DE TAL
PALO TAL ASTILLA. CENTENARIO DE JOSÉ MARÍA DE PEREDA
Antonio
Parra
Oiréis que
se dijo: “pueblo chico, infierno grande”. En parte toda la novelística de José
María de Pereda se centra sobre tal ocurrencia sin encontrar otra solución que
una huida hacia la naturaleza como remedio a las pequeñeces de la mente y el
humano sentir. Hay una colisión
irreparable entre el pensar grande y el párvulo vivir de nuestras existencias
cotidianas destinadas al fuego del fracaso o la pira del olvido. Y es que en
medio de un paisaje arcádico, donde se percibe a cada hora de sol o en las
mismas vigilias nocturnas con un pueblo acurrucado entre montañas bajo la luz
de la luna, y vigilado por cimas ciclópeas que se alzan como dioses
encaramados, hitos telúricos, deidades oscuras emanadas de lo más profundo de
la tierra, se desarrolla la acción de “De tal palo tal astilla”, un estudio
cabal de la hipocresía y una de las novelas de ambiente rural cargadas de
mensajería, invitando a la reflexión no sólo sobre el latido de las pasiones
del hombre decimonónico sino también de la condición humana de todas las
épocas, de suyo ruin. Pereda, en esta entrega, y de una tacada, realiza una
radiografía exhaustiva de la avaricia (don Sotero el usurero), el amor mojigato
y con intereses de Águeda, bella muchacha pero cargada de prejuicios, fruto de
la mala educación religiosa de la época. En la configuración de esta mentalidad
torcida tienen que ver mucho los curas, monjas y frailes. En cambio, uno de los
personajes más limpios y generosos que cruzan las páginas es Fernando, el hijo
de un médico volteriano al que apodan “Pateta” (referencia al pata de cabra o
sátiro con que la imaginación popular antigua representaba al diablo) y que se
enamora de la rica heredera, Águeda. Sin embargo, su pasión, en un ambiente de comidillas,
murmuraciones y habladurías de Valdecines, “habitado por gentes cristianas pero
maliciosas y suspicaces” de que el mozo
aspira a la mano de la rica legitimaria no tanto por amor como los dineros
de la hacienda. ¿Por qué me quieres, Andrés? Por el interés. El autor nos mete
de a hecho en medio de un ambiente cargado de maledicencia, de segundas
intenciones, que llega a resultar opresivo. Lo que son los pueblos. Bastián,
hijo fornecino de don Sotero, y que el hipócrita pretende casar con Águeda,
para quedarse él con la hijuela, vendría a representar, la fuerza bruta. La
escena del intento de violación por parte de Bastián abortada in medias res por
Macabeo que entra en la habitación donde la protagonista intenta zafarse de la
lascivia del bestia de Bastián implorando la ayuda de la Virgen y rezando el
rosario, trepando por un breval es una de las mejor conseguidas, por la
intensidad y trepidante descripción del relato, en toda la novelística española. Cuadro duro y con suspense que hace pensar en
películas antiguas de Alfredo Hitchcock o en novelas de Edgar Alan Poe. Todos
conocemos las ideas del escritor montañés. Unos crían la fama y otros cardan la
lana. Y los juicios que dispersa en este libro escéptico y bañado de tristezas
perturban el clisé de derechismo
ultramontano de él preconcebido. Tiene que ser precisamente él, un
ultramontano, quien denuncie los abusos de las mentes retrógradas. A trancas y
barrancas se esfuerza por salvar la virtud de la heroína pero tiene que
condenar al suicidio al bueno de Fernando que había cometido el “atrevimiento
de poner en tela de juicio las verdades fundamentales y las enseñanzas de la
Santa Madre Iglesia”. Sub límine, late una el desencanto de Pereda con aquel
género de vida rancio y cargado de prejuicios. Levanta la tapadera de la olla
ferviente al tiempo que nos presenta un drama de pasiones rurales que se
desarrolla en el último de los paraísos perdidos. Potente, seguro de sí mismo,
y con pluma certera y elegante, traba un cuadro narrativo que es hoja de
filiación del Santander y de las Asturias en general de la segunda mitad del
Decimonono. La novela, todo un manual de psicología agraria y balance
sociológico objetivo y realista de las cosas como son y no como debieran ser,
se publica sólo un lustro antes de La Regenta. El argumento, salvados algunos
matices, es parecido y la intención poco más o menos. El estilo también,
brillante. En ambos casos sendos
escritores hacen acopio de la manera de decir montañesa. Asturias, como se
sabe, se divide en dos categorías hablantes: una, los que, cuando van a la
hierba, llaman a la zoqueta para afilar el dalle colodra y, otra, los que la
dicen zapico. Dos bandos , dos terminologías para un mismo concepto. Pereda pertenece
al primer grupo. Clarín al segundo. Sin embargo, la hierba que amontan en el
almiar es la misma. O parecida. Tanto el uno como el otro aman profundamente la
naturaleza asturiana y la santanderina pero critican un poco la intolerancia de
sus villorrios y aldeas poblados por cristianos viejos de mentes algo
retorcidas. Pueblo chico infierno grande y la Iglesia parece que se regodea de
la ignorancia de sus feligresías. Este analfabetismo es buen caldo de cultivo
para su medro. Para los curas chirles el santo temor de Dios no es el principio
de la sabiduría. Más bien, lo contrario. El conocimiento allega dolor y crítica
contra los valores establecidos. Vénganos el tu reino pero que no sea ahora
mismo. Por el momento, la fe del carbonero. ¿A qué meterse en camisa de once
varas? El cura de Valdecines es un santo varón de Dios pero corto de luces y
carece de respuesta a las dudas contra la fe
que le presenta el hijo de Pateta. Traza un plan para su conversión. Es
un método gradual y paso a paso que le va a servir de poco porque su
postulante, desesperado por las habladurías, opta por arrojarse desde una roca
tajada. Al escribir De Tal Palo don José María derrocha fuerza y hace un alarde
de dominio omnisciente, tan importante en novelística. Que los hechos que narras
no se te sobrepongan . Que tu lleves siempre la rienda. Y no se te desmanden
los jacos de la cuadriga. Tú, autor, siempre controlas, galga en ristre, desde
lo alto de la berlina. La novela es el arte de atar cabos. La perfecta y
congruente sindéresis. Una verdadera delicia es, en su caso, la lexicografía.
