La catedral de Segovia es uno de los mayores templos de la cristiandad y después del de Sevilla acaso el más grande de Segovia con sus bóvedas de tracería que alcanzan los sesenta metros de alturas y unos responsiones o columnas sostén de la nave central de hasta ocho metros de grosor. La torre, una atalaya impresionante que se divisa a cincuenta kilómetros a la redonda en la alta paramera, alcanza los cien metros y a decir de algún viajero los ritos de semana Santa de acuerdo con las rúbricas de la liturgia isidoriana o hispano visigótica nada tenían que envidiar a los del Vaticano. Incluso los superan. La basílica de San Pedro, lóbrega y sucia, servía de albergue a los peregrinos que iban a ganar el jubileo y su estructura renacentista no inspiró nunca gran devoción. Bruneleschi, Bernini con su arte dieron a entender que Roma está llena de poder pero vacía de Jesucristo. Allí a diferencia de Compostela no había botafumeiro. La multitud del gentío de desarrapados que pernoctaban y hacían sus necesidades en el recinto hacía que las misas papales no fueran todo lo edificantes que cupiera esperar. En la sede segoviana había un retén de vigilantes que expulsaba a los alborotadores, a los mercachifles y a las ninfas de cantón incluso que hacían la carrera en los soportales de San Juan de Letrán velando por la seguridad y compostura de los asistentes a los oficios. La ciudad eterna agrupaba a una tropa variopinta de romeras y de rameras.
En la semana mayor por el contrario Segovia se transformaba en un verdadero zoco de devoción donde se daba cita toda la ciudad para asistir al drama de la pasión del Señor. El templo tiene una capacidad para 20.000 personas y esos días el aforo se llenaba. Todo comenzaba el domingo de ramos con la pontifical oficiada por el obispo quien hacía su entrada solemne por la puerta de San Frutos al son de clarines y timbales y de repiques de campanas. Las torres de sus cerca de doscientas iglesias y conventos empezaban a girar con su volteo molinero. El más sonoro era el de la campana gorda de la iglesia mayor. Un lacayo con librea le abría la puerta de su coche un Mercedes y los añafileros del Ayuntamiento de levitas de botones de plata u un tricornio en la cabeza se inclinaban profundamente. Ya en el mismo umbral de la basílica salía a recibir al prelado el cabildo en pleno; lo presidía el deán Revuelta con el arcediano Bernardino y el archivero Hilario Sanz con sotana de seda y muceta morada bajo el balandrán (los mejores meneos eran los de Fernando Resines el fámulo episcopal que no se separó de su obispo ni en la v ida ni en la muerte) y detrás la clerecía en sobrepelliz: beneficiados, acólitos, cruciferarios y turiferarios agitando el incensario y representantes de las órdenes militares en ropa talar con un bonete de cuatricornios con pompón sobre sus honradas testas. Dos pajes venían detrás del señor obispo portando la capa magna- tres metros de seda colorada enrollada al brazo- mientras la schola acometía las estrofas del “Iste Confessor”.
El maestro de ceremonias don Julián Canto cuidaba de que se hiciesen todos los movimientos, los gestos, las referencias y los pasos conforme a las rúbricas del rito isidoriano, con un puntero en la mano con el que iba señalando al preste las oraciones preceptuadas por el misal. El puntero era de plata y a decir de los especialistas en liturgia tenía un ascendiente muy antiguo: la sinagoga.
Un diacono con dalmática y un subdiácono con tunicela flanqueaban la cruz `procesional. El acólito portaba un acetre, vinieron dos sacristanes y revistieron al obispo de capa pluvial con la estola cruzada sobre el alba, en lugar de horizontal para indicar que el que la llevaba había alcanzado la plenitud del sacerdocio y éste tras mojar el hisopo dentro del caldero empezó a rociar las cabezas de los fieles de agua bendita. El coro entonaba el Asperges y, al acabar la antífona del Asperges, el precentor, maestro de capilla, Pepín del Morral, que era asturiano de Oviedo con tan buen oído como don Celso pero peor mala leche dio un golpe seco con un grueso cantoral sobre el facistol – en cuaresma y tiempo de pasión estaba prohibida la campanilla y sólo se permitía el uso de la carraca- alertando al organista que esperaba en su tronera a los mandos de su órgano de trescientos tubos la señal:
- Celso toca. Ya está ahí el obispo
De repente irrumpió dentro del templo como un tsunami de armonía y una ola de notas musicales bañó la catedral en crescendos, tremos, alegros que eran como el estallido de las olas de un océano de melodías bajo las bóvedas que habían sido diseñadas con arreglo a unos cánones de ortofonía y disposición tal que se esparcían las vibraciones por cada una de las naves. Las fusas y semifusas las corcheas y los calderones los melismas querían como colgarse de los empinos y voltear los contrafuertes y arbotantes acariciando con golpecitos las vidrieras para luego transformase en un chorro de voz metálica que descendía de lo alto al igual que una lluvia de fuego sobre nuestras cabezas. En aquel flotar de arpegios y de malabarismos sonoros, en aquel tour de force de virtuoso del piano con que nos regalaba don Celso el domingo de Ramos muchos creíamos ver no ya la entrada del obispo don Daniel Llorente de Federico en su cátedra sino más bien la llegada triunfal de la Iglesia militante a la Jerusalén celeste. Todo aquello era como una avalancha que anticipaba el Paraíso.
En ese momento los de la escolanía, que veíamos desde el coro bajo a don Celso manipular el teclado de su armonium, éste parecía transfigurarse. Bien podía ser un Beethoven resucitado o el maese Pérez el organista de las leyendas toledanas de Bécquer. Distaba mucho de ser aquel cura rural que nos enseñaba el compás de compasillo y el de tres por cuatro en las clases de solfeo. Había nacido en Hontoria el pueblo más pobre de toda la provincia de Segovia y había regentado curatos en pueblos de la sierra. Ahora por esa capacidad que tiene la música para la metamorfosis se nos había vuelto un superman. Estaba claro que era la luz bajo el celemín pero don Celso Díaz sabía música por un tubo. Él fue el que nos hizo la advertencia en alguna de sus clases que la catedral de Segovia conservaba en sus archivos piezas que eran auténticos tesoros de la musicología y cuya clave anterior al gregoriano se había perdido pero algún día a través de la tecnología darían con la piedra filosofal para volver a interpretar dichas partituras. El maestro organista tambien nos dijo que el que canta alaba a Dios dos veces y que la oración mental puede servir de mucho provecho a las almas pero cuando ésta se hace comunal y cantada Dios tiende a escucharla más propicio. La iglesia no es sólo una lista de prohibiciones y de pecados o de las pandectas del Derecho Canónico sino un código de valores entre los que se encuentra la belleza, la ceremonia, el culto solemne. Tales advertencias de nuestro maese en mí dejaron una profunda huella y a partir de ahí he pensado que el Señor no puede encontrarse a gusto entre la estridencia, la procacidad, lo feo. Porque el señor es lo bueno, lo útil, lo afable, lo risueño. Don Celso era tan habilidoso con los dedos que era capaz de improvisar conciertos a tres voces. Se sabía todas las canciones, todas las misas, del repertorio de Solesmes, conocía todas las versiones de los Kyrie, del agnus dei y los diversos tonos del prefacio pero se murió con un retintín: haber sido incapaz de poner en solfa algunas partituras de aquel prontuario del siglo VII letra de Alcuino de York y música de un monje de San Columbano que atesoraba el acervo catedralicio.
