Ayer fue beatificado en Roma el P. Foucault cuya figura cobra una singular importancia en medio de la ola de algaradas incendiarias que vive el país galo. Este santo fue un francés atípico que intentó una aproximación entre el cristianismo y el Islam. Tarea que en vida del misterioso monje no pareció rendir frutos pero la simiente que él esparció por tierras agarenas del Rif puede a la larga rendir sus frutos. Les ofrecemos un capítulo del libro inédito de nuestro colaborador Antonio Parra, La fuerza del simún
Capítulo I
CHARLES DE FOUCAULD, LA FURIA DEL SIMÚN.
*SERÁ SU VOZ UN CÁNTICO NUEVO.
Exaltación triunfal de un perdedor.
Hizo bandera de la máxima evangélica non turbetur cor vestrum neque formidet(no se turbe ni tenga miedo vuestro corazón) y huyó al desierto. La importancia y reversibilidad de los merecimientos del vizconde Foucauld, ese gran perdedor con Cristo, en el cual ha tenido su triunfo y exaltación (el Bien no es un capítulo cerrado que pueda acabarse en sí mismo y siempre permanece abierto a opciones de vida; la semilla germina en silencio) adquieren gran medida y un relieve gigantesco. Su marcha a un rincón perdido del Atlas fue un gesto cargado de futuro.
Puesta en perspectiva y al trasluz del devenir reciente, la figura de este ex trapense, ex soldado, ex escritor y ex aventurero, se agiganta. Los dedos de la Gracia saben tejer una maravillosa pleita de tela profética sobre el cañamazo de todo aquello que el mundo rechaza. Su voz mesiánica resuena en estos tiempos contundentemente. Foucauld no es un santo de hornacina y casalicio, al que pongan velas las beatas, sino un santo de este tiempo, del milenio. Se trata de una bienaventuranza de gran talla, faro egregio para cuantos navegan por la mar arbolada de estos albores del milenio, cuando hay algunos que se empecinan en propalar la especie de que se ha acabado el tiempo de la Cruz. De un plumazo quieren tachar toda la grandeza del Nuevo Testamento. Sin embargo, se está acercando la hora de los pobres.
La religiosidad de este hidalgo francés se fragua en la renuncia del yo y sobre el afán de unir bajo el signo de Jesús, que es el amor, la tolerancia y el respeto mutuo, a los creyentes de las tres variantes de la fe monoteísta. Una de las oraciones preferidas por este morabito cristiano y que pronunciaba sin cesar en medio de la soledad de una ermita perdida en las estribaciones del Rif [“Invito a los habitantes de este planeta, cualesquiera que fueren, cristianos, judíos, protestantes, agnósticos o idólatras, a que me consideren su hermano universal”] adquiere espectacular magnitud al día de hoy, cuando los descendientes de aquellos hombres del Magreb, con los que convivió y tanto amó el solitario de la hamada de Bení Abbès, llegan a Europa en oleadas en busca de mejoras de futuro en la calidad de vida de sus hijos, siendo a veces objeto de la incomprensión y la discriminación, sin tener en cuenta de que ellos forman una raza de grandes valores sobre todo espirituales y humanos y acaso sepan salvar a Europa, que es víctima de su propio éxito, del marasmo materialista que da opción al egoísmo y la falta de caridad y de amor, Foucauld había fundado en un vivaque sahariano una institución que puso por nombre la Jauna (Casa del amor).
A ellos parecen dirigidas, sobre todo, estas palabras imbuidas de clarividencia profética. Las sellaría con su sangre. Caería víctima casual de la cimitarra fundamentalista. Pero su martirio, cargado de simbolismo anunciador de algo nuevo, y de una Iglesia que retorna a los principios que informaron su ser, representa un primer paso para un tímido acercamiento que enlace entre el Corán y el Evangelio.
Charles de Foucauld, el segundo vizconde del mismo nombre (1854-1916) nació en Estrasburgo en el seno de una de las familias nobiliarias con más alcurnia de Francia. Los Foucauld fueron ayudas de cámaras, ministros o generales en la Corte de San Luis. Se entronca con los Doce Pares, aquellos que fueron testigos del juramento del Delfín cabe la Encina de Vincennes. Quedó huérfano de padre y madre a los siete años. Él y su hermana Louise fueron recogidos y educados por el abuelo materno, un coronel retirado. Siguiendo con la tradición familiar, a los dieciocho años optó por la carrera de las armas, entró como cadete en la famosa academia general militar que el ejército galo tiene en Saint Cyr. Eligió la rama de Caballería y al cabo de un lustro saldría de teniente, con mando y plaza en el Cuarto Regimiento de Húsares. Bordadas las flamantes dos estrellas en su bocamanga, hizo vida de salones. Novias, saraos, bailes, romances y fiestas. Conoció el gran mundo de aquel París “fin de siglo”de la exposición Universal, el París de Zola. Una época que se caracteriza por la euforia de los nuevos inventos que serían el germen de un desarrollo tecnológico sin precedentes, marchando a la par con el desarraigo social, la miseria precursora a la lucha de clases, junto con las guerras coloniales y la falta de estabilidad política del Bajo Imperio. Era el canto del cisne de Europa. Al otro lado del Atlántico nacía un nuevo poder. Sin embargo, los tiempos de decadencia suelen ser fructíferos en lo que se refiere al campo de las ideas y brindan terrenos fecundos para el desarrollo del genio humano.
Era Charles de Foucauld un hombre de su tiempo: un romántico. Su vida legendaria parece arrancada de las páginas de la novela “Beau Geste“, y asemeja por su contexto a la de la película “ Las cuatro plumas “. Fue un Lawrence de Arabia a lo divino y en versión francesa. En los primeros tiempos de guarnición, el oficial de los húsares, heredero de Cruzados y por cuyas venas corría una de las más linajudas estirpes, no se revela como un hombre de guerra, sino como un oficial decorativo. Podría haber pasado como el protagonista de una novela de Maupassant: galante, perdis, algo borracho y muy sibarita. Las fiestas con los amigos acaban en opíparas cenas pantagruélicas. Se aburría. Engordó... La afición a la perdiz escabechada, al vino de Burdeos y a las setas le depararon algunos problemas con la báscula. Este Foucauld de la primera época fondón “ bon vivant “ y abúlico- el fastidio es el castigo del buen burgués- nada tiene con ver con aquel otro morabito atezado por los soles del Sahara, desmarrido por una pitanza a base tan sólo de dátiles y leche de camella, con aquel penitente enteco de ojos encendidos por el amor de Dios y la alegre melancolía de quién presiente ya el martirio, la opción de muerte que él mismo había elegido.
Por otra parte su comercio con “ cocotes” parisienses y el trato con las mujeres de vida ligera parece ser que le depararon algún disgusto ¿ Padeció gonorrea o alguna venérea de carácter más grave?
Nada se sabe de cierto. Mais, il s´ ennuit...
Se aburría a morir en la caserna.
El advenimiento de la segunda república en Francia implica algunos cambios en el callejero, no menos que la sustitución de todos los distintivos dinásticos. El cuarto de Húsares empezó a llamarse el Cuarto de Cazadores. Fueron movilizados y enviados a una avanzadilla de la frontera en Argelia. Participa en algunas escaramuzas contra las cabilas. Recibe su bautismo de fuego. Aquel cambio de régimen de vida su organismo poco avezado a los agobios de la vida en campaña pronto lo deja sentir. Su salud se resiente. La primera impresión que deja el desierto africano en su retina no puede ser menos favorable. Estaba por llegar su hora. Se acentúa su crisis religiosa. Dios estaba llamando a su puerta con sutiles dedos. Años más tarde, el simún, ese ventalle que alza sus pliegues de arena sobre las dunas a la que proyecta con rapidez sobre la llanura inhóspita, como si fuesen espectros, lo cambiaría por completo. Allí experimentaría la fuerza del siroco, el mismo torrente de energía que derribó a Pablo camino de Damasco.
África lo cambiaría del todo. Sería para él su gran metanoia. Quedaría hechizado por el misterio de sus noches mágicas. Ese silencio duro del desierto, el verdor de los oasis y la belleza de ese mundo moaré de los nómadas que discurren por el mar de arena a la búsqueda de pozos para sus camellos y pastos, al murmullo de las oraciones ensimismadas, y el grito constante de “ Allah alkabar” (Alá es el mayor), según lo recitan las cunas del Corán. Le caló muy hondo esa fascinación africana, cuna de las religiones mistéricas y cuna también del cristianismo. En los primeros seis siglos, sólo en el norte del Continente Antiguo había tres patriarcados, ochenta sedes metropolitanas, amén de cuatrocientos obispos desparramados desde Alejandría hasta Tagaste. Hipona, en lo que es hoy Túnez fue la sede de Agustín. Las arenas de la región sub sahariana están regadas con la sangre de innumerables mártires, e incluso el rostro de Cristo, según lo retrata la iconografía bizantina, de cabellos negros y moreno semblante, pudiera pasar por el de un árabe. Los patriarcados de Antioquía, de Alejandría y de Constantinopla son los más antiguos del orbe cristiano. En los desiertos de Anatolia nacieron la liturgia, el monacato y una forma de vida peculiar. De Oriente nos vinieron la luz y la cruz.