Esa forma de hablar castiza y precisa en castellano rotundo y eufónico llamando
a las cosas por su nombre. En la descripción topográfica del escenario
grandioso de las quebradas que lo vieron nacer pocos le ponen un pie
delante. Pereda es un Argos de la
hipotiposis literaria. Resulta, por contera, que el escritor santanderino es
más liberal de lo que creyéramos y menos carca -velay los prejuicios- de lo que
se supone, aunque su vieja fe cristiana es recia. En los retratos que nos
quedan de él, de señor chapado a la antigua, con balandrán de catorceno y
monóculo, tiene cara adusta de un rebeco siempre a punto de triscar de risco en
risco por los sacrosantos fueros de la tradición. Debía de haberle dado Dios un
genio vivo y cascarrabias. De mil demonios debía encontrar su ama al viejo
solterón de la casona de Tudanca las mañanas que se levantaba con el pie
izquierdo. Pero sus rabietas se acababan pronto. Debía de ser, como todos los
Contreras, algo contradictorio. Agraz por fuera. Dulce por dentro. Más ruido
que nueces. Perro ladrador poco mordedor.
Hay traza de genialidad en la forma como nos presenta a don Sotero el
meapilas fariseo y avariento a quien remata en los últimos trancos del libro
con una angina de pecho. Una corazonada tal vez. A veces lo que uno escribe se
cumple. El autor de La Puchera moriría de lo mismo. El arte de la literatura
tiene aspectos misteriosamente oníricos que nos ligan a los humanos con la
antigua profecía y la quiromancia. Casi todos los buenos libros son
premonitorios. Pero la grandeza de esta novela no para ahí. Hay un estilo
maravilloso. Inimitable. Él siembra pautas. Traza caminos que nos llevan a
conocer los giros y las peculiaridades de una región. Hay dos bables, insistimos:
el de las Asturias de Oviedo, desde Parres a Ría de Eo, de los que llaman
zapico a uno de los aperos más utilizados por el Norte y los de las de la
Montaña que lo designan colodra, desde san Vicente de la Barquera hasta Potes.
Pero juntos denominan a ciertos pájaros de la misma manera: la negra miruella o
miruello de pico largo y hondo como una laya que escarba el futuro, o el
pomposo tordipollo o la picara aguzanieves que abreva junto a los cilancos. Los
asturianos conocen como pala a secas al trente o tridente, lo que en ciertos
recodos de la España citerior, allí donde adentra sus manantiales del idioma
Castilla la Vieja apelan gario, voz vascuence, lo más probable, igual que murio
y murias (montón de piedras), carro, corral, etc. El primero es renuente a la
jota que dicen trajeron a España los moros: xatu y xata, mientras los de
Santillana del Mar ofrecen una prosodia más evolucionada, porque acaso
estuvieran más en contacto con la Meseta que sus vecinos al otro lado del
puerto del Escudo. Así, pronuncian: jato y jata por novillos y novillas
uncideras. Un poco más abajo llamarán a este torito que aun no ha cumplido dos
años choto. Se encuentran múltiples variantes en el bable occidental y en el
oriental[1]
pero hay términos aldeanos que no varían en una y otra de las modalidades de
las dos orillas de la ría: quima, narvaso, asubiar (poner a cubierto el
ganado). Algunos hablistas exaltados de ahora mismo debieran hacer cura de
humildad leyendo a Pereda. Pero los de una y otra zona encumbran el carro y
echan mano de la sarzuela para que no se entorne. Luego “empayan” toda la
balumba a través del boquerón del pósito. Si hurgas en el fondo de cualquier
español te encontrarás con el alma de un pajar, donde duerme el pobre y donde
fuimos engendrados muchos de nosotros. Que era en ese lugar donde las parejas
se escondían para hacer el amor. ¡Ah la “vita bona” que ahora echamos en falta,
el sabor de la tierruca, la aldea perdida y encaramada en los recuerdos,
retaguardia de toda una estirpe que ha visto como han quedado francos de
servicio a impulsos de la tecnología aquellas antiguas palabras que decían
tanto! Hoy, caídas en desuso y tan añoradas a medida que el idioma se
empobrece. El espíritu indomable de los
ultramontanos ariscos vuelve por donde solía. Se pretende crear un idioma vivo
y en continua evolución donde sólo hubo
una lengua muerta y hoy fenecida al pasar a mejor vida toda una civilización de
matiz campesino, sin asiento literario apenas. ¿es atavismo o es inducción
foránea? Quieren entronizar a un dialecto, uno de los más hermosos del
castellano plus minusve, eso sí, de buenas a primeras y ad nutum, en
conformidad escueta con su libre albedrío, conforme les da Dios a entender a
los nuevos filologos de aluvión, pontífices de la tan cacareada cosmocracia que