Terminado el Asperges, la misa se iniciaba con la bendición de las palmas. El color de la liturgia era el rojo. Gente sencilla del pueblo, sobre todo, niños, traían palmeras, ramos de olivo o de laurel para que se los bendijera el oficiante. Estos despojos vegetales después eran colocados en los balcones y allí colgaban hasta el año siguiente porque era creencia popular que protegían las casas contra el rayo, el fuego o eran un deterrente contra cualquier malquerencia o iniquidad. “Sed liberanos a Malo” (guárdanos del demonio). Último versículo del paternóster.
Irrumpía gran congregación de gente menuda (todas las escuelas, aspirantazgos, oblatos, academias, jardines de infancia, hospicios, casas cunas y escuelas primarias de la ciudad, dando cumplimiento al mandato de Jesús “dejad que los niños se acerquen a mí” cruzaron bajo el dintel de la puerta de San Frutos y se habían dado cita en el enlosado del atrio) cantando hosannas detrás de un moro con turbante palestino que cabalgaba a lomos de una asnilla blanca dando vueltas por el recinto. A su paso los viandantes se despojaban de sus abrigos y ropas de vestir colocándolos bajo los cascos de la cabalgadura. La gente tiraba flores desde las ventanas. Una matrona arrojó un repostero con la insignia nacional que colgaba en el balcón de su vivienda y gritó con voz recia en latín para que lo oyera toda la plaza;
- Beatus venter qui te portavit et ubera quae tu suxisti
- Viva la madre que te parió- dijo un paisano
La gente no se extrañaba que las fregonas hablasen en latín y los arrieros siendo de natural malhablados se despachasen en largos ditirambos al de la borrica porque aquello formaba parte de la magia y del milagro del Domingo de Ramos. El paso de la borriquilla entre vítores y aclamaciones marcaba el cenit de la portentosa vida del Salvador. Viernes Santo sería el nadir. Es el contraste y la dualidad, el misterio de la Primera venida. El hombre de la calle, los simples de corazón, los justos de Israel le aclamaban como rey y libertador. Unas horas más tardes, sus dirigentes, sus políticos, los que tenían la sartén por el mango, los mandamases pedirían su cabeza. ¡Qué gran sinrazón, qué tremendo contraste! El pueblo sencillo odiaría a los príncipes de los sacerdotes y a los pontífices, los anases y caifases promotores de aquel deicidio muñidores de contiendas y revoluciones a lo largo de la historia. Siempre amarrando pareceres y comprando votos y voluntades imponiendo su ley unas veces de grado y con la persuasión y otras a golpes de espada o de martillo. So color de sensatez, de prudencia y de guardar la ley, la democracia etc. no vacilarán en enviar a muchos a la silla eléctrica y sembrar odios y discordias entre las naciones. Les engorda la sangre como a Moloch. Son raza de víboras.
El domingo de ramos se tenía por costumbre estrenar zapatos. Yo uno de los primeros domingos de ramos que recuerdo de mi infancia estrené un traje de marinero y en abril de 1957 me regalaron una sotana que había pertenecido al magistral de la catedral que se murió y yo heredé aquella prenda después de arreglarla mi tía Dominica la de Fuentepiñel. Así que pude ir a la procesión de marinerito y de curilla que con mi beca roja parecía un capullo de clavel reventón mi palmera en la mano y en los labios unas canción_
“Gloria al Hijo de David
Dios excelso de bondad
Hosanna que viene en nombre
Del eterno Jehová”
Eso cantábamos.
Con la recitación salmodiada de la Passio en latín daba principio la gran liturgia de la Pascua. Dos diáconos, el uno tenor, era el narrador o cronista, y el otro hacía la voz de la sinagoga y del pueblo, y un presbítero (bajo) pronunciaba las palabras de Jesús desde el púlpito de la nave central que era de mármol de Carrara con incrustaciones de porfirio. El cronista y el representante de la sinagoga cantaban detrás del cancel desde sendos púlpitos de reja. La representación dramática de aquellas escenas de Getsemani, el Pretorio y el Gólgota van dentro de mí. Su eco resonará hasta el fin de los tiempos. Aquel canto austero y sublime melopea constituye una de las cumbres literarias jamás alcanzadas por la pluma de un mortal porque en todo el texto late un quid divinum. La narración de Mateo por su concisión y precisión no la superó novelista ni dramaturgo alguno en la tierra. O bona cruz salvum me fac. Cruz árbol sagrado cuyas ramas alcanzan el paraíso, lábaro de la resurrección… Vexila Regis prodeunt… que conjura a los espíritus malignos y destroza la cabeza del dragón. Cruz de los ángeles, cruz de la Victoria, cruz templaria, cruz de espadañas humilladeros y torres en toda Europa. Cruz de la resurrección.
Lo bueno de los papas de aquellas décadas es que no eran personajes mediáticos. No viajaban. Estaban reclusos en el Vaticano por lo que no podían ser manipulados. Pío XII comía como un pajarito, y comía solo únicamente acompañado por un canario amaestrado que de de vez en cuando daba vuelos por la celda, se le colocaba al buen pontífice Pacelli sobre el hombro mientras éste escribía discursos que habían de emitir por radio Vaticano. Eran unas homilías muy inspiradas que hablaban del carisma de la fe, del valor del sufrimiento, de la abnegación y la renuncia cristiana. Pronto llegaba sor Pascualina la religiosa alemana que cuidaba de las dependencias papales y se llevaba al canario a su jaula para darle el alpiste.
-No molestes a Su Santidad, Caracciolo, mientras prepara sus mensajes urbi et orbi- le decía sor Pascualina.
Pese a las admoniciones el pajarcillo seguía alegrando la estancia y las alocuciones del Papa Pacelli eran seguidos por millones de personas. Pero su presencia así como figura austera no debía de ser del agrado de los anases y caifases redivivos y omnipresentes de todas las épocas. Las lenguas de la calumnia siempre de doble filo y las serpientes sibilantes proferían insultos y descalificaciones contra aquel buen papa italiano, un aristócrata romano que conocía bien los entramados de la curia y sabía estar. Decían que era un nazi y el baldón de la ignominia bajó con él al sepulcro. Para que a uno lo crucifiquen no hay procedimiento más sumario que pregonar a los cuatro vientos la verdad y aquel pontífice promulgaba el perdón y el amor a los enemigos pero profesaba la verdad y eso no halaga los oídos de los tiranos. A Pío XII no lo inscribirán en el catalogo de los santos como tampoco podrá subir a los altares aun habiendo ganado para la fe católica todo un continente en el nuevo mundo. Cuando los bombardeos de Roma por los ingleses y por los norteamericanos el papa del pajarito no se movió de su sitio, salió de Castelgandolfo para consolar a los heridos y rezar por los muertos y las fotos nos lo muestran con los brazos en cruz mirando para el cielo su sotana blanca cubierta de sangre. No era un fascista pero defendió como obispo de Roma al pueblo romano con el tesón y la autoridad con que debe hacerlo un vicario de Cristo. Desde que desapareció Pacelli sus sucesores no son los agentes en la tierra de la herencia de Cristo sino obispos libeláticos que asumen el titulo de vicedioses para sostener su propio statu quo y mirar por los privilegios. Hoy la iglesia es un banco, una ONG, en conexión con redes ocultas. Por eso no se atreve a condenar la brutal ofensiva de la OTAN contra los libios ni hay reprimendas ni excomuniones por lo que puede estar cociéndose en el horno iraní y las revueltas en Siria o Egipto burdamente manipuladas por Occidente en beneficio del estado hebreo dispuesto a masacrar a sus vecinos de Oriente Medio. Aquel era un papa sí señor al que los creyentes amábamos y respetábamos aunque no le viéramos nunca. Sólo en fotografías porque desde su entronización los únicos viajes que hacía fueran de Roma eran a Castelgandolfo. Y aunque era un apasionado de la velocidad jamás montó en avión. Todo lo contrario que Wojtyla que dio no sé cuantas vueltas al mundo pero que dejó a la Iglesia como un patatar polaco sumida en el desconcierto y la desesperación, con los escándalos pederastas y los abusos a menores. Vacila la frágil llama de la fe. La gente ha dejado de ir a misa los domingos porque los curas están mal preparados y no saben vender su mercancía en este tiempo en que los círculos mediáticos luchan por las audiencias y miman sus ratings y sus shares de audiencia . En la liturgia no hay belleza ni espectáculo. Ni maestros de capillas como aquel don Pepín del Morral o don Celso el cura de Hontoria ni maestros de ceremonias con el puntero de plata en su mano derecha como don Julián Canto. Un poco de pompa nunca vendrá mal. En la actualidad estar presente en los servicios religiosos de cualquier parroquia es como asistir a los actos de una sinagoga donde cada cual berrea por su cuenta o una capilla luterana. El pietismo protestante es como la música de Mozart. Técnicamente perfecta pero que no conmueve. Los papas de aquel entonces nos advertían que la fe católica era la única verdadera y nada de contemporizaciones de la cruz con el candelabro y la media luna. Para contentar a musulmanes y judíos la ultima “burrada” teológica que acaba de soltar Benedicto XVI es que la cruz es símbolo del amor, no del triunfo sobre el mal. Es una bonita forma de pasarse por el forro a toda la iglesia constantiniana que tanto molesta a los judíos. In hoc signo vinces y el símbolo apotrocaico de las cruces de la Victoria y de los Ángeles del reino asturiano o la cruz de san Hermenegildo y de Chindasvinto que no servían para nada según estos revisionistas que tratan de relativizar la historia. El depósito de la fe es inalienable, prelativo pero nunca relativo porque en él no se puede aplicar una moral de conveniencia. Quedarán estas cruces para adornar los pechos desnudos de las mundanas y de las putas. Sólo del amor. Todo el mundo es bueno. Este papa dios me perdone mezcla las churras con las merinas y confunde el culo con las temporas. El discurso del pontífice reinante recuerda las panfilias de ZP con su majaderías sobre la alianza de civilizaciones. Juntos pero no revueltos, don José Luis.