Hoy ya no queda apenas rastros de aquellas florecientes iglesias. En todo el inmenso Marruecos, un territorio dos veces España, no quedaba en tiempos de Foucauld ni un altar, ni una simple ermita en cuyas espadañas campease el símbolo de la cruz. Estos son los predios inescrutables de la Media Luna. ¿ Por qué? Algunos Padres argumentaron que Mahoma era el anticristo. Otros adveran la tesis- mucho más verosímil - de que la pérdida de aquellas iglesias de más abolengo en la historia de la fe (traigamos a colación el nombre de los patriarcados de Antioquía y de Alejandría y a los coptos y maronitas) tuvo algo de castigo por el clima de disidencias entre arrianos, monotelitas, monofisitas, reinante durante los primeros siglos, a los creyentes. Habían malversado los depósitos de la fe con querellas intestinas, guerras de religión, herejías y desacatos. En particular, no se había cumplido el testamento de la Ultima Cena: “ que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.
Sin embargo, cabe la sospecha de que el Islam, que en el fondo es un sistema de valores legatarios del Evangelio, nacido al calor de los Apócrifos, sobre las arenas regadas por la sangre de los primeros mártires en la antigua Numidia, Mauritania, Libia, Cilicia, Antioquía, Persia, conserve filiaciones e influencias del monofisismo caldeo y del arrianismo egipcio, que pensaba que Cristo era meramente un hombre enviado por la deidad en su lucha contra el Demiurgo. ¿Podrá Mahoma volver al redil de la fe? El camino de retorno es difícil, pero para Dios o Alá, que ellos dicen, nada hay imposible. Hace falta mucha tolerancia, mucha fe y mucho amor. Los seguidores del Profeta creen en el Salvador a su manera, por lo que la reconciliación podría saldarse. No puede decirse lo mismo del judaísmo sionista, que niega a Cristo, y se opone a Él con toda su protervia, recalcitrante en el error.
En cualquier caso, aquí subyace uno de los grandes enigmas de la Historia de la Iglesia: la fuerza con que irrumpió el Islam en su propio seno. No faltan profecías que señalan que la reconciliación con la Media Luna será uno de los signos de la llegada de la Parusía. A juzgar por las apariencias de la actualidad (conflictos entre palestinos y hebreos en Jerusalén y el estado de “ Jehad” o “djijad” y en castellano antiguo “chijad”, guerra permanente) no parece muy próxima esa convergencia entre las tres religiones mistéricas. Pero es la idea por la cual vivió y murió este noble francés transformado en morabito. Sintió esa llamada del desierto porque en la soledad del yermo aguarda la fórmula ideal de los que quieren ser perfectos.
Detrás de ella están los eremitas que siguieron las huellas de Juan el Bautista y se vistieron de marlota y de piel de camello en el más estricto sentido esenio. Ayunaron e hicieron penitencia conforme al dictamen de la mandaá de los primitivos cristianos de San Juan. Toda la mística del Temple abunda sobre el concepto de“ mandaá”(transformación). Cristo, por su aspecto, era un judío esenio, un hombre del desierto. Y su madre, María de Nazaret, debía de tener la apariencia de una tapada como una de esas buenas mujeres árabes, el chador o flameo de las desposadas, a la cabeza, y tiros largos, que encontramos cada vez con más frecuencia por las calles de nuestras ciudades, porque la avalancha viene y se acerca, para recordarnos que vivimos en un mundo unipolar, que acaba de cambiar de amo. Ellas se resisten a aceptar las modas occidentales y van muy derechas y orgullosas de su fe y de sus costumbres islámicas. Su presencia viene a recordar a muchas de nuestras cristianas sólo de nombre que existe una virtud que se llama el recato y el pudor, que la desnudez no dignifica a la hembra, antes bien la rebaja a su condición animalista - visión pagana- y la convierte en mujer objeto y juguete de deseos. Pero este contraste o protesta por la indumentaria no es nuevo; ocurrió ya en tiempos de los romanos.
María no debió de andar por el mundo como una deslumbrante Madona de Rafael o una moza guapa de la Sevilla de Murillo, mal que nos pese, sino como una de estas humildes doncellas de cabeza inclinada de los frescos griegos. Ella es la Theotokos Panmakaristos (madre de Dios y de los hombres) y también la “ Panagia Paramythia” (madre del Aviso). Esta es la imagen de la Virgen que he contemplado yo sobre el cielo encendido de Prado Nuevo el 13 de mayo de 1995. Nada que se parezca a la bonitura inalcanzable con que nos la presentan los pinceles y gubias de imagineros y pintores de la escuela sevillana, sino un ser de carne y hueso, que, en siéndolo, resulta estampa muy humana y a la vez divina. Su silueta salio dibujada en la corteza del fresno de las Apariciones en instantáneas tomadas con mi cámara de fotos en las primeras fechas de registrados los fenómenos a comienzos de los años ochenta. Eran aquellos días presagos las avanzadas de un cambio que ya se está operando mientras alborece un milenio. La Virgen, tocada del flameo de la castidad, paradójicamente elevaba un grito de protesta contra nuestro necio descoco. Su misión en las tareas de gobierno de la Iglesia ha sido esa presencia opaca de Esclava del Señor, porque, al proferir su “fiat”, asumió con su Hijo un papel mesiánico y soteriológico. Esta voluntad del “ hágase en mí según tu palabra” se cumple todos los días en la vida de esa Iglesia del Silencio mariano. No sé si habrá hablado más de un par de veces en los Evangelios. Una, para ensalzar al Dios de Israel en el canto del Magníficat; otra para increpar al Niño que se había quedado rezagado en el Templo disputando con los Sabios de la Ley, y una tercera, para murmurar en las Bodas de Caná una amorosa y humana advertencia de mujer que se da cuenta de todo”: No tienen vino”. Por lo demás, no hizo otra cosa a lo largo de su vida que “ callar y guardar aquellas cosas en su corazón”. (Et mater ejus conservabat omnia verba haec in corde suo. Luc, II, 51,52). Esta Virgen pudorosa vela, desde su recato de madre del género humano, por todos y cada uno de nosotros.
Según una antigua leyenda en un viejo monasterio de Vatopedi del monte Athos, los frailes llevaban una vida disipada. Dios permitió castigarles enviándoles una banda de piratas. Cuando éstos estaban a punto de irrumpir en el convento para saquearlo, y dar muerte segura por decapitación - era la regla entre los berberiscos -, la Panagia Paramythia se aparece al idumeo o superior avisandoles que se pusieran en fuga. Los monjes escaparon y los proyectos vengativos de Dios quedaron sin efecto. Pasada la horda, los cenobitas regresaron a sus celdas y vivieron en la observancia.
Una imagen de esta Madre del Aviso y Virgen del Consuelo, con todo ese hieratismo bizantino, cargado de simbolismo y descarnado de toda sensualidad, era el único retrato que presidía la austeridad de aquel zaquizamí perdido en el Sahara al que el aventurero francés fue a parar. No es ya meramente la Madre del aviso sino la Escala de la Contemplación. “ Más de dieciséis horas llevo aquí plantado - escribía el 22 de marzo de 1897 Charles de Foucauld- y no he hecho otra cosa que mirarte. ¿ Qué me quieres decir, Dios mío? Yo soy poco lo que tengo que deciros porque mi vida se ha convertido en una completa contemplación del Amado “. He aquí una de la primera muertas de “kenosis” o anonadamiento, sensación quietud, “poustina”, exinanición, muerte del yo, nada divina, alumbramiento, “ Gelassenheit”, santa indiferencia, karma, etc.; todas esas acepciones ha recibido ese estadio en el cual el alma del hombre vierte como un río sobre la mar y se encuentra cara a cara con Dios. Estos términos saltarán con frecuencia a lo largo del libro, que tienes entre tus manos, amable lector, y en el que nos proponemos acometer un estudio de la iniciación a la santidad a través de algunas figuras señeras de la Mística.
Esas moritas que pasan a nuestro lado ¿ no serán un poco las embajadoras del concepto de salvación que transmite a las católicas de la Vieja Europa, caduca y entelerida, que expira asfixiada por su propio éxito, pero ególatra y envejecida, la Madre del Aviso? El Islam es una fuerza. También una bomba demográfica. La Panagia Paremythia, de la misma forma que intercedió ante su Hijo para evitar el castigo a los relajados monjes del monte Athos puede desviar la mano del azote que se acerca a los muros de la ciudad alegre y confiada, haciendola recapacitar. Dios nos libre también de las luchas del pasado. De cualquier guerra santa y de las que los europeos, tanto católicos como protestantes u ortodoxos, somos culpables. Porque aquello fue una forma o un aviso que envió La Sabiduría Inmutable para confundir nuestra soberbia acrisolada en los vicios.
Ellos aportarán el vigor de la juventud, otros valores éticos. Traen en sus rostros quemados por el sol africano esa fuerza irresistible del simún. Foucauld lo percibió muy en sus adentros - esa descarga del mundo que se acerca y se transforma - cuando sintió la llamada de África y concretamente le atraía Marruecos, a cuya lengua tradujo los Evangelios y compiló un diccionario árabe dialectal- francés, que es hoy una herramienta de trabajo de la Filología Semítica. Pero no fue nunca un renegado ni un muladí este gran amigo de los árabes. En Tindouf se decía: “ Es una pena que un musulmán tan bueno como es ese fraile no vaya al Paraíso, por no profesar la fe del Profeta”.
Su vocación fue como un ventalle de gracia divina, una tromba de siroco que transformó de arriba abajo la existencia de aquel elegante y epicúreo teniente de Húsares. El proceso fue lento. En Setif protagonizó un motín con unos cuantos de sus legionarios. Protestaban por el rancho y las degradantes condiciones infrahumanas con que se vivía en aquel fortín enclavado en las mismas entrañas del Sahara. Sobre sus espaldas sintió el peso del saco terrero. Se le formó consejo de guerra y a punto estuvo de ser fusilado. En ultimo término, le fue conmutada la pena capital por la de la degradación.
