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domingo, 9 de agosto de 2020

recuerdos de comillas

AL SUBIR DE LA CORDOSA. RECUERDOS COMILLENSES

 

 

POR ANTONIO PARRA GALINDO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LAS CORRUPCIONES DE TORBADO Y LAS MÍAS

 

 

El “Barbas”, uno de los personajes de “Las Corrupciones”, la novela que define a la generación del 68, con tanta fuerza y certinidad literaria como pudiera ser el caso de La “Colmena” con respecto a la quinta del 36, que pasa por buque insignia de la brillante escuela de postguerra- constituye el personaje mejor definido de esta gran novela de Jesús Torbado, al que silencia aposta y ningunean los mandarines de la literatura mala leche ligera1, plagada de tópicos, lugares comunes y de autores extranjeros. Aquí mandan los de siempre. Son los hijos de Julián Marías, no los de María (ya quisiéramos) los que manejan el cotarro.

Conque y a pesar de todo, supo Torbado situar al hijo de sus sueños bajo una perspectiva profética, al retratar a un comunista español, hijo de papá, que hambrea y hopea su anhelo de aventura y su picaresca por la orilla izquierda del Sena. Quiere conseguir una beca para universidad Lumumba de Moscú. Deja aparcado su deseo y cambia la dialéctica de Marx y Lenin por los trastos de reproducir. Se convierte en gigoló. A cambio de los favores sexuales a una señorona se olvida de sus ideales de reforma de la injusticia.

He aquí todo un Romeo al que sólo le faltaba el Alfa, que le compra su entretenida, para lograr las metas que se había fijado para esta vida. La señora baronesa lo viste de punta en blanco con trajes y fular de Pierre Cardin. Ya no quiere ser comunista. Cambia sus inquietudes por un descapotable. Y a vivir.

En el “Barbas”, Torbado acierta a columbrar las entretelas de una corriente subterránea. En su héroe traza la etopeya de un tránsfuga, sin ideario fijo, amoral, pesetero, ambivalente, y siempre bien instalado en el flujo del río que nos lleva. Dios nos libre de nadar contra corriente. Es la herencia del pícaro que recorre toda la literatura española. Nos fuimos a París, pero lo de cambiar el mundo no era más que una añagaza. Lo que en realidad queríamos era subir, medrar, la conquista del poder. Sin embargo, hubo entre ellos algunos, entre los que me cuento, que no quisimos vender nuestra alma al diablo. Vale más nuestra dignidad que un plato de lentejas.

Por lo visto, el Barbas supo evolucionar desde las barricadas de la contestación a un lugar al sol que más calienta, como son las sillas ministeriales, los cargos y los centros de poder. La burocracia destruyó los sueños falangistas y este tic lo heredaron los que vinieron con la democracia convirtiendo a España en solio de las corrupciones, una palabra entre nosotros de todos los días. Torbado en esta novela se viste de la tiara profética. El PSOE, los peperos, los separatistas del CiU y de la margen del Nervión por cuya orilla pasaba una gabarra son ua seguda edición corregida y aumentada de los vicios del franquismo.

 Su metamorfosis es metafísica. Su personalidad, absolutamente del tiempo que nos ha tocado vivir. Abundaron las metempsicosis, los cambios de sexo y de pareja. Aquí el que no corre vuela. Torbado estaba, a lo mejor sin proponerselo, haciendo la prognosis de la Transición Gloriosa, y, tal vez, radiografiándose a sí mismo.

En un guateque en una buhardilla, con picú, extranjeras que se daban bien, ginebra de garrafón, amor libre en plan alfombra y vomitonas sobre la colcha, a este personaje lo dan de hostias. No hay cosa más tragicómica que cuando a los que en amor siguen el mal consejo de Onán se les pone en cama redonda, saben que la simiente nunca ha de ser suya. Habíamos quebrantado la ley del “levirato” y hubimos de atenernos a las consecuencias: a una condena bíblica. En el texto no hay mariconería ni uranismo. Era lo que nos faltaba para trazar una panorámica de la España de hoy donde el clan gay es todo un poder fáctico introducido en los mismos muros de la iglesia omo un auténtico caballo de Troya.

El que le solmena es precisamente un inocente, un partidario de la no-violencia. Un ex seminarista. En esta generación todos hemos empezado por un ex, lo cual hace la composición de lugar de tanto acontecer. Como prueba que nuestro destino se halla en las estrellas, si mi primer coche fue un seiscientos que empezaba por seis, seis, seis, el segundo un Miraflores rematado en el sufijo fatídico de “ex”, venía a demostrar que yo soy miembro de la generación x.