El evangelio es tajante al respecto: “todo el que no está conmigo está contra mí”. Al bueno de Benito nos le presentaban como un profundo teólogo y un gran pensador de espesa condensación mental y no se libra del mal de la época que es la vulgaridad, lo “Light” y todo cuanto es imagen superficial. Esta vulgaridad rayana en la chabacanería por estar articulada sobre una gran mentira histórica y la manipulación de las mentes por el Gran Cofrade orwelliano determina el desprestigio de los jerarcas eclesiásticos. La canonización de Wojtyla tan precipitada y basada en milagros no probados- dicen que la han sufragado los banqueros de la City y de Wall Street- añadirá más leña al fuego de la confusión. Es cuanto menos materia de escándalo.
Para los griegos las grandes diosas del tiempo eran tres: Lakesis (pasado) Cloro (presente) y Ástato (tiempo futuro) sobre estos tres planos juega la historia es el palimsepto sobre cuya cera modulan los buriles de los anales el devenir. A Lakesis no hay que amarla. Pero conviene respetarla y el presente o la actualidad Cloro tiene que ser mirada con escepticismo para entusiasmarse con Ástato que marca las huellas futuras. La historia es un volver y revolver un pasar infatigable. Por eso la precariedad de la época que vivimos en relación con el esplendor de hace medio siglo puede resultar raquítica pero de lo que no cabe ninguna duda que el futuro acabará poniendo a todos en su sitio si es que en realidad el mundo tiene futuro y no está en el alero una gran conflagración universal que muchos de los que vivimos aquello nos hacen pensar en las profecías del final de los tiempos que insisten sobre la prevaricación de los falsos pastores y de los lobos disfrazados de corderos.
lunes, 25 de abril de 2011
LOS COLORES DE SEMANA SANTA. SAN PEDRO ERA CALVO. LOS RESPONSORIOS DE TOMÁS LUIS DE VITORIA. EL TENEBRARIO
De aquellos días de mi infancia hago memoria que como consecuencia de las veleidades del calendario gregoriano y al no caer la Pascua en fecha fija sino variable el tiempo era frío si la Resurrección era festejada a primeros de marzo y alegre y gozosa, verdadera pascua de flores, cuando la epacta de la semana grande con fechas de últimos de abril en fechas retardadas. Verdadera pascua de flores. Había que confesar y comulgar para ponerse a bien con Dios. Los campos estaban que daba gusto mirarlos porque no había domingos sin sol ni doncellas sin amor. La efervescencia de la naturaleza se mostraba rotunda en las mieses que encañaban, las ramas de los árboles que abrían sus pimpollos las noches que eran más cortas y las tardes más largas y que las muchachas en flor acusaban esa rotundidad de la naturaleza que pronunciaba las curvas de sus talles, el alabeo de sus senos y la sonrisa de sus rostros. Al regresar de los paseos y de las visitas a los monumentos los seminaristas conocían el cosquilleo del primer amor que había de ser platónico por supuesto y que dejaba en el corazón un poso de dicha y de tristeza. El torrente de la sangre estaba ahí pero la voz de la Teología mandaba callar a las células. Echa el freno, magdaleno, tú vas a ser cura, mantente en castidad. Una mirada, una sonrisa de aquellas muchachas que estudiaban Magisterio o estaban internas en las jesuitinas o en las concepcionistas a más de uno lo volvieron tarumba. La primavera había venido y algunos pensaban haberse vuelto modorros y no es que estuvieran modorros, es que habían conocido a una chica que les hacía tilín. Desconocían su nombre, no habían hablado con ellas. Sólo un encuentro casual en el cancel de una de las muchas iglesias donde se hacía el recorrido habitual de las siete estaciones y los siete padrenuestros. Como mucho el contacto había quedado reducido a ofrecerles el agua bendita al entrar o salir para santiguarse. En el talego de la muda con la ropa blanca venía aparte del condumio (el choricillo del pueblo, una morcilla, alguna que otra lata de sardinas y un poco de queso con un recado de la madre escrito con letra apresurada de la madre: Ten, hijo, para que no pases hambre, hinca los codos, no armes bulla, no te metas en ciscos, reza las tres Avemarías antes de acostarte, los calcetines cámbiatelos todos los días para que no huelan los pinrreles que en eso has salido a tu padre, ahorra y no gastes porque ya sabes como estamos, yo he tenido que coger huéspedes a pupilo para pagarte la carrera, procura no coger frío, etc… mamá no tengo un real, sólo me compro una bamba algunos días cuando viene con nosotros la señá Isabel con el cesto cuando salimos de paseo porque me da mucha pena la pobre, no hablo más que en los recreos, me aplico, soy bueno, etc…) venían las Rimas de Bécquer y algunos los más audaces se atrevieron a Encargar el Decamerón de Bocacho con la posibilidad de que libro tan amoroso y tan procaz pudiera ser confiscado por la autoridad competente.
-Aguado, pero ¿cómo se atreve usted a leer semejantes porquerías?
-Es que, don Eloy, nos lo ha mandado don Tirso el profesor de literatura para un trabajo.
-Es que… es que. Pero ¿tú no sabías, pedazo de majadero, lo que es el Índice de Libros Prohíbidos?
-No, señor.
-Pues leer a Bocacho es un pecado gordísimo. Es un libro prohibido. Está en la hoguera. Aguado, estás en pecado mortal. Ya estás subiendo inmediatamente al cuarto del padre Mañanas a confesar tu falta ante el confesor bendito.