Con toda la tropa formada ante el adarve, un sargento procedió solemnemente a arrancarle las estrellas de la bocamanga. ¡ Demasiado para un brillante militar de carrera formado en las aulas de Saint Cyr: un “chusquero“ lo expulsaba del Ejército!
Regresó a Francia desanimado, pero todavía más rebelde. Otra vez, la buena vida. Una tarde, estando acodado sobre el velador de un café de Evián y hojeando un diario sin mucho interés le asaltan unos titulares”: Insurrección en Orán. El Cuarto regimiento de cazadores entra en combate”. Inmediatamente, solicita su reincorporación a su unidad, abandona a su amante de turno, una condesa por nombre Mimí, y vuelve a militar baja las banderas de la Caballería Francesa. Su escuadrón operaba en Tindouf. La rebelión es sofocada. Pero esta vez África atrapa al joven para siempre. En su espíritu se opera la decantada metamorfosis. El desierto con sus calinas ardientes, el silencio impresionante, con sus beduinos de ojos de fuego, hechiza a Foucauld. El mundo árabe es como un conjuro, un sortilegio. Pero de nuevo siente escrúpulos ante la posibilidad de estar siendo víctima de un espejismo. La zona de operaciones de su unidad tenía por centro el “ bled”, un blocao de avanzadilla, arenas adentro de Tolbruk, allí donde la bazofia, el calor intenso de los días y el frío de las madrugadas o la falta de agua potable sean todavía menos soportables que el aburrimiento.
Quienes hayan servido en alguna trinchera del desierto saben que el enemigo a batir por el soldado desplazado a estos destacamentos no son las cabilas, ni el sol abrasador que se cuela por el cogote y calienta como una estufa las barbilleras de lona de la galea. Ni siquiera los torbellinos de arena o las moscas insoportables o los insectos. Es el tedio. Muchos no lo soportan. Se vuelven locos o se suicidan. Lo llaman los franceses “ mal du bled”. Es como una resaca de tamo que se te va metiendo por los poros y sube alma adentro. La tierra llama a los hombres a su seno. Se siente entonces la fascinación del espejismo. Entran ganas de huir. El suboficial Foucauld - había sido degradado en el escalafón - desde su garita de centinela en una de las barbacanas del fortín debió sentir la llamada del desierto y le entraron ganas de huir. Otra vez pide la absoluta, ahora ya para siempre, en el Arma de Húsares. Quiere conocer Marruecos. Como estaba vedada la entrada a los cristianos en aquel territorio, se hace pasar por hebreo. Desde la expulsión de los heroicos misioneros franciscanos y de los frailes de la Merced aquel inmenso territorio allende el Atlas quedó huérfano de la Cruz. Era verdadera tierra de moros. Uniéndose a una caravana de judíos que, mandada por el rabino Joseph Alemán, un sefardí, y, empeñado en entrar en la mítica Berbería in pártibus infidélium, se dirige a visitar la alfama de Chauen y otras aljamas del interior.
A tal efecto, aprende algo de hebreo y se deja crecer aladares, según la costumbre de los antiguos israelitas españoles. Aquel viaje le fascina y deja en su espíritu una huella indeleble. Como resulta de esta gira nace un libro en el cual narra sus experiencias por las inmediaciones del reino alauita, prohibido a los no mahometanos. Es el momento de su conversión. Decide hacerse trapense y entra en el convento de Santa María de las Nieves. Sus superiores acceden a enviarlo a una trapa recién abierta en Siria. La severa disciplina cartujana le parece poco rigurosa para la vida de penitencia y de sacrificio que él tiene en mente.
Recorre mendigando toda la región de Palestina y se instala en Nazaret donde lo acogen como hortelano las clarisas. En la huerta construye una cabaña y allí reza y estudia una vez terminada las tareas agrícolas. Se dirige a Jerusalén donde en otro convento de la orden franciscana realiza los humildes menesteres de portero y otros servicios ancilares. Se ordena por fin sacerdote y se une a una expedición que se dirige al desierto, al país de los Tuareg. Quiere fundar una orden contemplativa dedicada exclusivamente a rogar por la conversión - y, si no por la catequización, problema harto difícil tratándose de mahometanos, al menos la reconciliación - del mundo islámico. A lo largo de su más que corrido cuarto de siglo que pasa en los oasis, el hermano Alberic (ese fue el nombre que adoptó al ordenarse) no consiguió bautizar más que a un solo neófito. Sin embargo, él pensaba que Dios opera bajo otros parámetros. Sus caminos no son nuestros caminos. El Señor echa otras cuentas.
Humanamente parece imposible entender cómo pudo aquel aventurero de Jesús de Nazaret, el corazón mordido de desierto, embarcarse en tamaña empresa. Solo. Sin apenas medios materiales, sin más respaldo que el de algunos de sus antiguos compañeros de armas, adscritos a las patrullas de la policía nómada que velaban por la seguridad del protectorado y que cada quince días llegaban al austero “bordj”, especie de capilla mahometana, con víveres y el correo para el anacoreta de Tamanrasset. No hizo prosélitos. La hermandad que se propuso fundar o Jauna que tendría por lema la palabra árabe “ amon” (paz y perdón), aunque Foucauld consiguiera ultimar sus estatutos, tardó bastante tiempo en ser aprobada por Roma. La Santa Sede, consciente de los dificultoso de la empresa que se proponía acometer el hermano Alberic, se tomó lo tomó con calma. En círculos eclesiales lo daban por loco. Entre los militares, por una aventurero. En todo caso, el antiguo conde no era sino un marginal, un inadaptado, pero hasta en eso, y en su pasión por el trabajo manual, quiso parecerse a Jesús Obrero.
Preveía que el cristianismo sólo puede triunfar abrazado a la cruz del silencio, de los que padecen y laboran. Es una religión de perdedores que predican en la tierra con el ejemplo y que son exaltados a la apoteosis final en el Cielo. La vida cenobítica, que tiende a la perfección evangélica, mediante la renuncia al mundo y el desprecio de las sabidurías terrestres a favor de las eternas, constituye algo privativo a la Iglesia Católica. Desde los primeros tiempos atrajo el yermo. Hay tres clases de contemplación, según la disciplina de cada uno de los monasterios. El anacoretismo o congregaciones idio rítmicas es la más vieja, pues era ya practicada en la Tebaida egipcia y antioquena. Los adheridos no llevan un sistema de comunidad. Viven apartados en cuevas o grutas, siguiendo las huellas de María Magdalena, de San Antonio o de San Jerónimo, pero celebran en común algunos oficios de la Sagrada Liturgia. Luego está el sistema cenobítico basado en la salmodia y vida en común. Esta manera de santificación se generalizó en Occidente, con san Benito y los monasterios gaélicos. Por último, está la fórmula hesicasta o eremítica. Vida de unión silenciosa con el Criador. El hesicasmo consiste en la recitación constante y reparadora del nombre de Jesús, con la ayuda de los ritmos del aliento respiratorio y los latidos del corazón. Consiste en un constante estar tranquilo en sintonía con la Creación. Es la fórmula que impone la “pystina” o tradición quietista rusa, apoyandose en parte en los santones de la Mandra hindú. Es la que eligió el venerable charles de Foucauld. Se dice que la hesicasta - del gr.hεσikασθωσ, estar tranquilo, guardar silencio- es la más perfecta.
El tres de diciembre de 1916, bandidos fundamentalistas avisados por el hombre que hacía las funciones de sacristán en la jaima de Beni Abbés y que sería el traidor, que les abrió la puerta de la misión, asaltaron el recinto donde vivía recluido el morabito francés. Murió de un culatazo que le propinó uno de sus asesinos al pié del sagrario. Acababa de hacer la reserva del Santísimo. Lo había profetizado y lo había querido: morir mártir en la tierra que amaba. Trazó con los dedos temblorosos una cruz con la sangre derramada. Su última mirada fue para las cumbres del Atlas. Y murió como mueren los santos: perdonando a los que le mataban, fiel a su compromiso con el Evangelio.
La hora undécima
Hemos elegido la figura del Fundador de los Hermanitos de Jesús como umbral de estos ensayos sobre la actuación del Espíritu Santo en el Tercer Milenio por parecernos un santo típico de la modernidad, apóstol misionero del Tercer Mundo. En su figura se dan cita los dos aspectos: el contemplativo y el de operario de la Hora Undécima. Era consciente, por prognosis profética, de las dificultades de su misión ante el Islam y que no habría, ni en vida ni en muerte, resultados aparentes, pero él fue el primero en esparcir la semilla; en roturar aquel barbecho.
Cuando el numen del Paráclito suscita una fundación en el seno de la Iglesia, es que ésta responde a un situación de necesidad real. La catolicidad tenía una cuestión pendiente, después de tantos descalabros históricos, así con el Judaísmo como con el Islam, pero, sobre todo, con los hermanos separados de Bizancio, depositarios de valores sagrados de la Tradición. Dichas cristiandades del Este puede decirse que sufrieron más que nosotros y supieron a adaptarse a una convivencia positiva - sin que por ello faltasen amargas excepciones, claro es- con hebreos y musulmanes. La peculiaridad de Carlos de Foucauld, obedeciendo a la llamada divina para dejarlo todo e irse a convivir al Sahara con los nómadas Tuareg, es que trató de convertirse en bisagra de fraternidad con todos aquellos prosélitos del patriarca Abrahán por la fe en un Dios único.