no es más que un embuste, y untados por
una mano extranjera, como lingua franca. Una tarea para la cual hace falta no
sólo mucha cara sino también bastante imaginación. Con las lenguas no valen
malabarismos de prodigiador. No son un conejo que el osado circense se saca
debajo de la chistera. En nuestro patrio solar gozaron de categorías de lenguas
junto al castellano el vascuence, el gallego, el valenciano, el catalán y el
mallorquín. Pero al paso que vamos, se van a sacar diccionarios hasta del
castúo. Debe de ser por un atavismo recio. Existen en nuestra historia
pulsiones suicidas y de tarde en tarde asoman la oreja. Es tributo de nuestro
estirpe con estos bueyes hemos de arrejacar la linde aspérrima. Este es el país
de la real gana. En De Tal Palo Tal Astilla se hace una crítica de la sociedad
que conoció su autor. Emperejilada por los poderes fácticos de los que traza un
análisis objetivo y sin emblema de facción. En su punto de mira está la Iglesia
con su “legión de curas ignorantes que socavan voluntades y conocen quien es
quien a través del agujero del confesionario (toda información es poder), se
enriquecen a costa de diezmos y relaciones fabulosas sobre el Purgatorio”. La
barca de Pedro, en boca de don Fernando, consiste en toda una nube de frailes comilones y
lascivos que saquean los hogares sin conciencia, perturban las almas y quitan
la paz en los hogares a veces mancillando la honra de las familias. Una
gusanera de monjas rebelándose contra las leyes de la naturaleza cantando con voz
gangosa salmos en latín contrahecho. Una lista de papas disolutos y crueles
como Alejandro VI, la Papisa Juana[2],
Julio II. Un tropel de beatas arrepentidas que con sus pecados de juventud
repoblaron la inclusa. La Iglesia ha sido mazmorra del entendimiento durante
los últimos tres siglos, concluye. La cita es demoledora, pero - relata
refiero- no le falta su miga de razón. Es pertinentísima al hilo de lo que está
sucediendo en la actualidad, cuando vemos a un babeante pontífice aferrado a su
silla gestatoria, que se resiste a condenar, por lo que pueda pasar, los
crímenes de los sionistas nazis y los atropellos de ese general israelí con
cara de sacamantecas. Los blindados bombardean y cercan con tropas de asalto la
iglesia de la Natividad de Belén. En la mente sólo una idea fija: salvar los
muebles en medio de las terribles cosas del acontecer diario. El cielo parece
empedrado de amenazas, pero los que tienen la responsabilidad de dirigir y
auspiciar, referente y faro de la grey, miran para otra parte. Mientras, recogemos los escajos de la gran
zarabanda libertaria del pasado. Todo en nuestro redondel parece que pincha:
los rostros, las palabras, los titulares de los periódicos, los discursos en el
parlamento. Es la hora del vértigo y de los remordimientos de conciencia.
Pereda, que tanto abominaba de la política encarnada por el rostro de
Espartero, el héroe de Luchana, huía de ese mundo ficticio de los salones y de
las largas parrafadas de los periódicos. El cuerpo le pedía Montaña. Pese a
ello, la carne pecadora no hurta el cuerpo al cinismo in ánima vili. Mas,
disgresiones aparte, Pereda es el primero en dar la voz de alerta y este
mensaje de dolor y cordura vendría avalado por mosén Cinto Verdaguer. El poeta
catalán, contemporáneo del autor del Sabor de la Tierruca también barruntó que
se avecinaba guerra civil. Ésta tuvo un primitivo contexto religioso. Pereda
deja caer la profecía en boca de sus personajes, lo mismo que el poeta catalán
quien también sufriría persecuciones de su obispo, Murgades, salidos del magín
de un señor tan poco sospechoso de herejía, de derechas de toda la vida,
carlista al igual que el poeta de la Canción del Canigó. Ambos no lanzan una
diatriba contra el dogma y la tradición sino que hacen una reflexión en voz
alta sobre la moral de algunos clérigos y su falta de ética. Y acerca de adónde
nos puede llevar el apoltronado clericalismo trasnochado de la sociedad
española finisecular. Clarín, que como digo era un místico, se une igualmente
al coro. La cuestión religiosa es el eje cobre el cual gira el argumento de la
novela que nos ocupa. Que es de las denominadas de tesis en la forma de
narración costumbrista. Abordada desde el punto de vista de un español
profundamente religioso que se escandaliza de las puerilidades y gazmoñerías de
los sectores papistas exaltados cuya piedad finca en el despropósito y su
conducta de doble pauta poco recomendable. Sus mañas traen a la memoria la
infausta imagen de la monja inglesa que pontificó bajo el nombre de Juan VIII.
