Estos días del tardiego, en que la ciudad de León se recrea con el veranillo de san Froilán, la fiesta dominical de las Cantaderas revive episodios donde la historia y el mito comparten camino. El maestro Mircea Eliade ha estudiado el proceso de transmisión entre la realidad y la leyenda, cuando un elemento irrelevante cobra envergadura y empieza a correr de boca en boca. No vamos a aprovechar la fiesta de mañana para ponernos estupendos, aunque sí conviene devolver a su cauce una celebración centenaria, para que ritual y festejo adquieran su auténtico vuelo. Despojando los apósitos adosados por siglos de clerigalla. Como el mito de Teseo, que cumplió Atenas con el rey Minos, las Cantaderas encierran un tributo de iniciación, de los destinados a aplacar la embestida del mal. Aunque multiplicando exageradamente por siete la dote virginal de los atenienses.
León sigue festejando más de mil años después la liberación de aquel tributo nefando contraído por el oscuro rey Mauregato a fines del siglo octavo. Este bastardo de Alfonso I y la esclava mora Sisalda empeñó con Córdoba el envío anual de 50 doncellas nobles y otras 50 plebeyas. De hecho, hace medio siglo la ciudad bautizó con su nombre el pasaje abierto entre Cardenal Landázuri y la avenida de los Cubos. León festejaba aquella alegría durante cuatro días de agosto, del catorce al diecisiete, y consistía la dádiva en un cuarto del toro corrido por san Roque, 250 reales más los cestillos de pan y fruta. Hace cuatro siglos, el autor de la Pícara Justina presentaba a la sotadera que recluta y conduce a las doncellas como «la cosa más vieja y mala que vi en toda mi vida». Vieja, fea y corruptora. Un personaje de «hechos dignos de entrar con letra colorada en el almanaque de Celestina».
Movidas las fechas de agosto a octubre, permanece el ritual, que ahora se prolonga con la bajada desde la catedral a la plaza del Grano. Lo que resulta menos disculpable es que también permanezca el equívoco sobre la liberación del tributo. Las políticas ceremonias y sus cronistas sucesivos jalean con fervor el auxilio de Santiago en Clavijo, desdeñando de paso la primera gran victoria cristiana sobre el moro, que fue la batalla de Simancas del 939, donde el rey leonés Ramiro II derrotó al califa rubio Abderramán III, fundador de Medina Azahara que hizo de Córdoba «la perla de Occidente». También la tradición española incorpora a Santiago en su caballo blanco batallando en Simancas, a orillas del Duero, donde «cortaba cabezas como suele la hoz derribar espigas». Ramiro II tuvo que sofocar graves disputas familiares con su hermano Alfonso, a quien saca los ojos para de recluirlo en Ruiforco, antes de fundar en Palat de Rey el primer templo de la ciudad.
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