Este encuentro con el rostro oculto de Cristo le sobrevino, por iluminación celestial, cuando, recién llegado a Jerusalén, entra a orar en el Santo Sepulcro, en el momento en que los monjes de la comunidad rusa en Tierra Santa celebraban una misa cantada. Entre vaharadas de incienso, escucha el Canto del Querubín y las letanías trinitarias. Las invocaciones al Padre, al Hijo y al Espíritu, con sus tres atributos mayores: deidad omnipotente, fortaleza, e inspiración, constituyen la base de la comunión eucarística, según el rito grande de San Basilio. En ese dúo maravilloso entre el diácono y los coros se alzan al cielo los cantos de piedad y misericordia para una humanidad cansada y llena de miserias, habituada a convivir con el dolor y con la muerte. También se apela constantemente a la intercesión de los Ángeles y de Santa María para ser capaces de soldar esos dos planos: el de Dios y sus criaturas, los infinito y lo finito, la vida eterna y la muerte, la gracia y el pecado.
A la sazón, el humilde peregrino trapense se siente traspasado por el rayo de la iluminación. Esta fuerte conmoción quedaría plasmada en su mente toda la vida, y es seguramente por eso por lo que los miembros del instituto de los Hermanitos de Jesús tienen la obligación, entre sus prácticas diarias, la de recitar la invocación del Veni Creator junto con una oración a los Ángeles directamente tomada del rito de entrada a la misa que entonan los melquitas que reza así:
“Oh Señor, Dios nuestro, Tú que llenaste los cielos de legiones de ángeles y arcángeles para el servicio de tu gloria, haz que nuestro ingreso en tu templo venga precedido por el canto de tus coros, virtudes, dominaciones, potestades, tronos, serafines de seis alas, y que entonemos el Himno del Serafín. Por los siglos de los siglos. Amén.”
Aquí está basada la espiritualidad del original siervo de Dios: la disponibilidad de entrega a partir de la noción de que la gracia presume la naturaleza. No hay que romper con el hombre, sino aceptarle tal cual es, en sus valores, en sus tradiciones culturales que conforman una actitud existencial. Luego el neuma divino será capaz de moldear a su manera el barro en que fuimos fraguados. Decía Charles De Foucauld que “Dios nos llama a la plenitud del amor a cada uno según sus capacidades. Puesto que Él nos creó, sabe cómo somos. Ahí está nuestra perfección. Es una tentación querer ser grande en el Reino Venidero, debemos inclinarnos a ocupar los sitios de abajo, porque el deseo de grandeza personal interfiere con la gloria de Dios”. Semejante contemplación jovial y plenamente optimista de la actitud del hombre frente al Inefable está henchida de Evangelio. De paso, constituye una afirmación de modernidad.
El grano de mostaza
Se hace aquí evidente el parangón que existe entre Foucauld y Teresa de Lisieux. Ella también preconiza el empequeñecimiento y la opción de los pobres, de los ignorantes, los marginados y pecadores, desde un único punto detonante: el amor. El antiguo trapense es, en conclusión de lo expuesto, una santo “pequeñito”, pero que arraigó y se engrandeció. El grano de mostaza, transformado en árbol mayor, hoy da sombra, cobijo y frescura a todo el vergel de María. Siguiendo los pasos de la carmelitana normanda, casi paisana suya, prefiere los diminutivos a la hipérbole.”Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”... Il etait tout petit.
De propio intento, quiso que el instituto nacido en un oasis donde paraban las caravanas tuareg cerca de Orán se llamase la “Fraternidad de los Hermanitos y Hermanitas de Jesús y del Evangelio. Es un rotulo misionero, en apariencia inocente, pero cargado de intencionalidad soteriológica, buscando el acercamiento entre los pueblos separados por discrepancias religiosas así como desigualdades sociales. Nunca rechazaría la tecnología y todas aquellas consecuciones de la ciencia mecánica y de la inventiva que hacen más llevadera la existencia del hombre en la tierra. Sus casas, siguiendo el paradigma de la jaima de Beni Abbés, que toma por modelo la casa de Nazaret, serán a la vez talleres y oratorios, donde se predica con el ejemplo a partir del compromiso con los pobres, huyendo de cualquier proselitismo.
Él entró en la historia eclesiástica como una brisilla de viento solano, que pedía perdón por vestir a la morisca con la chilaba y las babuchas, pero en el pecho un corazón grabado en tela, símbolo de esa alcancía llameante que contemplaron en sus éxtasis María de Alacoque y otros místicos medievales. Era consciente de lo improbo de su ingrata tarea. No suelen pedir las aguas del bautismo los que han nacido en el seno de la Religión del Profeta, pero Foucauld no había huido al desierto para convencer de grado o a la fuerza a los musulmanes de la supremacía de la Biblia sobre el Corán, quería sólo roturar el yermo para que los que llegasen más tarde pudieran recoger el fruto de su labor escarificadora. Ese sueño que tuvo al pie del Atlas nunca llegó a colmo cuando él murió a principios de siglo ni tiene visos de ser realidad ahora, cuando concluye. Más bien, sucede al contrario: el cristianismo en África, lejos de arraigar y de afianzarse, se encuentra en trance de recesión. Como ha demostrado la reciente guerra de Kosovo, también en una Europa descristianizada la Media Luna avanza y la Cruz retrocede. Pero puede que se trate de una mera apariencia con la que Dios castiga nuestra presunción, a veces insufrible por lo populista y triunfalista. La Iglesia no se propone recabar una meta política, ni es de uno solo, sino de muchos, porque diversas son las moradas en la casa del Padre y muy variados y diferentes los inquilinos que la habitan.
Sin embargo, el viento de fronda se ha trocado poco a poco en huracán. El morabito de Tanrasset inició una suerte de Pentecostés. Con su presencia callada y humilde recordó que sigue soplando sobre nuestras cabezas el aire del Cenáculo. Este aire tiene la particularidad de que no se le ve ni le siente. Opera de una forma callada desde los goznes mismos sobre los que gira la rueda de la Historia. No lo notan los sentidos, porque se esparce sobre ámbitos que pertenecen a la contemplación infusa.
Las caldeadas arenas de Numidia sirvieron de base al que, siguiendo la huella de las vetérrimas cristiandades de las riberas del Nilo y de las costas africanas, quería empaparse de soledad y de desierto mesiánico, a un instituto religioso que creció presto, abriendo casas en lugares del Tercer Mundo, como Dakar, Hanoi, Kuala Lampur, el Matto Grosso, la Patagonia, Ciudad del Cabo, Trípoli o Delhi. El Padre Foucauld recomienda en las constituciones redactadas en 1899 que amasen el desierto físico pero, sobre todo el espiritual, que conduce a Dios mediante el desprendimiento de los vínculos que atan al alma con la materiales. Esta es una idea que se repite sin cesar en los faquires orientales, retomadas por los “staretz” de los monasterios rusos de Vaalam y de Optina Pystina, a los que aludiremos en la frecuencia de este libro. Hasta en eso quería parecerse a los santones orientales incorporando a la mística católica metodologías diferentes para la ascésis.
Pero los Hermanitos de Jesús combinan, al propio tiempo, la acción pastoral y misionera con la contemplativa. Formaron a los primeros sacerdotes obreros, una clase eclesial muy discutida en Francia en décadas pasadas. Pero su fundador no tenía en mente parámetros de lucha de clases, porque sentía aversión a las conquistas políticas que durante toda la Edad Media y parte de la Moderna tuvieron apartado al papado de la imagen callada y oculta de la Carpintería de Nazaret. Jesús nació en el seno de una familia obrera. No quiso pertenecer a la clase sacerdotal ni hizo reserva de privilegio. Así y todo, nunca predicó la rebelión ni se enfrascó en las luchas políticas de su tiempo contra Roma. Eso sí; fustigó la hipocresía del Pontífice y la perfidia de los fariseos, que fueron en verdad quienes lo condenaron, y no Poncio Pilatos, un dato real que ahora por desgracia en estos tiempos de grandes compromisos políticos, consensos y pactos, de populismo triunfal y de culto a la personalidad, acérrimos intereses creados y sonrisas y bendiciones de medio lado, ha quedado obviado.
Quizá estemos perdiendo la perspectiva: Cristo nunca quiso ser más que un perdedor y puso en guardia a sus discípulos contra los aplausos y alabanzas del mundo. Desconfía de los ambiciosos de poder. Por eso, su verdadero espíritu, casi siempre oculto, hay que irlo a descubrir incluso hoy a las catacumbas. Se encuentra entre los escombros de un bombardeo, la sangre de los mártires, y prefiere a los que sufren y a los desheredados de la fortuna.
La Madre Teresa de Calcuta copia algunas cosas -no todas- de los rasgos propuestos para la santificación de sus seguidores por el eremita de Tanrasset. Tal es la versátil facultad para predicar el Evangelio en los lugares más remotos e impensables de Pakistán, India, Turquía, el Strand londinense, el Bowry neoyorquino o los bajos fondos de París y de Marsella. Pero con una diferencia de matiz al resto de las ordenes mendicantes que han existido en el mundo católico, Foucauld resalta que la justicia debe tener prelación sobre la caridad. No basta con dar albergue o recoger los desechos humanos. Hay que reconstruir su dignidad de hombres y darles una perspectiva de rehabilitación para lo venidero. Se ha acusado a las monjas del sari, hijas de la famosa religiosa albanesa, de ser el tren escoba del Capitalismo, que, a cambio de recoger sus desperfectos, sus seres humanos hechos añicos, luego pasa la bandeja. Los epulones de hoy en día tratan así de acallar su mala conciencia poniendo un puñado de dólares sobre el cepillo.
