El triste epílogo de un poeta Málaga, 1936. Los últimos días de Hinojosa – José Antonio Mesa Toré / El Mundo
PAPELES DEL PARAÍSO
Fue fusilado por los republicanos el 22 de agosto de 1936. Junto con él, cayeron los cuerpos de su padre, de su hermano Francisco y de otros 43 prisioneros políticos de la Cárcel de Málaga
José María Hinojosa, en julio de 1936, en una asamblea de agricultores en Vélez Málaga en la que una lluvia de piedras puso fin a su arenga. ARCHIVO LORING LASARTE
José María Hinojosa fue fusilado el 22 de agosto de 1936. Junto con él, los cuerpos de su padre, de su hermano Francisco y de otros 43 prisioneros políticos de la Cárcel de Málaga se desplomaron ante las tapias del cercano cementerio de San Rafael. El pelotón que los ajustició no estaba formado esta vez, como en el lienzo de Goya, por soldados franceses. Eran paisanos suyos quienes apretaron el gatillo. Hinojosa hubiera cumplido 32 años en octubre. Las balas que, en sádico número se diseminaron por su cuerpo, «sobre todo en los ojos, las preferidas ventanas de su poesía» (son palabras de Alfonso Canales),acabaron con su vida probablemente tres días después de las que, con no menor barbarie, abatieran en un barranco de la vecina provincia de Granada a Federico García Lorca. Balas, igualmente, de sus paisanos. Los unos y los otros se diferenciaban en las banderas a las que servían y en los símbolos que habían abrazado mas todos eran un mismo instrumento de terror, verdugos ambos bandos del «fresco y alto ornato de la vida». Llorando a Federico, con dolorosa clarividencia, lo resume así Cernuda:
El odio y destrucción perduran siempre
Sordamente en la entraña
Toda hiel sempiterna del español terrible,
Que acecha lo cimero
Con su piedra en la mano.
¿Por qué asesinaron a José María Hinojosa? Como afirma con rotundidad Alfonso Sánchez en su ensayo, desde luego no porque en el despuntar de su juventud se hiciera poeta (uso adrede esta expresión, hacerse poeta, al recordar un pasaje de las memorias de Manuel Altolaguirre, tituladas El caballo griego, en el que se desliza la sospecha de que fue Emilio Prados quien, despechado porque su novia se había comprometido con Francisco Hinojosa, hermano de José María, concibió una «cruel venganza» contra la familia: «hacer que José María Hinojosa se hiciera poeta»). No, su muerte no se debió a que entre 1925 y 1931 publicara seis libros de poemas; a que sus versos, a partir de 1926, tras una estancia de varios meses en París que habría de transformarlo en otro hombre, se hubieran contagiado de los elementos programáticos del surrealismo; a que entre sus amigos y conocidos se contaran la mayoría de los integrantes de la joven literatura, los artistas de la Escuela española de París o los propulsores y adeptos del Manifiesto surrealista; o a que viajara en 1928 a la nueva Rusia. ¿Qué miliciano del pelotón que disparó contra él conocía sus veleidades de juventud y, de haber sabido de ellas, a cuál le importaría?
A su regreso del país que había asombrado al mundo con su revolución, Hinojosa va paulatinamente, todavía acuciado por tremendas dudas y cavilaciones, renunciando a la poesía y asumiendo el papel que su familia había soñado para él. Se convierte así, entre la abogacía, la política y la religión, en un enérgico defensor de los valores tradicionales y de los intereses de la clase privilegiada a la que pertenece, los mismos que habían atacado sus poemas corrosivos, soñadores con un mundo mejor, libre de cadenas. Durante la convulsa travesía de la II República española, José María Hinojosa será uno de los jefes más carismáticos de las fuerzas de la derecha en Málaga. Contra esa figura, enemigo declarado del pueblo, iban dirigidas las balas que atravesaron su carne, esta vez con una herida mortal.