De hecho, el cura de Valdecines, que “es un santo”, nada se parece al magistral
ovetense, Fermín de Pas, emblema de la altanaría, el lujo y la riqueza. El cura
de aldea vive en la pobreza y la humildad una vida ejemplar, no se mete con
nadie, pero tiene un ama que lo trae por la calle de la amargura con su
chismorrería noticiera y destripacuentos. No olvidemos que estamos en el país
de Celestina y esta dueña, que escucha de detrás de las paredes y espía por el
hueco de la cerradura, anticipa a las comadres de la prensa del colorín. Es por
esta sirvienta que cunde la novedad del noviazgo entre el joven médico hijo de
Pateta, “que pedía iglesia”, dispuesto a renunciar a su convicciones ateas en
aras del amor que siente hacia la mayorazga, por toda la aldea. Las malas
lenguas se encienden y ocasionan que el pretendiente despechado, al oír que
busca dineros y no amor en la doncella, opte por despeñarse por un barranco. La
rectoral es una isla de paz en medio del arbolado océano de codicias, malos
quereres, y de lujuria que embarga Valdecines. Bastián representa a todos estos
pecados capitales. Pero la bondad del preste no basta para contener la furia
del huracán de intrigas y su escasa ciencia teológica colma la medida y la
curiosidad de un ateo convencido, un hombre de mundo, como es el hijo de
Pateta. Las respuestas que da al neófito son desvaídas. Fraseología sin
contenido. Explicaciones insípidas. Evasivas y lugares comunes como
contestación a los grandes interrogantes de la existencia. Aun no había nacido
Teihard de Chardin. La Iglesia siempre suele llegar con veinte minutos de
retraso. Cuando no son siglos. La rivalidad ciencia y razón sigue su ruta. Cada
una por senderos diferentes. Bastián, el labrantín embrutecido, a instancias de
don Sotero que lo convence, se decide a forzar a la muchacha. Precisamente en
la maravillosa noche de San Juan cuando media España danza al borde de la
hoguera, transida de canciones y añoranzas. Es la fiesta del amor y la
renovación por el fuego de la vida que no cesa. El valle ardía como un ascua
bajo la luna. Se colocaban las enramadas. Por doquier se escuchaban los cantos
de ronda y los conjuros mágicos. Toda esta belleza se contrapone a las
maquinaciones diabólicas del hijo espúreo del usurero que acude a la cita que
le había diseñado éste ahíto de vino. He aquí una dualidad infierno paraíso. La
existencia es una pugna sin fin de ambas fuerzas opuestas. La encerrona que
había urdido el avaro no surte efecto. La ausencia del baile de Bastián había
suscitado sospechas en Macabeo que se cuela saltando la tapia desde las ramas
de una higuera a la alcoba donde el intruso se proponía consumar su propósito.
Gana el bueno pero se detecta cierta artificio en el pergeño de la aventura.
Pereda es mejor descriptor que narrador. Sus argumentos, aunque algo pretenciosos,
dejan al descubierto flancos menos sólidos. Hay ocasiones en que corta por lo
sano y se nota su tendencia a utilizar el “deus ex machina” y comodines fáciles
del convencionalismo de folletón. Sin embargo, sus acuarelas del paisaje
montañés no tienen rival. Por ejemplo, la rapidez y brillantez como nos
describe la rectoral por una de cuyas ventanas asomaba sus ramas un manzano y
detrás del árbol se mostraba el paisaje de un valle de ensueño. Sus libros son
perfectos marcos edénicos. Hasta se escucha el tintineo de los cencerros de las
reses que pacen en el ejido. Allá en el fondo de la artesa policroma y
festoneada de prados que recuerdan a un tapiz verde enmarcados en rodetes de
avellanos y zarzales presentan sus quimas al sol, como la guarnición de un regimiento
que rinde honores, los bosques de las riberas. Se hace un claro y aparece el
río, un hilo de plata que llena el aire de reverberos y de fulgores. Siempre
hay vida crepitando en el fondo del desfiladero. Planean los azores y una banda
de verderones huyen a toda velocidad de los pájaros de presa. Se escucha el
relincho de un caballo confundido con el tañido de una campana que toca a
vísperas en la atardecida estival. “Tiene que haber un Dios, esto no ha
empezado porque sí, tuvo que existir premeditación proteica, ayudame, Señor a
encontrarte. Tu creaste a Águeda y eso
me basta” razona don Fernando en sus cavilaciones. Pero lo que hay son dioses
que aguantan la mirada de la vieja Hécate de blancos pechos, calva y la cara
manchada que esparce sobre la tierra un brillo lento que da ditas de oscuridad
y de noche a los amantes y enronquece sus gargantas sanjuaneras en el desvarío
del vino y los cantos de bacantes. Selene reina en la fiesta del fuego. Ya es
casualidad. Mientras se esparcen por el valle el eco de los coros de mozos que
salen de ronda. El dios de los judíos es un Zeus oscuro y de malos modales y de
un puritanismo estricto que se compadece poco con la paganía practicada por la
humanidad durante miles de años. En el Norte no se deja de creer en él porque
así SIR[i]
lo ordena, pero la cabra siempre tira al monte y en la noche augusta de San
Juan de creencias trasfundidas el pueblo vuelve a poner en sus pies y en sus
labios la agitada danza de Pan. Son deidades más amables que al menos se ríen,
tienen líos con los mortales y hasta con las hetairas del Hades, o empinan el
codo para aplacar su ira o el despecho. Jehová no lo hace nunca. Desde lo alto
de los riscos Ojanco asoma su rostro de cíclope. Pagano y señorial, se sube al
pavés de los gollizos escarpados de la cima de los montes. Mueve de un lado
para otro como un periscopio que busque la colimación precisa para catalogar de
lo alto las aldeas donde tuvo adoradores antaño, hasta que llegaron los
misioneros irlandeses y los monjes ingleses de la primera regla de san Basilio
y san Columbano y le quitaron el puesto. Cesaron los sacrificios y las
laureadas en su templo. Él quedaría sólo y compuesto con el único ojo que le
quedaba. Y cuentan los advertidos que lloró. Es el Polifemo de los celtas. Sus movimientos
torpes y su lengua estropajosa advierten que se ha dado a los excesos del vino.
