Y cuanto más sabes, más sufres. El baile es una plegaria que se hace con los pies en honor de la divinidad oculta. Besos estallan en la oscuridad. El amor pagano triunfa entre risas y gemidos. Los pecados arrastran su peplo por le camino. El cura no sabe qué hacerse. Se siente desbordado por otras presencias. Su religión enseña la abnegación, el dominio frente a las inclinaciones de la naturaleza pero tales instrucciones no constituyen sino retórica. No otra cosa es la doctrina eclesial almacenada en unos cuantos librotes insulsos. Pales ven a reinar. Baco y Afrodita te hagan escolta. Bastián no puede consumar su violación. ¡Todo es tan nuevo y tan viejo a la vez! Mientras, resuenan por la hondonada los ecos de los cantos de ronda que van a perderse a los pies de las estrellas impávidas. Son las resonancias magnéticas de un mundo entregado a su liturgia órfica de venerables y antiguas cadencias y para las que el corazón de la vieja España siempre tiene puesto un altavoz. He aquí a la vida que se renueva. Brota y renace la savia. Las parejas se aparean. La llamada de la sangre. Celo estacional en los animales y en el hombre y en la mujer sin cesura. Y en esto Macabeo, apercibido de los siniestros planes de Bastián al que el usurero emborracha antes de ir a cometer la vileza, trepa por un breval contiguo a la tapia del domicilio y coge al violador y a su víctima in medias res. Águeda lo considera un enviado del Cielo. Era la Virgen María que había escuchado sus plegarias impidiendo la consumación del ultraje. Pereda narra la escena a lo vivo con su peculiar estilo donde se dan cita la potencia imaginativa con la exactitud estudiosa del lenguaje. Es el suyo un castellano en adobo de cachaza y buen humor con resabios de sorna aldeana. Relata, no predica. En esta obra se hace el retrato de una España rural hacia 1879 que es cuando está datada la entrega. Coloca sus potentes anteojos en la atalaya de mando. Realiza una colimación muy audaz del universo que brilla dentro. Nos describe un planeta psicológico con variedad de tipos. A través de su pluma conocemos cómo respiran y qué piensan los contemporáneos del novelista. De qué pie cojean. A qué aspiran. Su golpe de vista es certero. La vista de Pereda parece la lente de un poderosísimo telescopio con buena escala, o microscopio, según se quiera, capaz de ver las cosas como son.  Al natural. Enfoca para Valdecines y nos da a entender que pese a su ubicación ideal inter montes no es la meliflua Arcadia sino más bien un aparatoso infierno donde reina la mezquindad. El hombre sigue siendo lobo para el hombre. No hay mejora. El discurso, un tanto tolstoyano y fatalista, en su tono patético, trae a mientes reminiscencias del modo literario ruso, pero Pereda es un español chapado a la antigua de talante libérrimo, sólo embridado por sus creencias y carencias religiosas, que comprende y ama a su país, aunque le duelan sus defectos. Entiende el drama de las dos Españas. El eco de los cantos se pierde camino de las impávidas estrellas. Son resonancias magnéticas de un mundo feliz. La vida que se abre paso. El tallo que brota. Los pájaros hacen boda mientras el rebeco en su berra llama a la hembra. Todo lo que vuela y todo lo que corre se entrega a una cópula ininterrumpida de sol a sol.  Es lo único que diferencia a las bestias de los hombres. Ellas se aparean en el celo estacional mientras en el ser humano la libido es constante.  A todo esto, Macabeo apercibido de los siniestros planes de Bastián al que el avaro previamente emborracha trepa por un breval contiguo a la tapia del dormitorio donde la muchacha es retenida de rehén y coge al violador in medias res. La victima lo considera un enviado del Cielo. Por fin la Virgen a la cual ella invocó aterrorizada ha escuchado sus súplicas impidiendo la consumación del ultraje. Pereda narra la escena a lo vivo con su peculiar etilo donde se dan cita la potencia imaginativa con la exactitud del lenguaje adobado de cachaza, un sentido del humor metido en agua de sorna aldeana. Cuenta cosas. No predica. En esta entrega que data de 1879 hace el retrato de la España rural durante la Restauración. Coloca sus potentes anteojos en la atalaya observatorio de su bravía casona y a través de una colimación minuciosa coloca al lector ante un universo que brilla dentro. Nos describe un orbe psicológico. A través de la pluma perediana conocemos cómo respiran, qué piensan sus contemporáneos. Y de qué pie cojean. Cuáles son sus aspiraciones. Su golpe de vista macroscópico tiene el poderío del del agua caudal. Enfoca para Valdecines y nos da a entender que pese a su ubicación ideal inter montes no es la meliflua