EL LAZARILLO DE TORMES AMIGO DE QUIEN ESTO ESCRIBE
PADRE
TORMES RIO DEL IDIOMA. PA SALAMANCA LA BLANCA ME VOY HORIZONTES DEL LAZARILLO
EN MI
MIRADA
Salamanca
la blanca quien te mantiene. Cuatro carboneritos que van y vienen. Me encamino
por los pasos de mi juventud aquella novia que tuve en Salamanca. Un pueblo
Bogajo y aquella casa a pupilo donde tuve el dolor de tripas. Toda mi vida
padecí de estreñimientos y yo creía que tenía cáncer. Los toros, las fiestas,
las capeas de Vitigudino vistas desde el balcón. Fue conmigo generosa la
fortuna aquel verano. Sigo siendo pobre, como mi héroe epónimo, el bueno de
Lázaro de Tormes, un hijo del arroyo como yo pues nació en una aceña. Crucé el
puente de mi destino y le hurgué en la barriga al toro de Guisando por saber si
dentro había algo. Y no había nada. La caracola del alma estaba vacía. Las
aguas del río padre de nuestro idioma bajaban lentas y silenciosas. Al otro
lado de la ribera, unas lavanderas (¿eran las ninfas de Garcilaso o las
nereidas de Apolo?) enjabonaban a una estrella perdida entre cantos ancestrales
y reverencias.
Sólo
ruido y el gran coscorrón del puto ciego que me dio con tal fuerza contra la
piedra que por poco me deja la testa hecha astillas.
Desde
entonces despabiló el Antoñito.
─¿Lázaro,
estas ahí? Sal fuera. Caíste en el garlito por gilipollas
Las
carcajadas del fementido invidente rebotaban sobre las ondas del río que
arrastra la fuerza de nuestra lengua. Un torrente de palabras. Las nereidas y
las ninfas que vio Garcilaso salieron a pasear, aunque yo no las viese.
Sólo
divisaba los cuerpos robustos de las encinas mollares al otro lado. Los toros
de lidia que pacían cerca del cascajar, mirábanme con ojos enigmáticos. Algunos
tenían ya más de siete hierbas.
Toda una
vida para morir en el albero de una plaza pero la vida es torear.
Una vaca
torionda mugía llamando al ternero perdido.
Los patos
se solazaban nadando entre los carrizos, los fresnos y ailantos que sombreaban
las dos vertientes. Quedé maravillado al ver cruzar el puente romano a un viejo
que llegaba con una cachava de Segovia y un libro en la mano. Venía resoplando
sudoroso por el camino. Había hecho el viaje desde Alcalá a Salamanca.
Adiviné
que era clérigo por el bonete de tres puntas y la borla doctoral. Un grupo de
estudiantes se le acercó a besarle la mano y le llamaban "domine" y
"magister". Aquella tarde de agosto, vísperas de la fiesta solemne de
la Dormición de Maria, el padre Tormes me permitió en aquella visión conocer al
autor del Lazarillo que no era otro que el doctor Andrés Laguna, el médico del
emperador Carlos V., y no se atrevió a firmarlo por miedo a la Inquisición.
Fícele
profunda reverencia. Y él me reconoció:
─¿Cómo te
va la vida, Antonio. Sé de tus muchos padecimientos porque revelaste para la
historia que el Lazarillo no era anónimo. Que el autor era yo. No te hicieron
caso y hasta se mofaron de ti y te llamaron loco de atar. España es tierra de
inquisidores. Son los que mandan y dominan en todos los ámbitos de nuestra
existencia: en literatura. en política, en las artes. Mala raza enaltecida por
la soberbia de los que se creen elegidos. Altanería y odio judío. Es una
maldición que arrastramos y los peores son los de Segovia. Nunca serías profeta
en tu tierra. Tampoco lo fui yo.
A mi
quisieron quemarme por malquerencia la casa que tenía en Mozoncillo.
─Maestro,
decís verdad, pero con estos bueyes hay que ir a arar ─ repuse
─¿Bueyes
dices? No son bueyes duendos ni mansos castrados sino auténticos mihura
Quedé muy
reconfortado por la aparición. Don Andrés Laguna, el clérigo sabio, perito en
el arte de las hierbas y la medicina, el cual se dirigía a cantar vísperas en
la catedral cojeaba algo, sus barbas eran de plata y la nariz roma.
Me
dio su bendición y me recomendó perseverancia y nada de desalentarse. Se lo
agradecí profundamente.
El Tormes
río caudaloso, que nunca se seca en verano y acarrea más agua que el Duero, que
parece su afluente, pero unos llevan la fama y otros aportan el agua, fue
testigo de nuestro encuentro.
Muy
solaz y agradecido por las palabras del maestro Laguna que bajó desde una nube
para contármelo, me metí en uno de los muchos garitos con que cuenta Salamanca
y yo recuerdo con nostalgia, cuando cortejaba a la Charito, pedí un jarrillo de
tinto y me lo bebí entero a la salud de Lázaro de Tormes, protector de todos
los vagabundos y de los que profesan la libertad sin libertinaje. El héroe
epónimo que parió la imaginación de aquel humanista segoviano que nos recomendó
tener paciencia