Al tuerto de los montes cántabros no se le escapa una. Cataloga al instante y
con una sola pupila alcanza a ver, como por un catalejo, tanto como si tuviera
dos. El disco de Hécate le hace añorar los alegres días del Olimpo cuando era
mozo. Por más que inmortal, siente los muchos años entre las piernas. Por eso
está borracho. Porque hay cosas que se escapan a su control. En cierto modo le dan pena los mortales
“chismosos, cizañeros, baldragas” y vierte desde el lagrimal del ojo bueno su
llanto macroscópico sobre Valdecines. Al asubiarse el sol, Ojanco se ha asomado
al valle de la mano de la luna.
Resucitaron con él los viejos gigantes. Uno de ellos, san Cristobalón que
como Prometeo carga sobre sus espaldas los pecados y dolores del mundo o como
Miguelón el Arcángel que sustituyendo en sus funciones a Esculapio tras el
trasvase de poderes del paganismo al cristianismo afina los cachivaches de su
romana al objeto de pesar las almas, las cuales esperan afuera de la Laguna Estigia, el limbo o el purgatorio,
para su catalogación y ensilaje. El ojo del Polifemo celta aparece esculpido en
las estelas circulares del Valle del Buelna que recuerdan por su trazado a una
cruz enmarcada en el espacio redondo. Es la esvástica. La rueda mágica, la
cuadratura del círculo. El movimiento continuo de la vida. Símbolo de la
reencarnación en el que creían los pueblos indoeuropeos como recuerdan los
cipos funerarios a la cabecera de la tumbas irlandesas. En Fuentesoto de
Fuentidueña a cincuenta leguas de esa localidad cántabra presiden la tapia de
un cementerio misterioso donde parece que la soledad es tan elocuente que a
través de ella los muertos quieren decir algo al viandante que se encarama
hasta el cerro. El viento de las parameras aúlla un mensaje sin confines: “Yo
al tiempo me lo domino”, creemos oír. Y es que el Ojáncano habla, como ve, al
derecho por su ojo torcido. He aquí una única pupila que todo lo abarca. La
cruz es un pozo sin fondo. Antes de la tarde del Gólgota en multitud de grafías
y murales ya parecía regir los designios del orbe. Representa lo que gira. La
tierra es abrazada entre sus aspas. El cura de Valdecines gime bajo el peso de
la carga que le encargó el obispo. Pies quietos. A la chita callando has de
sustituir a Jesucristo por los fantasmas mitológicos, pero la querencia de los
ídolos vuelve en días tan significados como la del veinticuatro de junio.
Judíos moros y cristianos por una vez se ponen de acuerdo y rinden culto al
esenio. La voz que clamaba en el desierto vestido de áspera marlota y convertía
a las multitudes en el Jordán. Es una personalidad gnóstica del que dicen poco
las escrituras pero que tanta importancia ejerció a la hora de modular los
sentimientos de las antiguas supersticiones que se bautizaban bajo su concha.
Los viejos dioses desconocidos son desplazados por el Degollado que hizo el
primer gran milagro de que las fuerzas oscuras se transformasen en santos. Uno
para cada necesidad y par cada día del año. Allanaba los caminos del que habría
de llegar. El precursor bautizaba en agua pero su primo bautizaría en el
Espíritu. ¿Habrá que creer estas cosas sólo por el mero hecho de que son
increíbles como diría Tertuliano? He vencido al tiempo. Los años, la
generaciones, los siglos, las eras los tengo subyugados. Al buen párroco se le
había asignado un cometido de Argos poner a Zeus la túnica de nazareno,
amarrarle fuerte para que no se fuese de picos pardos con las diosas del
Olimpo, traerlo al redil, conseguir que formula el voto de continencia. Si no
puedes lograrlo, sé cauto al menos. Ten tus barraganas pero con disimulo. Que
no se entere nadie. Algún escriba malintencionado le robó el fuego a los
dioses, cuando mandó predicar amor a los enemigos. Le dio la vuelta al
argumento. Los barbaros del norte cambiaron de chaqueta y se bautizaron en masa
con todo su pueblo. Los antiguos templos paganos se convirtieron en iglesias
juraderas. Y los pretores en arzobispo,
conservando el palio de su antigua investidura pagana dentro de la nueva fe.
Para Clodoveo. Para Alfredo. Para Ludovico que acudieron a recibir las aguas
crismales con todos sus súbditos. Panagia pasa a ser la Theotokos ante los protestos de Nestorio que se hacía
una pregunta asaz congruente en Efeso. ¿Pero puede Dios tener madre siendo
eterno y careciendo de principio ni fin? A lo cual encolerizado responde
Atanasio que únicamente según la encarnación Jesús nació de María virgen.
Misterio incomprensible. Entre los Siete Varones Apostólicos y Leovigildo hay
un espacio blanco que los cronistas mas avisados de la historia de la SIR no
han podido llenar. Es como recomponer el rompecabezas de un mosaico bizantino.