Ah el padre Mañanas… cantamañanas… el que arrimaba la carita y te magreaba impunemente cuando tú incauto de ti te arrodillabas ante el tribunal de la penitencias. Aguado hizo un gesto de contrariedad porque la penitencia que le mandaba superaba con creces el cuerpo del delito y el director espiritual se hinchaba a hacer preguntas, era muy tocón y algunos habían tenido que salir de naja de la celda de aquel jesuita pegando un respingo. El niño empezó a llorar:
-Pero si yo no lo he leído, prefecto, ni siquiera lo hojeé. Mire, está sin abrir.
Y entre lágrimas le mostró el opúsculo intonso editado por Miñón una casa de Valladolid especialista en libros clásicos.
-Bueno, por una vez pase-dijo el maestrillo no del todo convencido.
Aguado se quedó sin libro. Don Eloy se metió la obra prohibida en el bolsillo de su sotana y mandó al muchacho que aquella noche no bajara al refectorio. A la cama sin cenar. Lo que no dicen las crónicas es si nuestro querido presidente no se murió de risa leyendo las salaces y chuscas historias que traía aquel libro del genial literato italiano.
Los que presenciamos la escena mientras girábamos por el cuadrado de los tránsitos viendo dar a Aguado explicaciones y excusas a don Eloy, nos reíamos para nuestros adentros pues intonso y todo Aguado había leído los cuentos que ocurren en la despreocupada y nada melindrosa Verona del siglo XIII contándonos de qué iban algunos de los chascarrillos sobre todo el del Hortelanillo de las monjas que era mudo. Todas y cada una de las religiosas desfilaron por su cabaña incluso la madre superiora y a todas se las pasaría por la piedra. Muchos años más tarde cuando en un cine de Londres vi la película magistralmente narrada por Passolini no pude menos de acordarme de Aguado y sus aflicciones con don Eloy que le había tomado ojeriza y me deleité con la secuencia de la madre superiora que se alza el hábito-uno de los preceptos de la regla clarisa era que las religiosas no llevasen ninguna ropa interior como penitencia debajo de la estameña- y apareció in puribus. El hortelano que supuestamente era mudo y harto de tanto laboreo sexual prorrumpe en un grito:
-No, madre, otra vez no.
Todas las monjas acudieron al escuchar tan formidable vozarrón. Y creyeron que era milagro. El mudo había recuperado el habla. Bromas aparte, los seminaristas también tenían su corazoncito y no eran inmunes a los dardos de Cupido en aquellas tardes de domingo sin amor. Muchos empezaron a escribir poemas y a llevar un diario. No sé lo que me pasa. Hoy la he visto. Ayer no me miró. Estoy modorro… En definitiva, es lo que hacen todos los adolescentes del mundo. Pero nosotros éramos diferentes. Teníamos que ser santos y disfrutar de otra clase de bellezas más espirituales. Creo que la Iglesia es sabia al formular tales reconvenciones sobre los peligros de la carne, las veleidades del sexo y del afecto. No escuchéis los cantos de sirena. Oídos sordos. Recordad a Ulises. Una simple falta puede ser una concesión a la fatalidad y el predicador del Sermón de las Siete Palabras era de los que ponían los paños al púlpito, no tenía pelos en la lengua, no paraba en barras. Hijitos míos… para siempre… para siempre. Y describía con tanta viveza y prosapia los terrores del infierno que en los bancos de atrás se escuchaban jipios de almas conmovidas que ante la meditación de las penas del infierno eran incapaces de contener las lágrimas. La pena del fuego era menor según él que el tormento de la sed… esa gota de agua que golpeará la cabeza de los condenados y nunca la podrán beber… para siempre… toda la eternidad… sitio, clamó Jesús en la cruz tengo sed y le pasaron por los labios una esponja empapada en vinagre y en hiel. Y todo por unos malos pasados por un pecado mortal que cometí aquel día y el pecado mortal para nosotros en aquellos días sólo tenía que ver con la infracción de un mandamiento el sexo. Obsesión fatal. Un pensamiento impuro y acababas en las calderas de Pedro Botero. Una idea fija que ahora me haría sonreír con melancolía. Nos querían capar sin duda. De eunucos es el reino de los cielos. Era muy duro desatender a la convocatoria de los sentidos cuando ante la llamada de las células en ebullición todo despierta en tu organismo adolescente y hay añoranza de belleza y de paraíso en aquellas tardes sin amor mientras veíamos pasar a nuestro lado a las muchachas en flor. Sus madres prorrumpían en aplausos:
-Ya estan ahí los curiñas. Pobres que majos.
Había uno muy guapo Montoro que parecía el vivo retrato de Santa Inés o de San Gonzaga y una abuela saltó en medio de la terna y se lo comía a besos. Montoro se puso colorado como una berenjena.
-Quite, quite, señora, que me va a hacer perder la compostura y me piso la sotana.
-Guapo.
Los piropos de la buena mujer no le depararon grandes simpatías en nuestros corros. Quizás le teníamos envidia porque era un efebo como el Hortelano de las monjas de los cuentos de Bocacho. Carrasco le llamó marica pero como era muy inocente preguntó:
-Y eso ¿qué es?
Asi andábamos de inocentes por entonces aquellos pipiolos. No nos había bataneado la vida. Las turbas nos decía el padre Mañanas en sus platicas son volubles de criterio y pronto mudan de parecer. Mirad lo que le ocurrió a Jesús en Jerusalén los hosannas y vitorees del domingo de ramos se transformaron en gritos de crucifícale. Los besos de la anciana llena de ternura que algunos dijeron que era Santa Isabel que había resucitado para ver pasar a los curillas hacia Baterías eran arrebatos maternales que nada tendrían que ver con lo que le ocurrió a Montoro el cual después de colgar la sotana se matriculó en derecho y se hizo de los de la cuadrilla de Felipe González. Seguía teniendo un buen fondo de armario y en una asamblea en la Facultad de aquellas del 68 mientras largaba un discurso se levantó una moza y de buenas a primeras le desencajó una proposición pecaminosa:
-Quiero un hijo tuyo
-¿Ahora?
-Sí ahora. Soy una mujer liberada.
Semejante caso no ocurría ni en las películas de Fellini cuando los locos se subían a los árboles y pedían a voces que les trajesen una señora. Voglio una donna. Montoro era mucho Montoro; se casó con una muy guapa una tal Carmen y tuvieron unos hijos preciosos, los dos eran del PSOE y los dos acabaron divorciándose. En parte llevaban razón nuestros padres maestros al recomendarnos tiento en nuestras relaciones sentimentales. Y uno de ellos don José Pedro Carrero que había leído a Nietzsche nos endilgaba el consejo de Zaratrusta: “Cuando vayas con una mujer no olvides la tralla”.