Arcadia soñada sino un averno de pasiones donde reina la mezquindad, la maledicencia y la malquerencia de unos con otros. El hombre sigue siendo un lobo que por una inclinación atávica o por idiopatía ingénita se dedica a fagocitar a sus semejantes. Le gusta simplemente hacer daño. No hay mejora. Entretanto, y sin perder ripio, cabalgan Quijote y Sancho. Ante tanta contradicción como le envuelve al autor de Peñas Arriba de los labios del escritor parte un suspiro de resignación o tal vez de rebeldía. Pereda es un especialista en estos tacos de resignación admirativa que plagan sus libros donde no hay palabrotas: cáspritis, aticuenta, carafles, bodoques, trastajo, pantoques y carpanchos. Por vida del chápiro verde, voto a bríosbaco y otras expresiones de furor. Juramentos a la antigua que carecen del matiz coprólogico y vulgar en el que hoy se adentran nuestras conversaciones. Son rancios vocablos que maciza en su prosa y sirven de cebo del donaire. Pereda es un escritor de mar y de montaña a la vez de pluma nerviosa y lábil que parece que se dispara al rodar por la pendiente de gargantas y desfiladeros de la comarca de Potes. Sus párrafos retumbantes y llenos de colorido recuerdan a las aguas bravas del Río Ebro al nacer en Reinosa por cascadas que brincan sonoras de peña en peña. Si la prosopopeya valiera para algo, su retrato ¿qué nos diría? Ha aquí un caballero de rostro alargado, magro de carnes, gesto severo, mirada de lince bajo las dioptrías de su monóculo, tagarote venido a menos, persona algo crédula y entusiasta, de talante bonachón mas algo colérico, también un poco coqueto, aunque solterón, gastaba tupé como don Práxedes Sagasta. Bajo su sombrero de ala ancha y embutido en su anguarina pasada de moda se esconde un soñador marcado por los desengaños y vacilante en las viejas convicciones. Le ha tocado defender un mundo que se derrumba y en el que sólo cree a trancas y barrancas. Se ha cansado de fustigar a los comilitones del sensacionalismo y las corrupciones y bobadas de los señores diputados de la Carrera de San Jerónimo. Ha asumido el oficio de profeta y no se cansa de repetir que España se va a la hoyo. Su estilo es sesquipedal[ii] pero aunque con algunos repámpanos no cae en la elación ni el hinchamiento de los decimonónicos. Es un señor de campo que lo mismo baja a Santander para buscar un remedio a sus vacas que padecen jaldía[iii] que entra en los figones de Puerto Chico a comer marmita con los pescadores. No es casa con nadie. No es un baldragas ni un melifluo. Le gusta llamar a las cosas por su nombre. Tiene por costumbre echar mano de paremiologías, pues su decir es sentencioso, como aquel que dice: “Todas las gentes me dicen cómo no te casas, Juan. Las que me dan no las quiero y las que quiero no me dan”. Como buen cuentista es algo chismosón. Lo que le coloca a un tris de la socarronería. Ama la vida y en cuanto a ideas defiende la tradición por más que para eso tenga que hacer encaje de bolillos con vista a atar cabos. Por lo que sus novelas de tesis son una iniciación al arte de la esgrima psicológica. Su mirada es limpia y aguileña. Debió de ser poco tolerante con las flaquezas de los que le rodeaba. Se había vuelto misántropo al fin de sus días. Sin embargo, no le duraban mucho sus prontos. El asco que le inspiraba el caciquismo lo remediaba con su entusiasmo por el paisaje privilegiado de los Picos de Europa. Galdós podrá tener un arte de narrar más certero pero es más aburrido que él. El canario va a lo seguro mientras el montañés se encarama muy pronto a sus riscos. Al que más se parece, cada uno en su orilla, es a Clarín. Sus obras ciñen bien el viento. Orzan la nave de la misma manera. Pero mientras el uno idealiza la aldea en sus cuentos morales el otro la detesta. Ambos se sienten muy a gusto contemplando y describiendo el paisaje. Pueblo chico, infierno grande. Pereda era pesimista sobre la condición humana. Era también católico, feo y sentimental lo mismo que Valle Inclán. Es también carlista y se siente abroquelado en una forma de vida del pasado al cual no puede renunciar y que únicamente le depara disgustos. A su entender la Iglesia viene a ser el comodín de la costumbre. Rara vez Pereda pone al dogma en tela de juicio y se aferra a la fe del carbonero mientras Alas, como buen místico, intenta encontrar otros caminos y fustiga la moral de situación del clero trabucaire y salaz. A diferencia de su vecino de provincia, don Leopoldo era un liberal de cuerpo entero. Pero, como los hombres han de estar por encima del bardal de las ideas, unos y otros se llevaban bien y hasta llegaron a entablar un flujo de correspondencia interesante.