Entramos aquí en el laberinto. De tarde en tarde los paisanos de la braña
quieren volver a ser como las deidades en las que dejaron de creer. Potan la
crátera llena hasta los bordes de nepente, la bebida del olvido. Ojanco por entre las sediciosas nubes asoma
su aterrador jeme. En su vagar inconsistente se deshace el nudo gordiano. Los
ermitaños entre las cuevas bajan del despoblado a que les laven la muda y
algunos aprovechan para echar una canita al aire. De la cayada pendía la
carcajada de Simón el Estilita. No se puede abrazar la vida contemplativa del
yermo sin un poco de cinismo. San Pacomio no se lavó una sola vez en su vida
por mor de no caer en la tentación. Satanás indefectiblemente tenía por
costumbre aparecerse en la forma de una garrida hembra de buenas partes. Él la
hacía salir de la cueva blandiendo una antorcha encendida y murmurando un
latinajo “de bonis mulieribus non est notio”( nunca se oyó que hubiese una
mujer buena, caramba). Y he aquí a un cura de pueblo que tenía ya, como sus
latines, los tratados de teología empolvados, siendo interrogado por un
agnóstico de buena fe pero que trata de volver al redil de la Iglesia por amor
a su Águeda. El rústico abate suda, resopla, se palpa los treinta y tres
botones de la sotana de cachemira. A causa del uso esta prenda por los hombros
se estaba volviendo de un color pardo. Ya era vieja. Como el que la llevaba. El
visitante con sus dudas le coloca en un aprieto, pero él le propone una método
a seguir en su camino de regreso a la fe. Mientras, las fuerzas oscuras seguían
trabajando. Allí estaban las cohortes de la desconfianza, las testuces de la
murmuración, las centurias del egoísmo, que tiraban para abajo. Las manos
sacerdotales pretenden sacar al pobre náufrago del pozo de la desesperación. A
veces la gracia no puede contrarrestar la primera de las leyes naturales, la
fuerza de la gravitación universal, y se reconoce impotente y vencida. Los
cuerpos son para la tierra, tiran hacia abajo, mientras las almas quieren
volar. El vulgo resentido, la grey de cristianos viejos, invoca antiguos
prejuicios y privilegios, para calificar de hereje a un agnóstico que intenta
creer. Por misterios de la condición humana la bondad y la nobleza sin puestas
fuera de combate por las huestes de Satanás. El Pateta se muestra de súpito y
cuando nadie lo espera. En plena noche de san Juan, cuando el tiempo se detiene
ante el ara sacrosanta del solsticio estival. Cuando las gentes se afanan en
buscar la flor del agua y piden amparo al culiebre y a las ondinas o saltan
sobre las hogueras de retama que iluminan la sombras con el fuego de la
purificación. La Montaña rinde culto a los viejos ídolos en un intento por
regresar al sincretismo telúrico. Se escuchan las voces ancestrales del suelo y
de la sangre y las gentes intentan ser paganas. Pales pone música de fondo a
esta algarabía extendiendo su manto protector de pastores y de ganaderos que
amaban la juerga, el pandero y las noches sin dormir. Los gaiteros vienen tras ella. Música de
chirimías y el ronco sonar del paloteo que acompaña a los brincos de la danza
prima. Las fuerzas oscuras no son otra cosa que un inventario de las
casualidades y misterios de la biología. La lechuza vuelva de rama en rama
ocultando su lúgubre grito que tiene algo de hilarante y burlón entre las hojas
de los copudos robles. Es el pájaro de Minerva. Cuanta más sabiduría acumulas menos
sabes. Y cuanto más sabes, más sufres. El baile es una plegaria que se hace con
los pies en honor de la divinidad oculta. Besos estallan en la oscuridad. El
amor pagano triunfa entre risas y gemidos. Los pecados arrastran su peplo por
le camino. El cura no sabe qué hacerse. Se siente desbordado por otras
presencias. Su religión enseña la abnegación, el dominio frente a las
inclinaciones de la naturaleza pero tales instrucciones no constituyen sino
retórica. No otra cosa es la doctrina eclesial almacenada en unos cuantos
librotes insulsos. Pales ven a reinar. Baco y Afrodita te hagan escolta.
Bastián no puede consumar su violación. ¡Todo es tan nuevo y tan viejo a la
vez! Mientras, resuenan por la hondonada los ecos de los cantos de ronda que
van a perderse a los pies de las estrellas impávidas. Son las resonancias
magnéticas de un mundo entregado a su liturgia órfica de venerables y antiguas
cadencias y para las que el corazón de la vieja España siempre tiene puesto un
altavoz. He aquí a la vida que se renueva. Brota y renace la savia. Las parejas
se aparean. La llamada de la sangre. Celo estacional en los animales y en el
hombre y en la mujer sin cesura. Y en esto Macabeo, apercibido de los
siniestros planes de Bastián al que el usurero emborracha antes de ir a cometer
la vileza, trepa por un breval contiguo a la tapia del domicilio y coge al
violador y a su víctima in medias res. Águeda lo considera un enviado del
Cielo. Era la Virgen María que había escuchado sus plegarias impidiendo la
consumación del ultraje. Pereda narra la escena a lo vivo con su peculiar
estilo donde se dan cita la potencia imaginativa con la exactitud estudiosa del
lenguaje. Es el suyo un castellano en adobo de cachaza y buen humor con
resabios de sorna aldeana. Relata, no predica. En esta obra se hace el retrato
de una España rural hacia 1879 que es cuando está datada la entrega. Coloca sus
potentes anteojos en la atalaya de mando. Realiza una colimación muy audaz del
universo que brilla dentro. Nos describe un planeta psicológico con variedad de
tipos. A través de su pluma conocemos cómo respiran y qué piensan los
contemporáneos del novelista. De qué pie cojean. A qué aspiran. Su golpe de
vista es certero. La vista de Pereda parece la lente de un poderosísimo
telescopio con buena escala, o microscopio, según se quiera, capaz de ver las
cosas como son. Al natural. Enfoca para
Valdecines y nos da a entender que pese a su ubicación ideal inter montes no es
la meliflua Arcadia sino más bien un aparatoso infierno donde reina la
mezquindad. El hombre sigue siendo lobo para el hombre. No hay mejora. El
discurso, un tanto tolstoyano y fatalista, en su tono patético, trae a mientes
reminiscencias del modo literario ruso, pero Pereda es un español chapado a la
antigua de talante libérrimo, sólo embridado por sus creencias y carencias
religiosas, que comprende y ama a su país, aunque le duelan sus defectos.