Aunque a nosotros crédulos e ignorantes y sin saber lo que era el mundo nos pareciese de otra manera la belleza y el amor son otra cosa. Nada tienen que ver con la fuerza del instinto ni la concupiscencia animal. La belleza carece de sexo pero Ulises sucumbió a los encantos de Ariadna y perdió el hilo. Nosotros ¿qué sabíamos? El corazón humano posee una inmensa sed de belleza un anhelo de eternidad, un deseo vehemente de divinidad y eso sólo podía encontrarse en los sueños, en los libros, en el trazado de las catedrales donde resonaban augustas las voces del diacono cantando la Passio o escuchando los motetes de Palestrina y del Padre Tomás Luis de Vitoria que escuchábamos entonces o recitando los improperios e himnos del oficio divino hispanovisgótico llenos de majestad latina y de sentimientos de amor y perdón. Cristo nos había redimido con sus dolores y devueltos a aquella vida y a aquel sol y a aquella luz de Segovia que parecía llenar de claridad el corazón. No podía ser posible que por mirar a una muchacha o tener una polución nocturna te mandasen a los infiernos para siempre… para siempre. Había una desproporción entre la pena y la culpa pero la sed de vivir se manifestaba en aquellos poemas que leíamos a hurtadillas de Juan Ramón o de García Lorca o de Alberti o Gerardo diego. Me metí entre pecho y espalda a todos los poetas del 27 a la luz de una linterna en mi camarilla. Nadie nos había dicho que Alberti o Lorca eran rojos. Asistíamos a los coloquios del cine club y nos convertimos en cinéfilos de las grandes cintas italianas y francesas de los 50 y 60 (Goddard, Aldo Fabrizzi, Totó, Vittorio de Sicca, Antonioni, Trufeau) y fatigábamos el cuerpo en las tardes de paseo pataleando un balón en campos de tierra. Luego bajamos al refectorio a merendar nuestro trozo de queso americano, amarilla corambre sabiendo a rayos, un vaso de leche en polvo y tres galletas. Algunos renqueaban en la fila por las agujetas y se le marcaba la marca del bonete sobre sus melondras rapadas al cero. Pero en Semana Santa no había paseos (deambulatio) pasábamos la mayor parte del día en la iglesia y el Viernes Santo día de ayuno nos daban limonada. Se había muerto Dios. En el cuartel los soldados del regimiento hacían guardia con el fusil a la funerala. Pasaba bien la limonada y la mojábamos con pan. Un jueves santo dominado por la sed me bebí cuatro vasos de aquella sopilla. Me entraron risas, me rilaban las piernas pero a pesar del día de luto yo me sentía muy alegre. Sin llegar a la borrachera me puse un poco piripi. A la hora de las preces ya estaba chispa.
-Parrita que la coges
-No pasa nada, Valdivieso. Sangre de Cristo.
-Laus tibi Deo- respondió entre carcajadas el hijo del cabo de Vegafría- Hoy vas a dormir bien.
El vino para mí ha guardado desde entonces el secreto de los gozo y las sombras de la vida. Es un anestésico contra los grandes dolores de la existencia pero es un tósigo. Peligro. Viva el vino y las mujeres pero el vino que viva mucho más que las mujeres. Era mi primer contacto con Erifos un dios misericordioso y eucarístico pero traicionero.
-¿Buscas la catarsis?
-Huyo de mí mismo
Judas se ahorcó y en los pasos de la procesión siempre lo pintaban pelirrojo y con barba de azafrán. A San Pedro Calvo y algo tosco a san Juan de verde y la Verónica Maria de Cleofás y a la Virgen María de azul al pie de la cruz. San Marcos el evangelista también escribía en hojas de papel verde, no sabemos por qué. Cristo nuestro salvador iba de colorado como aquel vino tinto de las refacciones de Miércoles Santo que infundía bríos melancólicos. Por Judas siempre sentí compasión. Amaba el dinero y era algo beodo. Su traición estaba escrita y determinada por un hado siniestro. Cumplía un destino inexorable, un papel que se le había asignado. Verdaderamente aquel apóstol que ha venido a encarnar la ira y la abyección que ha sentido la humanidad contra el pueblo judío no era libre. Podía bien haberse ahorcado de una rama del moral centenario que vigilaba nuestros juegos en la huerta cerca de la campana y del frontón a la trasera del cine Cervantes. Al lado de acá estaba un patio semiabandonado donde tenían el convento las monjas que nos cuidaban y llamábamos Carboneras y justo enfrente del refectorio estaba el torreón una de esas torres almenadas que son frecuentes en las ciudades de Castilla la Vieja. Había sido el lugar donde se instalaba el cuarto de guardia donde hacías el relevo los centinelas que vigilaban por la noche desde el tiempo de los romanos. Era un tétrico lugar. Abajo se situaban unos cuartos oscuros que antaño fueron calabozos y arriba había un secadero para poner la ropa a tender. Era la cárcel del seminario. Los alumnos díscolos e incorregibles los que habían cometido alguna falta grave eran castigados a pasar en una de sus celdas dos días a pan y agua por el rector pero esta serie de castigos no eran frecuentes en el tiempo que yo lo conocí y aunque te amenazasen ya no te enviaban jamás al cuarto oscuro de la torre Antonia. Sin embargo, siglos atrás los jesuitas lo habían utilizado como cárcel más que para punir a algún postulante con la intención de probar la verdadera vocación a los postulantes del noviciado. Lo llamábamos la Torre Antonia.
Las procesiones eran interminables y acabamos rendidos acompañante a los cristos muertos y a las dolorosas de los siete cuchillos. La más popular era la de Santa Eulalia que competía con la de San Millán que era una talla de Aniceto Mariñas de María al pie de la cruz muy valiosa. Nos acotábamos tarde y nos levantábamos al amanecer porque teníamos que asistir al rosario de la Aurora. Veíamos salir el sol por la Mujer Muerta e íbamos en fila india acompañando a los cofrades y a algunas beatas descalzas y arrastrando cadenas otras con los brazos en cruz que cantaban el “Perdona tu pueblo, Señor”, el “Amante Jesús mío” y el “Sálvame, Virgen María”. Sin embargo la parte más impresionante de nuestra semana santa eran los oficios de Miércoles Santo en que se celebraban las tinieblas. Se cantaban catorce salmos a cada uno de los cuales correspondía una vela del candelabro o tenebrario con los improperios de Jeremías y las lecciones y la iglesia a rebosar vivía el momento con intensidad en medio de un silencio impresionante interrumpido por el golpeo de los bancos o el sonar de la carraca. Tambien se cantaban los motetes de Palestrina y de Tomás Luis de Vitoria, el “Popule meus”, el “Caligaverunt” con las estrofas de la pasión.
28 de abril 2011
SE RASGÓ EL VELO DEL TEMPLO Y TREMÓ LA TIERRA
Un ángel bajaba del cielo y se paseaba, galán, por los andenes del triforio-unos decían que era un querube, y otros un serafín pero los más avezados en la difícil ciencia de la angelología aseveraban que pertenecía al grupo de las potestades y de los tronos- cuando la schola cantorum daba respuesta a la narración dramatizada de la pasión según San Mateo:
- Vellum templi scissum est et omnis terra tremuit
El velo del templo se rasgó, el mundo se cubrió de tinieblas y toda la tierra tembló. Hubo un terremoto en Jerusalén aquel viernes que debió de ser del grado 8 en la escala de Ritzer de intensidad pareja al que acaba de ocurrir en Japón. Las sepulturas se abrieron y los huesos empezaron a caminar. Lo había profetizado Ezequiel. Muchos justos volvieron a la vida con los mismos cuerpos que tuvieron. Pero el pueblo judío no creía. El velo del sanctasantorum del templo que edificó Salomón quedaron patentes y derribadas las arcas de la alianza como un testimonio de que quedaba abolida la Vieja Ley y un pronóstico de su inminente destrucción por las legiones de Tito cuarenta años después. Los mandamases seguían empecinados en su aversión cristo-fóbica pero el eje de la tierra se hizo cristo-céntrico. “Cuando yo muera todo lo atraeré hacia mí”. Y esa saña, esa aversión típica del sanedrín fluye por la historia como un torrente de agua negra. “Crufige, crucifige eum”. Matarle vosotros, dijo el pretor.
-Nobis non licet interficere quemquam
-Regem vestrum crucifigam?
Y la respuesta del populacho fue rotunda:
-Nosotros no tenemos más rey que a Cesar
-Pero es un justo.
-Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos.