9 de abril de 2002 







[1]El profesor Alarcos sostiene la tesis de que el bable como lengua exenta o diferenciada del castellano no existe. Se trata más que de una variante del viejo romance, al que solo dan a entidad su entonación cantarina y algunas tendencias modales arcaicas peculiares, como pudiera ser la utilización del pronombre posesivo como artículo determinativo, “mío pa”. Las explosiva f que no presenta aun formas aspiradas como en farina, formica, facer y ferrada. La diptongación suavizante [azeuxis] tan característica de los hablantes norteños; verbigracia, fuina. Cierta tendencia a la nasalización (se puede identificar a un hablante de Oviedo por como pronuncia las enes casi a la francesa, muy agudas y oxítonas. Remanencia de las linguopaladiales. Todavía dicen llera por lera o glera. Ausencia total del yeísmo. Utilización de la voz pasiva en el verbo, y del pretérito indefinido con preferencias al pretérito perfecto. La aféresis.: Poldo el del molín. Y el apócope.: ¿y de que nos val? Por vale de qué nos vale. Pronombres enclíticos: dixomelu el paisanín.  Etc.
[2]La papisa Juana que reinó con el nombre de Juan VIII, en primera mitad del siglo Nono, es un caso singular de travestismo en la historia del pontificado. Como Tiresias cambió de sexo. Convirtió la cátedra de san Pedro con sus imposturas y sacrilegios, en silla coprónica. Las malas lenguas señalan que ciñendo la tiara sobre sus rubios cabellos esta inglesa tuvo un hijo de su camarlengo el joven Floro que a su vez había sido engendrado de una ramera de Roma por su predecesor en el cargo, Urbano VII. La papisa de origen sajón había profesado en el monasterio de Whitby como varón enamorada de uno de sus monjes. Ambos amantes cruzaron el canal de la Mancha y tras una serie de vicisitudes y peripecias por diversos cenobios benedictinos como los de Fulda, donde se instalaron como copistas de  códices llegaron a Constantinopla. En oriente se deshace la fraternidad. Frumencio queda instalado como monje en el monte Athos mientras que Juana emprende la travesía por mar hacia la Ciudad Eterna disfrazada bajo la cogolla de san Benito. En la corte de san Juan de Letrán deslumbra por su sabiduría a los obispos y cardenales. A la muerte de Urbano el pueblo romano la alza sobre el pavés y es coronada pastora de la cristiandad. El nombre de la papisa ha cebado las cajas de guerra de la leyenda negra contra el Vaticano. Es una flor negra que florece en plena edad de hierro del pontificado, una institución que surge de la voluntad de Carlomagno asistida por sus consejeros judíos, en pleno apogeo del sacro imperio germánico. Para convencerse no hay más que echar manos de las actas de Pepino el Breve el cual proclama los estados pontificios.



[i].Iglesia Romana.
[ii].Sesquipedal, largo, dilatado, oceánico.
[iii].Opilación.