Todo lo nuestro es una incógnita, como la distancia de pi, que sigue sin resolverse. Según los logaritmos, la penúltima letra del abecedario engloba todas las incógnitas del espectro. Hemos sido la promoción del Enigma, pasamos por esta tierra como una leva desconocida, pero dejemos de fantasear.

A un tercer grado cáustico nos someterían las perversas fuerzas del hado. Novelar es dominar, hallarse en posesión de las riendas de la creación. Por eso, los grandes escritores y poetas consiguen arrebatar a los dioses el fuego sagrado, quitarles algo que es privativo de su preeminencia ontológica: la facultad de hacer y deshacer cosmos a capricho. Torbado pertenece a esa estirpe de privilegiada casta de artistas capaces de sacar vida de la nada, insuflar alma al puro caos. Tienen la facultad de articular mundos con vida apropiada, y hombres que echan a andar bajo la carpa de cielos hialinos o emplomados, que se aman y se destrozan, viento que alienta, rosas que huelen, y ríos y montañas que no son paisajes del belén sino verdaderas cimas y abismos.

Llevan dentro esa carga de tracción de sangre que en movimiento pone a los buenos percherones literarios. Resultado: el transporte onírico, y, eventualmente, el agarrar por la punta del pelo al lector subiéndolo, como hizo el ángel con el profeta Ezequiel, en volandas al Carro de Tespis, que florezca la tierra y rían los cielos con carcajadas definitivas, consiguiendo que el ser humano  pierda su horizontalidad de bípedo (hay algunos que aun se arrastran a cuatro manos), levantarlo camino de las estrellas, y conducirlo a otros mundos. Eso es ángel. Algo que los dioses que dan gratis y reservan a unos cuantos afortunados, de lo más escogido del Huerto de las Musas.

José Antonio Fernández, el protagonista de la inmensa novela río, con una traza argumentativa potente y congruente, nada light, ni vino flojo ni suelo arijo[1], sino un peso pesado del arte de contar, siguiendo los pasos de Flaubert, Maupassant, Tolstoi, Dostoievski o Somerset Maughan, es quien le cruza dos sopapos bien dados al lechuguino. Estaba como poseído por esas vehemencias paulinas del que acusaba haber practicado esa gimnasia mental escolástica, con la que se preparaba para ser atleta de Cristo. Quizá todavía un mínimo de decencia conserve, a pesar de las corrupciones a las que es sometido. ¿Corrupciones o confesiones? Es una secuencia de deterioros ambientales y de valores que están cayendo en picado: la Iglesia inmersa en la crisis más grave de su historia, la familia que empieza a dar síntomas de agotamiento, la sociedad, el sindicato, la amistad y el amor. No ya meramente hay moros en la costa, sino que ya ha entrado toda la jarca.

No arremete a su amigo porque haya pretendido quitarle a su novia griega, sino porque ve en el Barbas reflejado su propio desencanto. Le grita, lo zarandea, pero, al hacerlo, se está zarandeando a sí mismo. Esta es una historia a caballo entre la esperanza y la desesperación, espejo de un tiempo de juventud inconsciente y generoso, vivido al calor de la bohemia. Al igual que en la novela de Melville, este Moby Dick de la revolución de terciopelo se mantiene incólume en medio de la marejada de corrupciones y, consecuente consigo mismo, acaba defenestrándose desde lo alto de la Torre Eiffel, cuando llega a sus manos un mensaje del padre de su amada, Anika, desde Estocolmo, anunciándole que ésta había cometido suicidio. “Selbstmord” es la palabra que retumba en sus oídos igual que una maldición y la voz de la conciencia que dice: “yo la maté”. Se trata de un conjuro del destino formulado contra él.

Ubi sunt?”.¿Qué fue de aquel furor de vivir? ¿Dónde fue a parar tanto frenesí? ¿Qué se hizo de tanto galán? Pienso que alguien se ha encargado de rebajarnos los humos a todos nosotros. Os pasarán la pluma por el pico. Al diablo todo. Cohen Bendito, aquel Daniel el Rojo, inspirador del levantamiento del mayo francés, no era más que un tigre de papel, aunque nos pareciera un atlante por entonces. Hoy está instalado. Ficha cada mañana en Francfort en las oficinas de una multinacional. Joan Baez es una estrella que se ha extinguido. Los hippies de MacKenzie no llevan su oblada de flores a San Francisco. Se ha acabado lo que se daba, se rayó el disco, y nosotros con él. Otros han muerto.