La naturaleza me ha dotado de ciertas percepciones ultra sensoriales y aquella hora de tarde mientras se celebraban los ritos exequiales por el Señor muerto vi en lo alto de las cúpulas a un grupo de ángeles de luto. Las santas mujeres se habían hecho a un rincón de la nave del transepto afligidas entre los penitentes que aguardaban la salida de la procesión cerca de los pasos. La Verónica ostentaba el pañuelo en el que se había estampado el rostro coronado de espinas y lleno de llagas del Rey de Israel. Pepin del Moral lo bordó con la batuta y el chantre Dionisio, un beneficiado muy corpulento, que poseía una hermosa voz y solía interpretar el papel de Jesús en la narración cantada de la pasión de san Juan rizaba el rizo cantando las palabras del divino redentor en la octava baja:
-Quem quaeritis? (¿A quien buscáis?
-Ego sum (soy yo)
-Amice, ad quid vinisti (a qué has venido, amigo)- le dice a Judas
Accipiter luego andando el tiempo sería consciente que el eco de aquel canto se había estampado en su pecho como el anagrama de una fe inconmovible y duradera. Le tatuaron el rostro de Cristo un viernes Santo. Había montones de piedras sobre las tumbas y era consciente de que todos los hombres han de morir pero el drama de aquel viernes santo había traspapelado los dictámenes de la naturaleza. Aquel sepulcro en el huerto de los olivos que pertenecía a Nicodemus en el girar de la gran piedra abriría la puerta de la esperanza y de la resurrección en la vida futura. Al que buscáis no está aquí. Ha resucitado de entre los muertos y va delante de vosotros a Galilea. Y al decir estas palabras el ángel terrible que escribía la espada flamígera que hizo tumbar de miedo a la guardia romana que mandó de custodia Pilatos intentó calmar el pavor de las Santas Mujeres. Fue aquel ángel el que entonó la antífona del Vexilla Regis y desde entonces los estandartes de la cruz cruzarán todos los caminos de la historia:
Victimae Paschale laudes inmolent Christiani.
Agnus redemit oves. Christus innocens Patri reconciliavit peccatores.
Mors et vita duello conflixere mirando: Dux vitae mortuus regnat vivus.
Dic nobis Maria quid vidisti in via? Sepulcrum Xti viventis et gloriam vidi resurrentis, angelicos testes, sudarium et vestes.
Surrexit Xtus spes mea: praecedet suos in Galileam
Scimus Xtus Surrexit a mortuis vere: tu nobis victor Rex, miserere. Amen.
Claro que era muy difícil entender aquello. Cristo rey victorioso de la muerte. Accipiter había escuchado muchas veces aquella monserga:
-Ninguno volvió de allá para contárnoslo.
Revierte el polvo al polvo y la carne se pudre dentro de la tierra. Sólo a esta gran preguntas guarda la fe sus misteriosas respuestas.
CRISTO CALLABA
Cuando el diácono cerrando el misal casi con furia anunciaba la muerte del Señor (et emissit Spiritum), un silencio espeso se apoderaba de las tres naves de la iglesia mayor. El clérigo daba un carpetazo de desesperación histórica. Los fieles caían de rodillas a indicación del subdiácono que responseaba con voz tenue y dolorida:
-Flectamus genua.
-Lévate
el señor obispo oficiante musitaba al punto en voz baja y para su casulla de fimbria recamada de oro una oración puntual:
-Adoramus te Christe et benedicimus te quia per sanctam crucem et resurrectionem tuam redemisti mundum
Las gárgolas por sus fauces abiertas vertían agua hacia los canalones de la calle. Las harpías de piedra chorreaban lágrimas. Viernes Santo era el día del Perdón. Todos participaban, compungidos, de aquel silencio de Dios que ocultaba su rostro en medio del silencio impresionante de la adoración de la cruz. Jesús autem tacebat. Jesús callaba. Los ojos del profeta se nublaron.
-Caligaverunt oculi mei
Se llenaron de tierra mis ojos, esa era la letra de uno de los motetes de Palestrina que entonaba la liturgia del impetratorio, no queriendo ver la espantosa escena del Gólgota.
-Eli, Eli, lamma sabactani
Padre mío, padre mío ¿por qué me has desamparado
Y uno de los sayones comentó en tono jocoso.
-Che, a Elías llama éste. Veamos si baja Elías a salvarle… si fueras el hijo de Dios, baja de esa cruz.
Jesús callaba. No quería responder al reto y a la provocación ni en la hora suprema pero antes de expirar obró su último milagro y perdonó a san Dimas el buen ladrón:
-Antes de una hora estarás conmigo en el paraíso.
De allí a poco sonó el grito final (cum voce magna) del Crucificado:
-Consumatum est.
Y entregó su espiritu. Rindió viaje terrenal. Únicamente el centurión Cornelio, el capitán romano que mandaba al pelotón de la ejecución, un gentil, creyó en él. Fue la primera conversión:
-Verdaderamente, éste era el Hijo de Dios.
en los labios de aquel rudo mílite que había pertenecido a la Victrix que conquistara Judea se proclamó el primer acto de fe al pie de la cruz en aquella amarga hora de las tres de la tarde de un Viernes de Dolor. Y cuando se derramó el cáliz de su sangre quedando desangrado le dieron a beber hiel mezclada con vinagre. Lo había pedido a sus ejecutores:
-Sitio .
Sólo siete veces interrumpió el Mesías su silencio. Jesús autem tacebat. Callaba en el pretorio, sufrió en silencio las afrentas azotes y salivazos que siguieron a la pantomima del Lithostros, guardó silencio en la casa de Anás, se estuvo quieto en el gazofilacio y delante de Herodes no dijo ni mu. El tetrarca entonces lo vistió de la túnica blanca con que se envolvía a los locos y se lo devolvió al pretor. En el camino fue la irrisión de los jerusalemitanos. Los que le había aclamado triunfante sobre la borriquilla el domingo de ramos ahora lo abucheaban. No puede haber sido escrito en el mundo otra crónica más fascinante, tan trufada de contrastes, como la narración de la Passio en los cuatro sinópticos. En sus párrafos late la inspiración divina. Juan, Mateo, Marcos, Lucas se comportan como notarios de la actualidad o periodistas que dan testimonio de un suceso que iba a cambiar los anales del mundo de manera concisa. Este laconismo de los evangelistas hace más creíbles los hechos narrados. No escribían para el aquí y el ahora del siglo I sino para la plenitud de la Historia.