El carisma del intrépido legionario francés, convertido a la milicia de Cristo, se basa no ya meramente en el aforismo agustiniano sobre el amor como causa primera de la libertad dichosa, sino que trata de ir más allá que el propio san Agustín y Platón. Foucauld precisa a que para llegar a alcanzar el rostro de Cristo hay dos caminos. Uno externo, litúrgico y deductivo, mediante lo que aparece en nuestro entorno, lo que nos acontece, nos preocupa, nos aburre o nos indigna. Al asomarnos a balcón y contemplar las maravillas de la naturaleza, y comprobaremos que desde allí Dios nos hace señales. Y otro, interior e intuitivo. Éste es un Dios personal e intransferible. En lo más hondo de nuestro ser lo vivimos, lo sentimos. Es sólo amor. Un amor del cual todos hablan, pero difícil de encontrar en medio de las truculencias capciosas, el culto al dinero y al poder, autoridades deíficas de esta sociedad en cambio. Vemos cómo no vence la fuerza de la razón sino la razón. Pero todo eso forma parte del misterio cristiano. Es la religión de volver la otra mejilla y elevar los ojos al cielo en espera de que Aquél que no admite mudanza ni accidente se apiade de los que sufren los atropellos del tirano o los antojos del enalmagrado y el ruin que cambia con facilidad de bando, en loor a una moral de circunstancias. Dejemos a los Zoilos y Aristarcos que se entreguen a sus fantasías despóticas para dar al pueblo la falsa moneda o la menguada medida. Ya les llegará la hora.
Al fin y a la postre, aserraron a Isaías, acantearon a Jeremías, y taladraron las sienes del profeta Amós con un hierro candente, clavaron al Hijo del Hombre en una cruz, dilapidaron a Esteban, decapitaron a Juan, a Lorenzo lo torraron sobre unas trébedes, asparon al dulce Andrés, y crucificaron patas arriba a Cefas. Preponderan los descendientes de Agar y Anteo sigue encontrando no pocos adeptos. Por lo que toca a Nerón sigue siendo como una antorcha. Siempre fue así, pero Dios, que es lento a la ira y proclive a la misericordia, es también el Maestro de Justicia. Hay que acudir al profeta David para adivinar el porvenir de los réprobos. Ninguno llegará a la tercera edad ”Viri sanguinum et dolosi non dimidabunt dies suos“ y en otro versículo “Virum iniustum mala sua capient in interitu”, que se podría verter al romance como”: el mal se vuelve contra aquellos que lo practican y será una fuente de congojas para el malvado a la hora de abandonar este mundo”.
La sombra de Anteo, insisto, acaba de pasearse por los cielos de Yugoslavia. Era un gigante prácticamente invencible en la batalla del aire. Se ha ejercido el chantaje y la fuerza bruta a todas las bandas. Viejos monasterios de Metopia han sido profanados, sus monjas violadas por la chusma enardecida que esgrimía “Kalaschnikoks” y cimitarras. Fueron profanadas aras sagradas y rasgados al filo de la espada los lienzos de los iconos. La sangre de los mártires salpica a los Nerones de turno que regentan los altos estrados, y las Semiramis en edad avanzada han utilizado toda la perfidia y la sed de vindicta de la que son capaces para posar sobre las horcas a toda una nación soberana. Incluso impregna los vuelos de la sotana blanca de un senil personaje obsesionado con giras apoteósicas. Semejantes periplos triunfales, esas misas multitudinarias, oficiadas por un anciano de voz bronca y mano que rila, y no se rinde, pues parece que no se muere nunca, hacen pensar en las sentencia apodíctica de Marcusse de que el mensaje es el medio, o en lo que advertía Marción hace dos mil años sobre la Pontifical Jerarquía”: Roma todo lo asume, todo lo cohonesta, y en todo transige uniendose al poder, para quedarse con todo; ella no es más que la viva expresión del deseo del halago y reverencia ”. Lutero la llamaba combleza del Emperador, y Camilo Torres, un guerrillero, colombiano y sacerdote, la gran odalisca. Pero el fin de Roma no supone el término del mundo católico. Habrá, después del cataclismo que se cierne sobre nosotros, una Tercera Roma. No es a esa Iglesia taraceada de oro y de piedras preciosas, o empapelada de rescriptos a la que nos vamos a referir aquí, sino al íntimo Círculo de los Verdaderos Discípulos, que cargan sobre sus espaldas con la cruz, y se ofrecen día a día de rehenes de la culpa. Es la Iglesia real, de la triunfante verdad, la de los confesores y mártires de la fe. La otra no es más que hojarasca. Nada más. Es nuestro proposito hablar de la Iglesia Escondida, que sufre en el silencio. La de los santos. La que no brilla porque está integrada por Humillados y Ofendidos, y cuya lista no tiene fin. A ella pertenece Charles De Foucauld.
En las cancillerías cunden los lavatorios de manos mientras los enemigos de la Cruz progresan contra una Europa materialista y descristianizada. No sólo se ha matado y se ha bombardeado, sino que se ha mentido con todas las ganas.
El sueño del Padre Foucauld sobre un acercamiento de los sarracenos al Evangelio no sólo se aleja sino que la misma fe de Cristo corre peligro. Sin embargo, ¿qué importa? Él roturó aquellos campos del desierto en agraz. La semilla está echada. Un día germinará. Por lo que se refiera a los gigantes resurrectos y las cohortes bajo las banderas de Satanás cualquier día de estos puede aparecer el serafín de seis alas y arrojar al sanguinario Anteo de sobre las nubes. El trono de los liberticidas y genocidas es poco consistente. Llega cualquier viento y lo derroca. No puede perdurar la maldad. Es conveniente en esta hora de tinieblas no perder el rumbo ni la perspectiva.
Figuras como las de este monje humilde escondido hacen la Humanidad seguir mirando a lo alto sin caer en la desesperación y sin desmelenarse. Liberal, tolerante, demócrata, y de un profundo respeto a los incardinados en otras culturas, lleno de amor a sus semejantes, aconsejada bajo la lectura de otro glorioso africano, Agustín de Tagaste, la fórmula de oro para la santificación: “ama y haz lo que quieras”. Esta divina inconsciencia nos lleva siempre al portal de la Luz. Foucauld rompe los moldes.
Era muy devoto del Santísimo Sacramento, que tenía expuesto día y noche en el altar de su pequeña ermita. Un día que acaba de hacer la reserva lee un pasaje de Marcos”: El Reino de Dios es como un hombre que arroja la semilla en tierra y ya duerma ya vele ésta crece sin que él lo sepa (Mc.IV, 27,28). Esta sentencia, verdadero crédito teologal a la fe viva, se va a convertir en piedra de toque de su espiritualidad; constata de un parte la necesidad de anonadación y de desasimiento o muerte del yo, pero Dios no pide imposibles. Nos conoce y nos ama, y no escatimará pruebas para los que elige pero este triunfo sobre las pasiones no representa un desquiciamiento, ni tampoco una visión de la santidad acaramelada y hecha de estereotipos egoístas. El santo no es un vidente ni un santero. Foucauld rechaza el fervor paniaguado, individualista, pasivo que dimana de una interioridad sospechosa. Su amor a Dios es algo coral, comunitario. El yo que tanto obsesiona a Occidente para los orientales resulta algo contingente.
A cambio propone una vía de participación con Cristo en su Cenáculo más activa, aparcionera y coral, donde tenga prelación el ser sobre la existencia. Hay que sustituir al yo por el nosotros. Al fin y al cabo, el hombre no es más que una partícula del cosmos ordenado por la sabiduría divina en el espacio, el número y la proporción. Es el ángulo exacto sobre el que todo converge desde las estrellas rodantes hasta la más endeble brizna de hierba. Todo gravita en torno a la deidad suprema.
Por otra parte, aspira al conocimiento divino mediante el misterio de la Encarnación en la Eucaristía mediante el cual el hombre puede llegar a ser partícipe de la vida divina. Hay una relación de causa a efecto entre acción contemplativa y liturgia, como esencia de la catolicidad viadora y peregrina hacia la cumbre del Monte Santo, esto es: Jerusalén. Los ángeles santos y María actúan como espoliques de esa andadura. El creyente no puede, sin embargo, deshacerse el cuerpo y necesita símbolos y hasta signos que hablen de la existencia de una vida de gracia mas allá de los sentidos. Por eso en los ritos sagrados se utilizan de adminículos como el canto, el olor a aceite, el bálsamo sagrado, los colores de los ornamentos, el arte arquitectónico insuperable de los templos. Mediante sensaciones exteriores accede a la contemplación interior.
Jerusalén, la Ciudad de la Paz, monte santo de la Liturgia cristiana
Además, ese viaje a la Ciudad de la Paz, esa escalada del Monte Sacro, es de ida y vuelta, porque de Jerusalén mana la fuente de toda virtud. Carlos De Foucauld funda un establecimiento monástico que tiene en cuenta la apetencia de Dios del hombre actual.
Había redactado sus constituciones en vísperas de un nuevo siglo, precisamente por la Nochebuena de 1899. Toda su metodología espiritual estriba en la búsqueda de un dialogo con el Deus absconditus, presente en la Historia, de una forma u otra antes de la Primera Venida, corazón reinante y alcancía que despide llamas de amor a lo largo de dos milenio, y actualmente vivo y presente entre aquellos que lo desconocen o ignoran. Es la noche de la fe. Es el gran trauma de la soledad del justo. Es la travesía del enorme Sahara del alma.