Entiende el drama de las dos Españas. El eco de los cantos se pierde camino de
las impávidas estrellas. Son resonancias magnéticas de un mundo feliz. La vida
que se abre paso. El tallo que brota. Los pájaros hacen boda mientras el rebeco
en su berra llama a la hembra. Todo lo que vuela y todo lo que corre se entrega
a una cópula ininterrumpida de sol a sol.
Es lo único que diferencia a las bestias de los hombres. Ellas se
aparean en el celo estacional mientras en el ser humano la libido es
constante. A todo esto, Macabeo
apercibido de los siniestros planes de Bastián al que el avaro previamente
emborracha trepa por un breval contiguo a la tapia del dormitorio donde la
muchacha es retenida de rehén y coge al violador in medias res. La victima lo
considera un enviado del Cielo. Por fin la Virgen a la cual ella invocó
aterrorizada ha escuchado sus súplicas impidiendo la consumación del ultraje. Pereda
narra la escena a lo vivo con su peculiar etilo donde se dan cita la potencia
imaginativa con la exactitud del lenguaje adobado de cachaza, un sentido del
humor metido en agua de sorna aldeana. Cuenta cosas. No predica. En esta
entrega que data de 1879 hace el retrato de la España rural durante la
Restauración. Coloca sus potentes anteojos en la atalaya observatorio de su
bravía casona y a través de una colimación minuciosa coloca al lector ante un
universo que brilla dentro. Nos describe un orbe psicológico. A través de la
pluma perediana conocemos cómo respiran, qué piensan sus contemporáneos. Y de
qué pie cojean. Cuáles son sus aspiraciones. Su golpe de vista macroscópico
tiene el poderío del del agua caudal. Enfoca para Valdecines y nos da a entender
que pese a su ubicación ideal inter montes no es la meliflua Arcadia soñada
sino un averno de pasiones donde reina la mezquindad, la maledicencia y la
malquerencia de unos con otros. El hombre sigue siendo un lobo que por una
inclinación atávica o por idiopatía ingénita se dedica a fagocitar a sus
semejantes. Le gusta simplemente hacer daño. No hay mejora. Entretanto, y sin
perder ripio, cabalgan Quijote y Sancho. Ante tanta contradicción como le
envuelve al autor de Peñas Arriba de los labios del escritor parte un suspiro
de resignación o tal vez de rebeldía. Pereda es un especialista en estos tacos
de resignación admirativa que plagan sus libros donde no hay palabrotas:
cáspritis, aticuenta, carafles, bodoques, trastajo, pantoques y carpanchos. Por
vida del chápiro verde, voto a bríosbaco y otras expresiones de furor.
Juramentos a la antigua que carecen del matiz coprólogico y vulgar en el que
hoy se adentran nuestras conversaciones. Son rancios vocablos que maciza en su
prosa y sirven de cebo del donaire. Pereda es un escritor de mar y de montaña a
la vez de pluma nerviosa y lábil que parece que se dispara al rodar por la
pendiente de gargantas y desfiladeros de la comarca de Potes. Sus párrafos
retumbantes y llenos de colorido recuerdan a las aguas bravas del Río Ebro al
nacer en Reinosa por cascadas que brincan sonoras de peña en peña. Si la
prosopopeya valiera para algo, su retrato ¿qué nos diría? Ha aquí un caballero
de rostro alargado, magro de carnes, gesto severo, mirada de lince bajo las
dioptrías de su monóculo, tagarote venido a menos, persona algo crédula y
entusiasta, de talante bonachón mas algo colérico, también un poco coqueto,
aunque solterón, gastaba tupé como don Práxedes Sagasta. Bajo su sombrero de
ala ancha y embutido en su anguarina pasada de moda se esconde un soñador
marcado por los desengaños y vacilante en las viejas convicciones. Le ha tocado
defender un mundo que se derrumba y en el que sólo cree a trancas y barrancas.
Se ha cansado de fustigar a los comilitones del sensacionalismo y las
corrupciones y bobadas de los señores diputados de la Carrera de San Jerónimo.