30 abril 2011
BLAGODORITSA SANTA MARÍA
Arriba del gran cancel de pino de la nave del transepto coronando el balcón de uno de los triforios laterales había un enorme cuadro de María Santísima de la tradición oriental gesto piadoso y dolorido inclinada la cabeza hacia abajo y mostrando en los brazos al Niño. Esta Teotokos suscitaba una gran devoción en el cabildo. El Día de la Purificación se cantaba allí el Akazistos en griego y en toda la ciudad se veneraba al clemente y milagroso ícono que decían que había venido de Rusia transportado en un vagón de militares cuando se produjo la última retirada de las tropas del general Muñoz Grandes del frente de Leningrado. Por lo visto había sido rescatado del incendio de una iglesia ortodoxa y al cabo de los años después de la debacle del 89 fue devuelta a sus antiguos propietarios en un acto de reconciliación solemne con los hermanos rusos. Al pasar por debajo del retrato el obispo que era piadoso muy devoto de la Virgen alzaba los ojos y otro tanto hacían los canónigos. Tenía la Madonna un gesto tan apacible y describía tan a lo vivo su misión de intercesión por el hombre en la tierra desde el misterio de la Encarnación que uno no podía por menos de conmoverse ante su largo y profundo mirar. Pero no se la podían llevar flores por estar a la altura de uno de los pináculos de la cimbria de bóveda. Accipiter la contempló aquella tarde de Viernes Santos y en los ojos de la Teotokos vio sellado su destino: de humillaciones, de persecuciones, oprobios, demasiado dolor, caídas y levantadas, anegado profundamente por sus pecados, mientras desfilaba la procesión y los seminaristas con la beca doblada sobre el hombro derecho en vez de cruzarla sobre el pecho en señal de duelo-dos largas filas de retóricos, latinos y filósofos acompañaban al Santo entierro que se veneraba en la parroquia de San Justo y al que llamaban el Cristo de los Gascones porque fue traído desde Francia en una de las guerras de Flandes. El cristo yacente era portado en una hornacina cubierto de llagas y el cuerpo tapado por un paño de blondas que le servía de mortaja. El sudario era milagroso y se veneraba en la citada parroquia bajo la advocación del Santo Síndone. Impresionaba contemplar aquella talla castellana de Gregorio Hernández. El buril del artista había sabido esculpir en aquel leño todas las vejaciones y crueldades de la divina pasión. El coro entonaba el Miserere. Accipiter vio llorar a la Virgen o al menos así le pareció y una voz oculta le anunciaba similares padecimientos a los del Maestro. Tienes que tomar la cruz. Serás humillado en todas las partes. Te llenarán el rostro de salivajos y por cantar la verdad serás combatido en todas las direcciones de la rosa de los vientos. Lloraba la Teotokos y lloraban las gárgolas del paramento que anuncian la subida a la cúpula de la gran torre. Y aquella no era más que un aviso. Aquello le marcó. Tuvo conciencia y presciencia de que su futuro no iba a ser un lecho de rosas. Las gárgolas abrían sus fauces de piedra para anunciar cosas terribles. Sintió el muchacho espanto y deseos de huida pero a medida que avanzaba aquella procesión que llamábamos en Segovia la del silencio y bajando por la calle san Juan en busca de los arcos del gran acueducto romano para hacer estación en la vieja iglesia de Santa Columba para subir calle adelante por la calle Real. Otro alto en la canaleja que era un balcón que mostraba el paisaje grandioso de la cordillera. Había dejado de llover poco antes de salir el cortejo y una blanca nubes iluminadas buscaban el amparo de una luna redonda blanca y pura como una hostia eucarística. Luna de Viernes Santo. Por la mar tenebrosa de los tiempos que se avecinaban aguardaban a los nautas incautos las sirtes que les engañarían y haría cambiar de rumbo. La nave se iría a pique y muchos perecerán. Sólo los que perseveren en la vieja fe serán salvos.
-¿Quién te insufla al oído esas palabras incomprensibles, Accipiter?-
-Es la voz del Santo que escuchan muy pocos hombres.
-Todos se equivocan y tú eres el único que llevas razón. No se puede remar contra corriente, pero admiro tu tesón y algún día serás recompensado.
Estaba seguro de que la barquilla de Pedro se iba partir en dos cerca de las peñas del acantilado porque el capitán de la nave perdió el rumbo. En aquel tiempo navegábamos hacia los peligrosos bajíos de Livia donde esperan las sirtes con sus cantos de sirena dulces como el oro y el vino pero portadores de la muerte y la destrucción. Los papas vienen y van, los obispos llegan y desaparecen, hay curas santos y curas depravados pero tú Señor permaneces clavado en la cruz. La noche quedó inundada de una luz cósmica y no era posible entender el sentido de aquellos mensajes pronunciados al oído porque Cristo callaba. Los que vinieron tras él hablaron mucho tal vez demasiado. Detentan su poder. No comprenden que ese silencio del Redentor vejado y humillado por sus enemigos transformará la vida misma. Por eso es y seguirá siendo el Rey del Mundo. Accipiter tomó la senda de los que hablan poco sin ser cartujo y de esta manera fue por los caminos dando testimonio. Un testimonio al que ponían las orejas de burro y el cartel de “Inocente”. No os pueden ver, dijo Mig16 y se lo espetó en la comida de autos, un ágape para el desastre. Vida de tormentos en el ecúleo, malas palabras de hembra deslenguada, procaces gestos soeces. Habían desaparecido las santas mujeres al pie de la cruz e irrumpió una patulea de daifas con el culo en pompa de maniquíes que creían que la vida era un constante desfile por la pasarela y lucir palmito. Sólo creían en una religión en la dieta que las hacía delgadas y de buen parecer. El mayor pecado de la nueva religión del Look era la crasitud. Eh tú gordinflas vete al infierno de una puta vez. Traían en una mano el látigo de las gobernantas masoquistas y en la otro el Código de Derechos Humanos y de Valores Democráticos que nadie sabe a punto fijo en qué consiste ni qué es pero que incluye largos parlamentos sobre la alianza de civilizaciones. Todo el Islam se alzaría contra Cristo. El gran Obama mascaba chicle y hacía pompas que estallaban en su boca con los cadáveres de sus enemigos. Este señor se expresaba en inglés y al hablar parecía que estaba zampando sopas. Era el emperador negro del imperio zumbón. Ya digo todo su afán era hacer pompas de jabón con el cuerpo de Ben Ladén – Que- le –den, un extraño moro al que dieron matarile en un lugar del Asia Central, un mito que lanzaron contra la cruz a expensas del Islam. Lo acribillaron en su guarida y luego tiraron su cuerpo a la mar para que fuese pasto de los peces. Twin Towers. Accipiter aquella tarde tuvo una visión en la que se le anticipaba con algo más de siglo de adelanto los hechos que habrían de ocurrir otra semana santa mucho tiempo después. Se escucharon risas del príncipe de la mentira en los proscenios insultando a los caballeros andantes. Chuperreteas tu goma de mascar. Di oh yea, majo. Larga amarras. El ojo nictálope de un fusil que no falla nunca te fusilará pero no queremos mártires ni Spandaus. Arrasaremos de tu casa y de tu nombre no quedará memoria. Ellos construyeron el mito y ellos lo derribaron como un juguete inservible a efecto de sus intereses propagandísticos. El Malo se frotaba las manos de satisfacción. El golpe había sido perfecto y el pueblo entero salió a la calle flameando banderas norteamericanas que tenían colocada en su asta magnífica la cabeza de Uxama. Los discursos en inglés como la música que venía de aquellos pagos se orientaban hacia la cacofonía y el dolor, lo estridente, la venganza, matar, arrasar y brindaba un triste contacto con la polifonía que aquella tarde del viernes santo de 1958 se escucharon en la catedral de Segovia. Música del divino Morales, de Palestrina, de Lobo, del padre Vitoria o del Palestrina y que ejecutaba con mano diestra dirigiendo los coros la batuta maestra de Pepín del Morral. Los dulces responsos por Cristo muerto exhibían una dulzura que saturaba los corazones de felicidad. Los espiches del Negro en cambio bañaban el mundo de inquietud pero todos a diestra y siniestra lo vitoreaban los bustos parlantes y hasta una chica judía que dirigía los informativos de Intereconomía brindó la muerte del asesino, del gran terrorista, con un olé. Pero los hechos eran oscuros, no probados- la matanza de las torres derribadas