Dios oculta su rostro inefable, pero es próvido, circunstante y testigo de nuestra lucha, absoluta, ente contemporáneo y actual, y se manifiesta en los hermanos. ¿Pero por qué se esconde? Valdría preguntar. La semilla germina y encaña sin que nosotros lo sepamos. Hay que recurrir al texto de Marcos, donde Cristo, que amaba la ecología y las cosas del campo, narra en este símili cómo es el proceso espiritual. Pablo, de su lado, argumenta”: gloriae suae Deus nos fecit compotes” a través de la encarnación de su Hijo en el vientre de la doncella el Padre nos hizo partícipes de la vida divina ¿Quien será capaz de penetrar estos arcanos insondables? Sin embargo, de ese cometido o compromiso de dios con el hombre radica la grandeza y el misterio de la religión de Jesús. Somos contuberniales, concolegas. El salmista utiliza un adjetivo muy hermoso para definir dicho concento: sodales, que suena mucho más bonito que solidario, pongamos por caso, aunque los dos posean la misma raíz.
En definitiva, somos sus hermanos, los compañeros de viaje en esta larga singladura del Cristo Resucitado. Nadie podrá ganarnos. Estos pensamientos sueldan la base del optimismo cristiano que aguarda el siglo futuro, aferrandose a la antorcha de las tres virtudes teologales y que mira más allá de la realidad que nos circunda: calamidades, guerras, apostasías, prevaricaciones, injusticias. Es el mejor antídoto para que perseveren en la fe aquellos que se sienten como expatriados en este revolcadero de infamias, donde los justos sienten enfado y asco, donde la verdad es perseguida y queda a merced de la mentira, porque aquí se hace lo que ellos (siempre unos pocos) quieran hacer o tengan a bien mandar, donde sólo triunfa el malvado y se tacha de necia a la bondad. Ellos siguen con sus cubileteos celestinescos. Las combleza o barragana del tirano u homicida se pasea por el mundo con aires de santa. La “massmedia” acuña sus propios iconos y valores que habrá de imitar la juventud, si no quiere quedarse atrás. La locura de Cristo sigue pareciendo un elemento discordante para un sistema de valores enmarcados en la deificación del dinero, la potencia sexual, la belleza física. De hecho, el monaquismo es una suerte de protesta muda contra los dislates y desafueros de la Iglesia externa o exotérica, que ha de transigir y convivir con los humanos y echarse a las espaldas sus brutalidades, la necia ceguera, y sus tendencias constantes a la superstición. Los anacoretas y ermitaños que junto con los mártires forman la savia interna de esa Iglesia esotérica o interna por oposición a lo que se muestra a los ojos como hojarasca y boato supieron escalar la cumbre de la perfección cristiana, de la verdad y la justicia con proyección.
Hemos querido dar inicio a este libro con la presentación de un solitario moderno, como demostración de que más allá del aparecimiento está la aparición, verdadera epifanía o muestra de la acción del Paráclito a través de los siglos. Estos héroes escondidos resguardan la grey. Soy un testimonio tácito de que la Iglesia es hechura de Dios, porque, a pesar de los escándalos e indignidades y el poco decoro de algunos de sus pastores, el rebaño continúa su marcha. Las ovejas de Cristo seguirán balando. Por eso, nos parece de importancia capital conocer el monaquismo en sus tres manifestaciones(anacoretas, cenobitas y monjes) a la hora de hacer un justo balanza. Foucauld es una figura mayor porque trata de conectar con la tradición perdida de la Tebaida de Asia Menor, imitando la orden basílica - el primer monasterio que se conoce fue el de San Pacomio que llegó a contar con hasta siete mil monjes - y la regla de san Benito al mundo de hoy.
Sin embargo, lo que el mundo brinda es apariencia. La combleza del príncipe será despedida del harén. A la gran diva de la pantalla no la renovarán el contrato o se morirá, porque, por lo general, el impío no suele gozar de vida larga. La culpa atrae a la muerte. El encintado de la Ciudad de Dios se dilata más allá del mundo visible, pues su poder actúa de forma inefable y clandestina. Al justo no le faltará, pese a sus sufrimientos, un gorgojo del pan de Cristo.
Cabe preguntarse, al filo de la esperanza de los que creen en la Resurrección, por qué el cristianismo, originado en África y en Asia Menor, y que germinó como la flor de loto junto a las riberas del Nilo, ha perdido fuerza en aquellas regiones del Oriente, donde ya para siempre quedaría desahuciado, primero, por el arrianismo, y, más tarde, por el islam. Foucauld parece querernos dar la respuesta mediante su testimonio martirial. La genialidad del antiguo oficial del Ejército Francés, así como su profética perspicacia, consiste en haber ido a beber del manantial de la fe en sus fuentes. Aspira, mediante su amor al desierto y a los hombres azules del Tuareg a la reconciliación de Cristo con sus antiguos enemigos sarracenos. Propulsa una renovación de la Iglesia en todos los sentidos (litúrgica, dogmática, carismática) y adopta para sus rezos algunos textos del oficio divino de Crisóstomo y de Basilio, Gerasimo el Sirio o de San Pacomio, traducidos al árabe, y saca partido de las grandezas del rito maronita con sus constantes invocaciones a la Trinidad, la continua impetración a los Ángeles, o la recitación del Akathistos de la Virgen María, cuyas estrofas empedradas de riqueza idiomática y de colorido casi sensual suenan en un oasis del desierto mejor que en ninguna otra parte.
Para él la misa no es sólo la conmemoración de la Cena y de la transubstanciación del Cuerpo de Cristo en vino y en paz sino un acto de comunión con la belleza del Cosmos, el canto eterno a la divina armonía en su apoteosis universal. Cristo ha bajado y se encuentra entre nosotros hasta el fin de los siglos. Allí se establece un puente de conexión entre los adoradores del Padre, con los ángeles, con María y con los santos haciendo de particioneros de este sacrificio incruento que conjunta a todos los participantes del credo trinitario por el bautismo. Todos contemplan su imagen en el hoy en el ayer y siempre. En ella, simbolizada por el Pantocrátor convergen las tres Iglesias: triunfante, militante y purgante. La eucaristía, cargada de simbolismo purificador, acontece esa catarais. El milagro es posible. El hombre puede subir y subir y acercarse cada día al rostro de Dios y cantar con los ángeles. La invocación angélica era casi consubstancial sal santo sacrificio. Hasta siete veces se aludía a ellos en el canto de entrada, el introito, el prefacio o el canon. Y la misa antigua se cerraba con la oración a San Miguel de las abluciones finales. ¿Por qué an sido suprimidas en la rúbrica del post concilio y, sin embargo, los ortodoxos la conservan? El culto angélico es complementario al de dulía, una parte importante de la tradición piadosa de la Santa Iglesia. Lucifer no debía de estar muy conforme con sendas devociones, porque se ve que está haciendo todo lo posible con acabar con la intercesión de la Santísima Virgen y de los coros de las nueve jerarquías. Está claro que trata de suprimirlas, presentandonosla como fórmulas de piedad arcaica, no suficientemente contrastadas. Nunca se saldrá con la suya.
Recién convertido el Hermanito Carlos debió de sentir en su corazón una revelación descubridora del sentido que tenía su existencia, cuando al poco de llegar a Jerusalén entra a orar a la iglesia del Santo Sepulcro en el instante en que se desarrollaba una ceremonia religiosa oficiada por los monjes del monasterio ruso. Se alzaban al cielo las letanías. El diácono abordaba el himno del Querubín (Querubinskaya). Se grabaron en su alma para siempre los ecos de este canto sagrado en el que el hombre devana el misterio de la procesión trinitaria pidiendo misericordia a un Dios Santo, a un Dios Fuerte, a un Santo Inmortal, como si aspirara a comulgar con su grandeza, interpolando el plano de la carne con el del espíritu. En sus escritos, recomendaciones y forma de vida, Foucauld se siente legatario de esa rica tradición del Oriente, recogida por los padres del yermo. Es un quietista a la manera de Pacomio, Epifanio, Irineo, Antón, María Egipciaca, pero quiso instalar esta regla orante de la vivificante Tebaida en los grandes barrios obreros y marginales de las ciudades del mundo, plantando una flor de loto allí donde impera la fealdad del albañal humana, haciendo subir el humo del incienso al pie de las chimeneas fabriles, estableciendo oasis de paz y de recato en medio del desierto de la agresividad, la complicación, el discreteo lujuriosos del hombre anónimo y deprimido de la post modernidad. Parte del principio de que es posible tener vida contemplativa en medio del tráfago del siglo.
Pero también incorpora a la Iglesia latina la oración de sustitución (badalaya) que predica con tanto denuedo el Corán y está basada en los principios evangélicos, resucitando una costumbre muy antigua. Nadie es más grande ni da mayor prueba de más que aquél que da su vida por el que ama. San Paulino de Nola(373-441), el amigo de San Agustín, y aquel que pondera tanto en sus escritos Jerónimo, tuvo uno de esos heroicos arranques y ofreció su persona y su libertad a cambio del hijo de una viuda de su diócesis, amiga de Terasia que era a su vez la esposa del señor obispo (a la sazón, no había obstáculo entre el sacramento del matrimonio y las sagradas órdenes), que había sido conducido por los vándalos tras una incursión en la Campania al norte de África, donde el propio obispo sustituyó al liberto y trabajó como esclavo encargado de las tareas del jardín en casa de un rico. Es el caso, el de Paulino de Nola, al que los fieles han invocado desde tiempo inmemorial contra los demonios, el más viejo del que guardan memoria los anales menologios de oración de sustitución o badalaya.
Esta fórmula de heroísmo se practicaba asiduamente en el mundo árabe y fue puesta en práctica por algunas ordenes hospitalarias como el Temple los Frailes de la Merced, dedicada a la redención de cautivos. Con tal de manumitir a un reo, el ofertante consentía echarse al cuello las cadenas de la persona que quería liberar. Es lo que hizo con frecuencia San Raimundo de Peñafort. En la historia de la Literatura porque sin la entrega de un monje casi anónimo, oriundo de Arévalo y que fue a los baños de Argel para sacar de allí a Cervantes, poniéndose él mismo en el lugar de su cautiverio, nunca se hubiese escrito El Quijote. La caridad vence todos los obstáculos. El Amor todo lo allana.