Ha asumido el oficio de profeta y no se cansa de repetir que España se va a la
hoyo. Su estilo es sesquipedal[ii]
pero aunque con algunos repámpanos no cae en la elación ni el hinchamiento de
los decimonónicos. Es un señor de campo que lo mismo baja a Santander para
buscar un remedio a sus vacas que padecen jaldía[iii]
que entra en los figones de Puerto Chico a comer marmita con los pescadores. No
es casa con nadie. No es un baldragas ni un melifluo. Le gusta llamar a las
cosas por su nombre. Tiene por costumbre echar mano de paremiologías, pues su
decir es sentencioso, como aquel que dice: “Todas las gentes me dicen cómo no
te casas, Juan. Las que me dan no las quiero y las que quiero no me dan”. Como
buen cuentista es algo chismosón. Lo que le coloca a un tris de la
socarronería. Ama la vida y en cuanto a ideas defiende la tradición por más que
para eso tenga que hacer encaje de bolillos con vista a atar cabos. Por lo que
sus novelas de tesis son una iniciación al arte de la esgrima psicológica. Su
mirada es limpia y aguileña. Debió de ser poco tolerante con las flaquezas de
los que le rodeaba. Se había vuelto misántropo al fin de sus días. Sin embargo,
no le duraban mucho sus prontos. El asco que le inspiraba el caciquismo lo
remediaba con su entusiasmo por el paisaje privilegiado de los Picos de Europa.
Galdós podrá tener un arte de narrar más certero pero es más aburrido que él.
El canario va a lo seguro mientras el montañés se encarama muy pronto a sus
riscos. Al que más se parece, cada uno en su orilla, es a Clarín. Sus obras
ciñen bien el viento. Orzan la nave de la misma manera. Pero mientras el uno
idealiza la aldea en sus cuentos morales el otro la detesta. Ambos se sienten
muy a gusto contemplando y describiendo el paisaje. Pueblo chico, infierno
grande. Pereda era pesimista sobre la condición humana. Era también católico,
feo y sentimental lo mismo que Valle Inclán. Es también carlista y se siente
abroquelado en una forma de vida del pasado al cual no puede renunciar y que
únicamente le depara disgustos. A su entender la Iglesia viene a ser el comodín
de la costumbre. Rara vez Pereda pone al dogma en tela de juicio y se aferra a
la fe del carbonero mientras Alas, como buen místico, intenta encontrar otros
caminos y fustiga la moral de situación del clero trabucaire y salaz. A
diferencia de su vecino de provincia, don Leopoldo era un liberal de cuerpo
entero. Pero, como los hombres han de estar por encima del bardal de las ideas,
unos y otros se llevaban bien y hasta llegaron a entablar un flujo de
correspondencia interesante.
9 de abril
de 2002
[1]El profesor Alarcos sostiene la
tesis de que el bable como lengua exenta o diferenciada del castellano no
existe. Se trata más que de una variante del viejo romance, al que solo dan a
entidad su entonación cantarina y algunas tendencias modales arcaicas
peculiares, como pudiera ser la utilización del pronombre posesivo como
artículo determinativo, “mío pa”. Las explosiva f que no presenta aun formas
aspiradas como en farina, formica, facer y ferrada. La diptongación suavizante
[azeuxis] tan característica de los hablantes norteños; verbigracia, fuina.
Cierta tendencia a la nasalización (se puede identificar a un hablante de Oviedo
por como pronuncia las enes casi a la francesa, muy agudas y oxítonas.
Remanencia de las linguopaladiales. Todavía dicen llera por lera o glera.
Ausencia total del yeísmo. Utilización de la voz pasiva en el verbo, y del
pretérito indefinido con preferencias al pretérito perfecto. La aféresis.:
Poldo el del molín. Y el apócope.: ¿y de que nos val? Por vale de qué nos vale.
Pronombres enclíticos: dixomelu el paisanín.
Etc.
[2]La papisa Juana que reinó con el
nombre de Juan VIII, en primera mitad del siglo Nono, es un caso singular de
travestismo en la historia del pontificado. Como Tiresias cambió de sexo.
Convirtió la cátedra de san Pedro con sus imposturas y sacrilegios, en silla
coprónica. Las malas lenguas señalan que ciñendo la tiara sobre sus rubios cabellos
esta inglesa tuvo un hijo de su camarlengo el joven Floro que a su vez había
sido engendrado de una ramera de Roma por su predecesor en el cargo, Urbano
VII. La papisa de origen sajón había profesado en el monasterio de Whitby como
varón enamorada de uno de sus monjes. Ambos amantes cruzaron el canal de la
Mancha y tras una serie de vicisitudes y peripecias por diversos cenobios
benedictinos como los de Fulda, donde se instalaron como copistas de códices llegaron a Constantinopla. En oriente
se deshace la fraternidad. Frumencio queda instalado como monje en el monte
Athos mientras que Juana emprende la travesía por mar hacia la Ciudad Eterna
disfrazada bajo la cogolla de san Benito. En la corte de san Juan de Letrán
deslumbra por su sabiduría a los obispos y cardenales. A la muerte de Urbano el
pueblo romano la alza sobre el pavés y es coronada pastora de la cristiandad.
El nombre de la papisa ha cebado las cajas de guerra de la leyenda negra contra
el Vaticano. Es una flor negra que florece en plena edad de hierro del
pontificado, una institución que surge de la voluntad de Carlomagno asistida
por sus consejeros judíos, en pleno apogeo del sacro imperio germánico. Para
convencerse no hay más que echar manos de las actas de Pepino el Breve el cual
proclama los estados pontificios.