Parece que José Antonio Fernández lo adivinaba. Los cisnes se han transformado en gansos y esos ánsares no hacen otra cosa que graznar con gemido lúgubre. Ahora los arúspices recogerían en un cartulario magnético el registro de tales vibraciones proféticas. Este libro crea una tensión elegíaca dentro de mí.

Trataré de explicar a humo de pajas el argumento: un novicio dominico, que, por lo que describe, debió de ser el de Caldas de Besaya, Cantabria, donde también profesó Torbado (las mejores novelas son las que tienen un apoyo autobiográfico) cuando declina su vocación descubre que la vida no es digna de vivirse encerrada en un silogismo, por la sencilla razón de que carece de lógica. Es indomeñable. Los universales no abarcan los particulares, como pretendían las súmulas tomistas en su estética aristotélica tan bella como inalcanzable. Era una dialéctica como hecha para ángeles, no para hombres. Resultaba todo tan excesivo, demasiado para que lo aguantasen cuerpo y alma sin enloquecer. Nuestras almas y nuestros cuerpos no estaban hechas para volar. Todo lo más para caminar al trote. O al paso ligero que nos marcaron en la mili, a las voces del sargento.

-Media vuelta… Ar

Y como resultado, al cabo de una crisis religiosa, Fray J. Antonio descubre que no se llama ni José Antonio ni Fernández. Había nacido en un hospicio y era expósito. Seguramente de origen húngaro. Sus padres adoptivos lo habían metido a los diez años en aquella bella jaula de oro entre montañas y aguas termales. También descubre que tampoco tiene vocación. Un enamoriscamiento primerizo con una muchacha del pueblo durante unas comedias que echaron los seminaristas en jornada de puertas abiertas, por vísperas de Reyes, tuvo la culpa de esa decisión. Las escenas que describen la evolución de este primer amor son un dechado de delicadeza literaria y de penetración psicológica, un caso de precocidad genial, porque Torbado escribió esta obra maestra a los diecinueve años. Todos los españoles hasta aquella generación nos enamoramos o en las comedias, o en un baile de candil o en el paseo por la Calle Real. Los noviazgos con chica formal habían de ser largos, pero tampoco faltaban los fogonazos de amor a primera vista.

De remate, cuelga los hábitos y se planta en Madrid con lo puesto. Aun se le notaba al marchar, como a todos los ex seminaristas, esos andares desencajados, el pie valgo de curilla, el pavor ante los desconocido, la falta de desenvoltura para con las mujeres, y esa alma como bisunta que tiende hacia la vida ordenada y al ocio contemplativo pero sometida a las exigencias de la carne. Producto quizás de una mala educación sentimental. Para conseguir la pureza, nos decían, fíjate, nada mejor que el miedo al infierno, las duchas de agua fría, y una alimentación a base de judías verdes, mucha lechuga y, alguna vez, de cena, huevos con patatas fritas.

No se puede vivir con el alma partida, nadie puede amar a Dios sin conocerlo. Lo que instiló e deseo de conocimiento fue el amor divino reflejado en sus criaturas. Resulta que el pobre J. Antonio era un místico. Este personaje de Torbado me ha servido de espejo al cabo del tiempo. En este libro me monté, cual si de cola de escoba de bruja se tratara, en la moviola retrospectiva del tiempo; un paso atrás y el espejo me ha devuelto color mate una imagen que casi ni reconozco, pero atravesada de fulgores lancinantes. Soy yo mismo.

Si la verdad está en los números, lo vividero hay que pasar a buscarlo a los libros.

Era un místico a redropelo, un anacoreta a destajo y en contra de su voluntad, que lleva su soledad en el desierto de París, después de su amarga experiencia de rebotado y de menestral español a lo que salga. Había trabajado en la construcción de casas baratas, y, como nadie puede pisar su propia sombra y el destino te talla a ti, que no tú a él, el escritor Torbado estaba designado a comprarse un piso con el dinero que le dieron con lo del Premio Alfaguara. Yo lo conocí como alumno de la Escuela de Periodismo de la Iglesia.