por el rayo en la mejana de Manjatan seguiría siendo un enigma unos datos opacos guardados con siete llaves en los archivos secretos del Gran Big Brother- donde la verdad es sustituida por la venganza y la justicia se hallará siempre en manos del más fuerte. Y caballero andante de Cristo quería ser aquel pipiolo de catorce años con el pelo rapado al celo que le hacía un cerquillo en la cabeza la marca del bonete que portaba en la mano y llevaba tendida la beca al hombro en señal de duelo. Accipiter saldría a los caminos a derribar molinos de viento, a desfacer entuertos a defender doncellas y quedaría con los huesos tundidos. Defender doncellas. ¿Dónde estaban las doncellas? Debieron de precedernos en el paraíso portando la candela, iban a recibir al Esposo pero esas bodas nunca se celebraron o fueron siniestras. Acabaron en el divorcio o a palos. En el hospital o en la cárcel. Se derrumbó el amor. Ya no quedaban vírgenes prudentes. Todas eran necias. A lo largo de su vida aquel seminarista de entonces cuando cambió de rumbo y ahorcó los hábitos. Le fascinaba la Torre Antonia. Aquel debía de ser el lugar. En sus mazmorras se ocultaban las once mil que cuentan las crónicas. Mulierem fortem quis inveniet? Era el tema de siempre. Cherchez la femme. Cuantas él conoció estaban demasiado dominadas por el barro de la tierra, consternadas por la tristeza del engaño, los cuernos, las palabras fuertes, los gritos, las maldiciones, los conjuros y los ensalmos. Circulaba por todas ellas la mancha de la culpa y el torrente de la sangre fluía con pulsos de pecado y de dolor. Las lágrimas de la Teotokos que inclinaba la cabeza desde lo alto del cancel guardaban la respuesta a aquel inquietante arcano del dolor en el mundo. Ella fue la que aplastó la cabeza del dragón y ollaría la cola de la sierpe. Cándido e iluso de él, Accipiter- ese sería su mayor pecado- esperaba del amor más de lo que éste podía ofrecerle. Sucumbió a los cantos de sirena. Lo embaucaron. Livia la única mujer que amó le abandonó por un capitán de lanceros. La Dulcinea de Sotohondo murió de cáncer de pecho y él fue a su entierro en un recóndito valle de las montañas de León. Sus hermanas chillaban cual plañideras y le inculpaban de la muerte de Dulcinea. Tuvo que abandonar el camposanto antes de que terminaran las exequias y largarse a toda la velocidad en su SIMCA 1000 porque le querían sacudir. encontró refugio en una taberna y dejó que la mucha ingesta de gotas de alcohol lloraran la muerte de aquella beldad leonesa. Después su vida con Angustias- en el pecado del nombre llevaba la penitencia- fue un infierno portátil donde crepitaba el fuego sagrado del absurdo con la gran pregunta de quien encontrará a la mujer fuerte. Habrás de beber hasta las heces el cáliz del desamor. Todo iba a empezar a cambiar en el mundo cuando entre las sufragistas se instaló la Gran Barragana como emperatriz y señora de las naciones ostentando sus tetas enormes y un ojo profundo y proceloso el cogujón que abría la cancela del averno. Traía en sus labios palabras de rebelión y maneras de Lucifer:
-Non serviam. No me someteré.
El ángel caído les escribía los discursos y todas a uno se pusieron a rebuznar sus consignas lanzadas por la boca de un ganso mortal. A su conjuro el ángel derribado por Miguel alzó su horrible testa marimacho. Salieron los reviragos de todas las conejeras y los vestiglos más horrendas iluminaban sus bocas con un candil. La subversión más sañuda y procaz merodeaba por la tierra y el justo no encontraba agujero donde esconderse porque a poco que se descuidase podía caer de patitas en la sima del cogujón hediondo de la Supermeretriz. Había proclamas que establecían el pensamiento único y la igualdad de derechos. Querían mandar a todo fiel cristiano a los leones. Muchos sacerdotes, altos jerarcas de la iglesia convoyaron deslumbrados por el brillo del poder y del oro, la buena reputación, el nombre y hasta se atrevieron a alterar los textos evangélicos. Renegaron cuando llegó la gran apostasía. Estallaría la guerra en los hogares. La sospecha y la delación dominaba los barrios y un silencio sospechoso se apoderó de las ciudades donde las gentes no se daban los buenos días y los vecinos se denunciaban mutuamente por cuestiones baladíes. Los hijos pegaban a los padres, las mujeres infieles tildaban de cornudos a sus parejas y les decían y tú qué me das. En los periódicos se estableció la gran censura y la Bicha dominaba las editoriales y las grandes cadenas mediáticas donde incubaba sus huevos la serpiente. Hasta la tierra desconsolada parecía negarse a sí misma a girar sobre sus ejes iniciándose en ciertas partes de los cinco continentes amagos de movimiento al revés, un hecho que originaba terremotos y tsunamis. La palabra para definir el nuevo terror del milenario democrático era desolación. Tristeza. El odio movía a las naciones unas contra otras. Sin embargo, cerca del icono de las Lágrimas se oyeron aquel Viernes Santo dulces cánticos del ritual de Juan Crisóstomo y un diácono cantó la angelica de resurrección adelantándose un día a las proclamas de Resurrección. Estos cantos eran un grito de esperanza. Las voces esparcían una dulce monodia en griego, en arameo y en ruso. Accipiter las volvería a escuchar por Internet muchísimos años más tarde pero aquella noche del año 58 sonaban extrañas y maravillosas a sus oídos cuando al cabo de tres horas de caminata por la ciudad acompañando a los pasos el piadoso cortejo regresaba a la catedral y cruzado el peristilo ingresaba por la puerta de San Frutos. Los penitentes caminaban cerca de los tronos del Cristo de los Gascones, de la Piedad de San Millán y la Dolorosa de Santa Eulalia portando pesadas cruces a cuestas o arrastrando cadenas kilométricas de gruesos eslabones los cuales en contacto con el pavimento producían una sonoridad especial y característica de aquellas semanas santas. Entonces uno de los capuchones, el que llevaba la cruz más grande y descalzo caminaba con las cadenas más gordas de toda la procesión se le acercó y le saludó. No reconocía la cara ni los ojos bajo el capuz pero la voz le era familiar.
-Hola, gordo.
Reconoció a su amigo Antojito el amigo de la infancia, el hijo de Juan de la Juana, el que siempre iba de hábito y no se perdía ni triduo ni novena y solía acompañar a todas las innumeras procesiones que desfilaban por Segovia entreaño.
-Hola, Antoñito. Tú por aquí.
-Ya ves. Ha sido grandioso. Nuestra Señora de los siete Cuchillos estaba guapa a más no poder.
Se quitó el capirote y me besó. Lo propio hice yo aun teniendo que salirme de la fila pero ya muchos penitentes empezaba a adosar sus cruces sobre las baldas del enlosado y se quitaban las cadenas. Antojito tenía los tobillos hechos una laceria pero me confesó muy serio:
-Es un sacrificio que hago para que el Señor envié sacerdotes santos y operarios a su mes.
Era una frase hecha. Antojito aunque pase por maricón y todos se rieran de él y su padre el guardia civil le arrease sus buenas tundas era un buen cristiano. Un sufridor. Le echaban de todos los conventos. No pasaba la prueba de los noviciados pero él seguía terne en tus convicciones.
-Gracias.
-No me des las gracias, Accipiter, lo que sí que te pido es que me invites a la gala de tu primera misa.
Quedé un tanto consternado porque el besamanos del cantamisa estaba demasiado lejos y yo era tan crédulo, tan inocente. Pero cuando se me ordenó de diacono ortodoxo en Londres me acordé de mi amigo Antojito que murió hace unos pocos años en un asilo abandonado de todos. Seguramente que Cristo no le abandonó y estará en la Gloria asistiendo a todos los triduos, a todas las procesiones y novenas que se celebren en el Cielo que ya serán unas cuantas. De regreso al seminario casi de madrugada vimos a su padre el señor Juan el portero del seminario, el padre de Antojito, sentado en su telonio, como si tal cosa. Hacía un crucigrama del YA y se había leído de cabo a rabo el Adelantado de Segovia. El rector, algo conmovido, le preguntó no se me olvida que porqué no había echado el cierre y se había ido a la cama ya.
-No se preocupe, señor rector, yo estoy muy acostumbrado a pelar guardias. No he hecho otra cosa en mi vida de servicio: pelar guardias y arrear por los caminos con el mosquetón. Esto es mucho más llevadero-
Así habló el cabo de la guardia civil jubilado el padre de mi amigo Antojito.