Es locura de Cristo. Es, por otra parte, la soledad del místico, siempre lidiando con el vacío del dolor, la inseguridad de la tierra y la sucesión de los rostros y de los cosas, pero con los ojos fijos en esa Sombra que carece de mudanza. Es una relación de monologo, más que de dialogo, porque Dios rara vez habla, o se expresa con actos. Solamente la fe es capaz de pegar el gran salto para salvar esta distancia.
Rehén por sus hermanos.
Otros santos grandes del tiempo presente, como la nunca suficientemente ponderada Teresa de Lisieux se ofrecieron, asimismo, como víctimas propiciatorios del holocausto vivificante. Pasaron a ser rehenes del amor por los sus hermanos. Se desentendieron de sí mismos para dejar que el Almo obrara, conscientes de que nadie puede ganar al Espíritu Santo la partida. “ Pasaré mi cielo en la tierra obrando portentos en todo aquel que me invoque”. Así explicaba la Pequeña Flor Normanda su inefable Lluvia de Rosas, en el paroxismo de su donación completa al Misterio del Amor. Era su “ badalaya” votiva. El Señor a ella como a otros muchos les cogió por la palabra. Teresita moriría poco antes de cumplir el cuarto de siglo de su edad. Vivió poco pero en la escala de valores supremos pocas mujeres puede decirse fueran capaces de amar tanto.
Por lo que respecta al Solitario de Beni Abbés, su ofrenda también fue escuchada y Dios permitió que sellara aquel pacto de caridad hacia los árabes con su propia sangre derramada. Desde entonces sobre las arenas del desierto se oculta la esperanza de la vuelta a Cristo de todo un continente, que en los primeros años le fue muy afecto. A ojos vistas, no se ha producido este acercamiento de tolerancia ecuménica, antes bien, el fanatismo fundamentalista cunero y fanático ha vuelto a mostrar su rostro menos amigable, por estas calendas en las que estamos, pero la semilla está lanzada. Algún día germinará. Después de todo, dicen que la fortuna ayuda a los audaces y que este mundo que gobiernan o desgobiernas los políticos, programan y diseñan los matemáticos, sólo lo mueven los soñadores y los poetas.
Foucauld era un idealista, un hijo de la imaginación de Chataubriand. Llevaba muy adentro las brumas del Rin y el tañido de las campanas de Notre Dame. Era demasiado francés para transformase en un vulgar enciclopédico volteriano.
Muerte de las palabras, muerte del Amor.
Hablamos tanto del Amor que se ha gastado el sentido de un término tan preciso como precioso. Anduvo siempre en labios de los poetas de todas las naciones y es casi una herramienta de trabajo de los místicos. He aquí que unos y otros parlan a destajo de sus enamoramientos y tanto abusaron de él que ya no queda otro remedio que escribirlo con minúsculas, porque el odio avanza, el escarnio y el egoísmo se apodera de todo el recinto. Si Cristo volviera, seguramente volverían a crucificarlo. Si enviase a sus ángeles para predicar en Sodoma y Gomorra la penitencia, que detendría el castigo, seguramente que los invertidos, tan abundantes por nuestros lados, intentarían sodomizarlos, porque los Principados aquellos eran hermosos a morir, y quizás por eso se los presenta la plástica piadosa no en vano cargados de pluma... ¡Somos hombres te tan poca fe! Hemos de ver para creer ¡Y así tantas y tantas cosas en este tiempo en el cual parece que el Destino juega al juego del trocado, que al revés te lo digo para que me entiendas!
Debe de ser por que todos parecen empeñados en oficiar una ceremonia de confusión o misa babélica, en la cual se retuerce el pescuezo a la semántica en propio beneficio. Se rinde por todas partes culto al diablo. De ahí que, al escuchar mentar la palabra amor, nos llevemos la mano a la cartera, y no falta quien desenfunde la pistola, muy a sabiendas de que no existe y de que con esa palabra se pretende darle el timo de la estampita. Quiere decir concupiscencia, de la misma forma que ahora paz ha usurpado el sentido de guerra, y régimen de libertades comporta el de sometimiento a la ley, y el que se mueva no sale en la foto. La filosofía de los Derechos Humanos ha degenerado en “limpieza étnica”, refugiados, emigraciones masivas y exterminio de tribus enteras en África o en el Kurdistán, pero estas son movidas a donde las cadenas de la televisión global no envían a sus paniaguados en guisa de Herodotos o de Tito Livios de nueva filiación, para contar en sus oyentes en vivo y micrófono en ristre cómo se desarrollan estas ocupaciones, invasiones y matanzas, o se alzan las tiendas de los campamentos de refugiados. No hay cosa que dé más asco que todas esas tumbas abiertas a la hora del postre. La verdad ni renta ni interesa. No es más que una fantasía de unos cuantos iluminados que suspiran la llegada del Maestro de Justicia. Nadie ha alzado una voz en pro de los serbios, cristianos ortodoxos, profesores de la fe, que están siendo eliminados sistemáticamente y expulsados de sus casas por los kosovares islamitas. Un obispo de cuyo nombre no quiero acordarme ha facilitado a los sarracenos las dependencias vacías del seminario de Sigüenza, antiguo bastión cisterciense, de cuyas paredes ha desclavado previamente los crucifijos que colgaban, para no herir susceptibilidades de sus pupilos mahometanos tratados en la Villa del doncel a cuerpo de rey. Demasiado, ¿no?
Mientras el papa acude a Washington a bendecir al emperador Clinton ¿Para qué queremos un episcopado y un cardenalato católico tan arreado de púrpura y tan cargado de plumas? ¿De qué nos sirve rendir el culto a la personalidad y adorar casi como si fuese un semidiós, si el delegado de Jesús en la tierra no ha dicho ni esta boca es mía a la hora de condenar los apocalípticos bombardeos sobre Metopia, la primera Tebaida en Europa, la tierra de san Jerónimo el Dálmata? El obispo de Roma por intereses creados ha transigido con la justicia. Poco ha cundido el ejemplo del enérgico San Ambrosio, quien siendo arzobispo de Milán hacia el año 389 se enfrentó a Teodosio por haberse excedido en sus expediciones de castigo contra Tesalónica, lo que es hoy Serbia y Macedonia, la de las cartas apostólicas paulinas, hoy sujeta a los horrores de la debelación de la parafernalia de la liga atlántica. Los embudos y cráteres que han dejado las bombas sobre aquel territorio sagrado claman al cielo. Roma, con tal de sobrevivir, transige con todo. Clinton, Blay, Schröder, Solana y ese secretario del FO que tiene la pinta de carnicero del Yorkshire, que se llama Robín Book, se han salido con lo suya, y aquí nadie ha dicho esta boca es mía. Se ha cohonestado la mentira y el asesinato, pero los responsables de este atropello tendrán algún día que dar cuenta a Dios.
Ha venido el Enemigo de las almas y ha empedrado de chinitas el camino de la Verdad, de la Justicia y el Bien. Sembró el campo de cizaña. Crece entonces la espiga de la falacia. Y, desde luego, por de sobre todas las cosas, Satán manipula al dulce bisílabo. Al amor que es fuerza regeneradora de vida el Piloso lo ha convertido en revolcadero de la muerte y de la insidia. ¿ Qué es esto, pues? ¿La cena de Baltasar? ¿Ha comenzado el dedo invisible a escribir en la pared? ¿Siempre fue así? ¡Ay Amor, no sé por donde andas ni que fue de ti!
No sabría qué responder.
Sin embargo, esta manipulación de los hechos objetivos, así como la profanación del Templo del Amor y de la Vida es una marca indeleble de la llegada de la Bestia. Según el Apocalipsis, las generaciones perecerán cuando muera la palabra y falte en el mundo ese amor, que es para el hombre tan necesario como el oxígeno que respira.
“Entonces buscarán los hombres la muerte y no la habrán. Desearán acabar, pero la muerte huirá de ellos”.
Ya los griegos especulaban con el origen y la semántica de este vocablo. Amor es querer transformarse en el otro, según Platón, y esa noción caló profundamente en el Cristianismo, siendo la idea básica sobre la que lucubra San Agustín, y el motivo de inspiración de la Místicas. Los versos de Juan de la Cruz abundan en ese deseo de transformación en el cuerpo y en la sangre del Amado. Plutarco ve en él solamente un movimiento de la sangre pasajero. Para Tulio es sólo benevolencia y Teofastro lo confunde con el ardor del apetito carnal [su tesis no puede ser más apropiada para el tiempo presente], y entre los estoicos cunde la opinión de que el amor es una afección por causa del Bien y la Belleza, la Inmortalidad, la Armonía y el Deleite. Esta afección se haya injerta en todo el tinglado de nuestros mecanismos volitivos, porque el ser está hecho para la vida, no para la muerte.