En el texto se nos retrata con crudo realismo la escalada de odio y amenazas, el clima prebélico que, luego del triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, se vive en las calles y en los campos de Málaga, como de España entera. Días en los que la hiel del español terrible se desborda, en los que la mano coge la piedra y todo indica que la sangre anegará la tierra. Alfonso Sánchez refiere dos sucesos en la primavera y el verano de ese año premonitorios para la suerte de Hinojosa: a finales de mayo es detenido por la policía y en julio, en una asamblea de agricultores en Vélez-Málaga una lluvia de piedras pone fin a su arenga. Tras ese preámbulo de funestos presagios, la narración se centra en la vertiginosa avalancha de acontecimientos horribles que se desencadena a partir de la sublevación militar del 18 de julio, que en Málaga es aplastada con muchos tiros pero pocas bajas. El autor, con profusión de datos, que extrae de muy diversas fuentes, nos hace espectadores del calvario que sufre la familia Hinojosa al completo desde la mañana siguiente: el saqueo y la quema de las villas residenciales de la Caleta, Miramar y el Limonar (entre las que se encuentra Villa Mar, el domicilio malagueño de los Hinojosa), por una muchedumbre ávida de sangre; la huída hacia el cercano edificio conocido como el Desfile del Amor, en el que estarán refugiados durante seis días de inenarrable angustia hasta que los hombres de la familia sean detenidos y llevados al Gobierno Civil; su ingreso en la Prisión Provincial el 25 de julio; los días que, de tan lentos y sombríos, parecen no pasar; la esperanza o la frustración, según los rumores que corren por el penal sean más o menos favorables para su suerte; la fe puesta en los aviones que ronronean en el cielo, anuncio tal vez de la inminente caída de Málaga; finalmente, la mañana en que una muchedumbre rabiosa ante las puertas de la cárcel exige, en represalia por el bombardeo de la aviación franquista del día anterior que causa estragos entre la población civil (siendo incontables los cadáveres de mujeres y de niños), que se acabe de una vez por todas con la vida de los detenidos “fascistas”, y, luego, el vejatorio traslado hasta los muros del cementerio, los disparos, la muerte, la fosa común. Y el silencio.
Hinojosa, con Lorca y Prados, entre otros, en la Residencia de Estudiantes.
Hemos referido antes que en el relato de los hechos se manejan numerosos testimonios que proceden de fuentes distintas: por un lado, las obras de historiadores que se hacen eco de la guerra civil en Málaga y las de memorialistas, especialmente los escritores extranjeros que por aquel entonces vivían en la ciudad o en sus aledaños como Gerald Brenan y su mujer Gamel Woolsey o Marjorie Grice-Hutchison (de entre los españoles, merecen mencionarse las memorias de José Antonio Muñoz Rojas); por otro, los documentos e informes oficiales o publicaciones de la época, como La Unión Mercantil, Estado Español y Boinas Rojas; a todo ello hay que sumar las obras de ficción que se abastecen de sucesos reales de aquel momento (así las novelas Monte de Sancha, de Mercedes Formica, y La danza y el llanto, de José María Souvirón) y el testimonio directo de testigos relacionados con los Hinojosa (recordemos que Alfonso Sánchez publicó un libro de entrevistas con familiares, amigos y contemporáneos del poeta, Este film inacabado).
La cantidad y la variedad de las visiones aportadas sobre aquel traumático episodio de nuestra Historia emparenta su ensayo, escrito en 2003, con un título indispensable para conocer a fondo qué pasó en Málaga durante el período republicano, la antología Arcadia en llamas: República y guerra civil en Málaga 1931-1937, de cuya edición, en 2011, es responsable Francisco Chica. Y cumple con el propósito expresado por su autor en la primera línea del texto: «reconstruir con rigor, detalle y precisión los últimos días de José María Hinojosa».
Una vez reconstruido el triste epílogo de la vida del escritor y político malagueño, Alfonso Sánchez, con palabras que no se alejan mucho de las que hubiera usado un fiscal, plantea, sin amedrentarse ante la actitud generalizada de mirar para otro lado, sus conclusiones. A saber: que la muerte de Hinojosa, de sus familiares y de quienes junto a ellos fueron elegidos para la «saca» de aquel día, así como los que cayeron en las que se sucedieron anterior y posteriormente, fue un crimen puesto que no hubo formación de causa ni juicio. Que aquel baño de sangre en el que se vio sumergida la ciudad muy poco después del aplastamiento de la intentona golpista se debió a la implantación del llamado por algunos historiadores Terror rojo, esto es, que el Comité de Salud Pública -irónico nombre para una organización de fines tan macabros- fue quien en verdad ostentaba el poder, por encima de los representantes legales del gobierno republicano, aplicando la «justicia del pueblo» y, en consecuencia, decidiendo a su antojo sobre la vida o la muerte de los ciudadanos. Que, así como en Málaga y en otras capitales del país leales al bando republicano se instauró un régimen de terror por parte de las organizaciones más extremistas del Frente Popular, en aquellas en las que triunfó la sublevación existió, con los fanáticos del otro lado a la cabeza, un Terror blanco, no menos arbitrario y sanguinario que el de sus enemigos (en nota a pie de página leemos la siguiente aseveración: «El color del terror cambia; los métodos son idénticos»). Y por último, y ya nos habíamos referido a ello, que de haber sido José María Hinojosa víctima del Terror blanco, y no del rojo, su fortuna como poeta habría sido bien distinta, por lo que, si de verdad se quiere hacer justicia, habrá que convenir que «todas las víctimas pertenecen a la misma categoría», algo que muchos compañeros de generación y amigos de Hinojosa olvidaron interesadamente y que solo Luis Cernuda les recordó, aunque fuese con una escueta y mesurada línea.
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