La palabra nos lleva a donde quiere, y aboca con frecuencia al descubrimiento de nuestros equivalentes. José Antonio desconocía fuera un místico. Fue ese idealismo panteísta que aprendimos en la celda con el pensum y los himnos marianos, esa sed de universales a través de particulares en tardes de melancolía  y de ilusión infinita, el que abrió los postigos de los claustros. Los seminarios quedaron vacíos. Vino una barrida, sopló el viento del desierto, y nos pusimos todos en movimiento. Se produjo la desbandada simultanea al concilio Vaticano II. La SRI se autoinmoló, dejó de ser la misma ¿Lo del 68 fue un movimiento o una movida?

Partimos en busca de un punto de fuga, un asidero de la palanca, pero tampoco, al otro lado de las montañas cuyo perfil contemplábamos tarde tras tarde desde la ventana del estudio, había pestillos ni palancas. No había risueñas lontananzas y todos los países venían a ser lo mismo. Sin embargo, el viaje, desde el género de novelas de caballerías, es el motor que hace andar el carro. La literatura es una escabullida jalonada de insensatez maravillosa. Nos invitaron a vivir nuestro propio cuento de hadas y no declinamos la oferta aún a costa de pasar hambre y arrostrar toda clase de peligros. No pocos quedaron atrapados en la vorágine.

Allí no estaba la arcadia ni el paraíso de los caballeros andantes. No había orden ni concierto para los que nos pasamos la infancia creyendo en la armonía de las esferas y la congruencia de todo. ([2])

Nos dimos cuenta que habíamos vivido demasiado arropados y protegidos una vida que no era nuestra al sesgo de una disciplina y un horario a toque de campana. El mundo se estaba haciendo añicos y nosotros vivíamos arropados al calorcillo de un sistema de valores injerto en la edad media, que no se correspondía a la realidad del momento. El hilomorfismo ([3]) aristotélico no explicaba la realidad que se avecinaba. ¿Materia y forma compatibilizan pero no constituirán una antigualla en el siglo XXI? ¿Dónde está el alma? Habíamos sido adoctrinados en una trascendencia que nada tenía que ver con el día a día del hombre de la calle.

Teníamos madera de santos, de apóstoles, pero acabamos repartiendo leña, o nos la dieron, en las manifestaciones contra los “grises”. ¿A quién íbamos a evangelizar nosotros pobres diablos ignorantes, que de la vida nos sabíamos de la misa la media, y nos prepararon mal? No obstante, aquella generación conoció un tiempo de grandeza genial. La primera medida congruente fue colgar los hábitos antes de que el concilio vaticano proscribiera la sotana.

Pero el simún aquel que ya soplaba se llevó nuestros bonetes, nuestras becas rojos, los fajines de donado, y nuestras esclavinas. Se manchó en los cenagales de Pigalle, el Soho o el St. Pauli el distintivo azul, símbolo de pureza, que un día nos entregaron para parecernos más a la Inmaculada. Haría volar aquel viento del desierto las páginas del Errandonea y del Raimundo de Miguel, que uncieron nuestras vidas a la subyugante latinidad.

Aquel viento tiró por tierra nuestras torres airadas, arrastró camino del valle nuestras becas rojas de estudiante y las hopalandas conventuales, colándose por los resquicios del alma. Algo nuevo estaba a punto de empezar. Pocos ciclos históricos hubo tan sometidos a aquella presión demoledora de la acción secular que en poco más de dos décadas todo lo trastocó.

Se acabaron los paseos interminables por los vericuetos extramuros y los lozanos campillos en mediodías de tedio y sequedad, cuando íbamos y veníamos al lado de las murallas, y con ello los regímenes de visita de nuestras madres con la muda, el talego con el matute para reforzar las calorías de aquella pitanza conventual que era rancho cuartelero  y a veces pré de cárcel, mientras rezábamos a la Madona de los Tránsitos que nos amparase. No habría en adelante más visitas al sagrario y una hora fija para alzarse y acostarse. Ni registros de conciencia al terminar el día, ni retiros a fin de mes, ni aquellos ejercicios espirituales cada año que daba un fraile especialista. Siempre eran los mismos gritos, las amenazas del infierno y el numerito de mostrar la calavera encendida mientras se apagaban todas las luces de la capilla. El efecto sobre nuestras blandas conciencias fue terrorífico. Y no es porque yo lo diga pero unas cuantas sesiones descriptivas de penas del infierno tampoco nos vino mal psicológicamente.