Antítesis de la muerte, al amor se le compara con el sol, astro patente de energía del cual toda luz irradia. Es el punto al que todo revierte. Se le representa en forma circular por ser eje meridiano. Los antiguos colocaban en la rueda solar los principios del movimiento armónico. Cualquier criatura se vuelve hacia el astro rey y como el ámbar atrae las pajas y el imán al hierro, así el hombre gravita alrededor de sus rayos, en búsqueda perpetua del centro, para transformar y desaparecer en un hondón de deseos, pero en esa búsqueda de la utopía soñada y que nunca llega a catalogar con los ojos del cuerpo, siente perderse en un mar sin fondo. No hacemos pies al escudriñar con el tercer ojo místico las simas inefables. La marcha hacia esa punto configura una peregrinación por le dédalo. Anteo, al fin y al cabo ató su cuerpo a una cuerda atrapada en una aldaba de los guardacantones del Laberinto de Creta. A nosotros, que tratamos de iniciarnos en la vía purgativa a pecho descubierto no nos sirve esa añagaza. Hay que perderse en Dios, en el infinito océano a sabiendas de navegar en una mar aborrascado de tinieblas absolutas, como única antorcha, el candil de la fe. Estamos debelados por la oscuridad. En verdad, nosotros somos la noche, náufragos del amor, en continuo movimiento hacia el Edén.
Abstracción
Este sentimiento de ausencia divina que de describe como una tensión o tendencia hacia la armonía como evasión de un mundo inhóspito y sicalíptico, pues el deseo animal suplanta casi siempre a ese noble sentimiento de inspiración deísta. Somos pecadores. Jugamos con cartas marcadas. Anhelamos el bien, la verdad y la belleza, pero el mal nos retine. El pecado se apodera como maleza inextricable. Por la abstracción de cuanto nos rodea podríamos alcanzar ese nivel de serenidad absoluta. Platón nos ha venido soplando este concepto que nos vuelve utópicos y desacomodados entre la potencia y el acto. Ese es uno de los principios de locura. Nuestras vidas adolecen de ese desequilibrio peligroso o desfase entre lo que queremos ser y lo que en realidad hemos venido a ser. Cristo torna a remachar en este principio platónico. Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados.
Se vuelve a repetir como motivo central en el Libro de los Libros. San Juan plantea la respuesta a esa dualidad inextricable en la cual los planos del bien y el mal se confunden, la castidad y la lujuria, dolor y deleite, enfermedad y salud. Es una respuesta metafórica. Parece que el evangelista se va por la tangente, pero da su hemina de candeal profético em pócimas selectas. En sus párrafos se contienen como grandes símbolos de gemas de un Lapidario los avatares del pasado, el presente y el porvenir. De ahí que sea vital de todo punto estudiar el anuncio juaneo de las claves, las moradas, los estadios, la pugna en la que se enmarca el provenir del universo. Nadie ha penetrado en el sentido esotérico mesiánico de esta obra cumbre de lo que está revelado como los que huyeron al desierto. Cubre las necesidades escatológicas inherentes a todo ser humano al tiempo se hace una apología de los que en defensa de la Palabra del Cordero sufren escarnecimientos, cárceles del alma y el cuerpo, enfermedades, deformidades físicas, y son apartados de entre los hijos de los hombres como la escrófula o son tachados de locos. Su estilo es un templo que va siguiendo una línea escalonada de purificación, unión, contemplación.
Es la palabra escrita y hablada, que era para los griegos una suerte de talismán, la que brota a partir de la contemplación del rostro del Amado para justificación del vencido acá abajo. El Verbo os hará libres por medio de los libros, y en él encontraremos lo que define a los dioses: paz amistad, concordia. Su contexto, por eso ha sembrado la intranquilidad e incluso el furor y la rabia de los racionalistas que se oponen al Reino. Con sus símiles de pergeño inalcanzable resumen el Apocalipsis ese afán divino por la justificación del vencido, acá abajo, y que, arriba, en la Jerusalén Eterna, será coronado con el lauro de los triunfadores. Aquí los elegidos son los pobres de la Ciudad de Dios y este mensaje recoge un código estético y moral que trasciende al mundo pagano y al judío del que es originario.
Por boca del profeta
El deterioro de la Palabra implica la destrucción de la libertad. Es otro de los signos del fin del mundo. Recordemos a los Beatos o códigos miniados. Todos contienen el texto del Apocalipsis, cifra y compendio no sólo del mundo futuro sino del que fue y del que es. La imagen del Redentor engasta todas las joyas de la almendra mística o esa hendidura oval del Pantocrátor: diamantes, rubíes, la calcedonia, el zafiro, los jaspes y el topacio, la esmeralda y el crisólito. Hablemos de piedras, pero también tendremos que hablar de signos, y la voz de la verdad, hablando por boca del profeta, clamando.
“Vi bajo el altar de la sangre de los mártires, que habían sido muertos por la confesión de la palabra del cordero, a los que daban voces diciendo: ¿ Hasta cuándo, Señor santo y verdadero, no vengarás nuestra sangre?”
Este libro es el que ha poblado regiones enteras con las almas de los aspirantes a un hueco en ese rincón de alabanzas perpetuas, ese prado nuevo, solar de toda ventura, Campos Elíseos prometidos por Cristo a los que creen en Él. Constituye la piedra angular de la especulación lapidaria, que ha llevado al estudio de los astros y de las propiedades físicas de la flora y fauna y fenómenos naturales del planeta, pues en su saber se encierran las siete disciplinas de la gaya ciencia. Es cuna del arte cristiano en todas sus ramas, desde la cronología de los Beluarios y Beatos iluminados hasta las últimas catedrales. Todo lo que el hombre es, ha sido y será está implícito en sus paginas. El ser humano empezó a progresar y a ser algo más que una bestia de carga a partir del Evangelio. Este puede ser el secreto clave para comprender el pasmoso desarrollo que han tenido los pueblos de Occidente a lo largo de dos milenio. Uno no puede estar más en desacuerdo con aquellos panolis que invocan la vuelta al Kamasutra y a Confucio, habiendo nacido en la provincia de Soria, aunque comprendo que somos todos hijos de muchas madres y de haber mamado leches diferentes. Ya decía el Gran Isidoro que no es lícito imponer a los cristianos a la fuerza. Ahí puede que estribe uno de los grandes errores de la Iglesia Jerarquía, causa de tantos males, pero tampoco ésta puede inhibirse de proclamar la verdad que está en sus manos por legación divina, aunque este acto implique descalificaciones, oprobios, descomuniones con el poder establecido e incluso el martirio. No tengáis miedo a los que quitan la vida del cuerpo. Los enemigos del alma son mucho más temibles y formidables.
Cristo preside la esfera. Es el dueño que reina en la ojiva, el alma del Pantocrátor, la columna de apeo de todos los arcos. Su aroma impregna toda el arte desde la música de los trotarios o tractos de la misa griega hasta las sinfonías de Beethoven y nada se diga de Rimsky Korsakov, Tchaikovsky o los compositores rusos. Pero también el Libro del apocalipsis es un alegato contra la tiranía. El que es malo tendrá que hacer recudimiento de sus culpas y expiar su pena algún día. Por el contrario, sus páginas constituyen un manantial de consuelo para el que sufre por la verdad y la justicia y decide huir al desierto en busca del amor encarnado en el Verbo y la palabra viva. ¿ Qué es esto? Me diréis, y yo os contestaré”: Lo inefable”. Porque, si se ciegan las fuentes de la Palabra, se ocluyen los manantiales del amor. Es lo que el mundo no entiende.
Sin embargo, esta idea resulta obvia para la estirpe escogida a la que pertenecen los santos. Charles De Foucauld fundó el instituto de los Hermanitos del Evangelio. Es la orden que más santos ha dado a la Iglesia en las últimas décadas. En 1963 cuando fueron martirizados cuatro de sus frailes, la opción del martirio en la forma de badalaya se asume en los votos de los profesos. Las fraternidades foucauldianas en buena medida han inspirado el espíritu y la letra de las asociaciones de ayuda a los desamparados del Tercer Mundo, las célebres ONG, las cuales participan de ese espíritu laico y casi aconfesional porque lo suyo era la semilla oculta, del carácter reservado, anónimo y modesto de su fundador.
El testimonio y la sangre de los mártires es inamovible. Ahí queda. Ellos entendieron el rumbo a los que se dirige la Nave de la Iglesia en la andadura de los tiempos. Quedó su testimonio y el recuerdo de su rostro, estampado en esa mirada triste y como trascendida de piedad hacia la humanidad que nos quedan del Hermanito tomadas en Beni Abbés cuando presentía ya próximo su holocausto. Para rúbrica de testimonio y signo de los signos. No quieran más los blasfemos hostigar a los ejércitos del Cordero. Han empezado a llover rosas pero ahí está también, para variar, el símbolo de la humanidad mal conducida y desgobernada por los falsos pastores. Ahí están esas denominadas limpiezas étnicas que son el pretexto para sembrar la disensión y el rencor entre comunidades de credo diferente, reavivando viejos odios. Hoy se lucha en todas partes porque vivimos insertos en una suerte de antinomia del amor. La amistas se transformó en enemistad, la concordia en discordia y la libertad en oprobio. Se mueve el cielo y la tierra. Hay como un movimiento cósmico que conduce a la “pressura gentium”. Vemos ante nosotros emigraciones en masa. Sin ningún rebozo se hacen los más audaces experimentos con la vida humana mediante la manipulación genética.
Luzbel otra vez ha clavado el grito en las estrellas. Otra vez quiere ser como Dios.
Mientras, el abanderado de las milicias arcangélicas, vuelve a tocar a rebato al socaire del lema “Quis sicut Deus? Es una lucha que dura ya largo tiempo. El alzamiento de Miguel es un reto de salvación. Los solitarios de la viña del Señor, los operarios de la hora undécima, recogieron el guante marchandose a vivir al desierto, y dijeron lo que Pedro en el Tabor: “Qué bien se está aquí, Señor, hagamos tres tiendas, una ara Moisés, otra para Elías y otra para Ti con todos nosotros”. Subieron participar de la alegría de Dios mediante la renuncia. El yermo les volvió en soldados de Cristo, encuadrados en los escuadrones del Terrible para la satánica hueste y Glorioso Miguel.
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