Hoy, desparecido el Leteo, las hartonas de la tele lo han substituido por colesterol, cáncer, enfermedades venéreas y los kilos. Antes los diablos eran todos esqueléticos. Ahora se nos muestra a los condenados como pobres diablos rollizos y que, para colmo, fuman. Seguimos sin haberle ganado a la muerte la partida. Sin embargo, por aquellos días ¿cómo comprender tanta muerte cuando aun no habíamos empezado a vivir? El miedo guarda la viña. Predicando sobre ella constantemente se nos tenía sujetos. Pero también nos estábamos volviendo unos desquiciados. Tiempo adelante, se nos abrirían los ojos. Llegaríamos muchos por nuestra cuenta al convencimiento de que el Dios que nos planteaban los jesuitas no era sino una caricatura de sí mismo. Se trataba de un Dios muy burgués: personaje cominero, mensurable y contable. A tanto por barba. Si tú me das esto, yo te doy lo otro. Si pecas de pensamiento, son tres padrenuestros de penitencia. Si pecas de obra, trescientos, y así, sucesivamente.

Era un Dios fabricado a nuestra imagen y semejanza egoísta, meticuloso y severo, impervio e infranqueable, particularista y nada coral, lejos del alcance de nuestros pronósticos y de nuestros desalientos. No era el Resucitado con rostro humano que luego aprendimos cuando nos curtió la vida. Sin embargo, la semilla quedó lanzada. Dice Zamacois ese gran novelista psicólogo que los hombres inventaron la Religión por miedo a Dios y la Justicia por miedo a la Ley. Júpiter y Themis cabalgan la misma montura.

 A través de aquella horma en la que nos metieron fueron moldeando poco a poco al Cristo sin prejuicios, señor de la historia. De forma imperceptible y sin casi quererlo nos fueron introduciendo en el amor y el conocimiento del Gran Rey. Los jesuitas, contra los que nos rebelamos, consiguieron que dejásemos de ser rahez para convertirnos a la casta del cielo, en raza de los elegidos. Tampoco era la culpa de aquellos pobres sacerdotes, si tuvieron fallos. Como dice San Agustín nunca te quejes ni preguntes qué es esto ni por qué. Porque eres hombre. Ellos nos dieron lo mejor que tenían, con lo poco o lo mucho que sabían. Fue justo que quedasen vacías las aulas de los noviciados y que sobre Roma lloviesen en avalancha las peticiones de secularización.

No obstante, en medio de la tempestad y flotando sobre aquella borrasca de crisis interiores lucía perenne la llama del fuego sagrado.

Ahora, al cabo de mucho tiempo y con costurones y heridas en el alma (dejamos la piel en el combate) se presentan ante el mundo y sus vanidades los que una mañana de Témporas dijeron:“Adsum”([4]).

 Entonces no comprendieron el sentido de su convocatoria; ahora sí. El vínculo sacerdotal es permanente. Esa promesa de servidumbre al Cristo total formulada ante el obispo nos ligaba bajo juramento a un hermoso proyecto soteriológico. Aquel día nos habían atado las manos. El nudo no se podrá ya deshacer. Es indeleble. Para el óleo de la unción no hay asperges. No se borra ni con papel de lija.

Me pregunto si no irían metidos en aquella desbandada general los apóstoles de los últimos días. La cuestión personal mía, que debe de ser la de otros muchos que se encuentran en mi misma situación, llega en una tesitura difícil para la Iglesia. ¿Serán en todo caso las víctimas las que salven a sus verdugos de antaño? El mundo estaba cambiando.

Muchos sabíamos que la solución no vendría atada a las resoluciones del tan traído y tan llevado Concilio sino en la reforma radical que la pusiese a cobro de sus enemigos, tanto internos: la gazmoñería, el clericalismo, como externos: la prevaricación y la secularización. Intuíamos el peligro de la mano de la frase evangélica “mirad que portáis un tesoro escondido en frágil vasija de barro”. Cuanto más Vaticano, menos cristianismo. Roma pecó. Nos sentíamos desamparados; un poco, como los hijos de la noche. Nadie tiene la verdad absoluta en sus dominios, no se ha formulado la última palabra. El depósito de la  fe,  de un credo unívoco, yacía consignado en el corazón de Cristo, y era el dracma enterrado que habría que exhumar, pero nosotros con nuestros altercados y nuestros gritos de aula magna, los anatemas y las memeces retóricas, tirábamos su herencia por la borda. Mientras nosotros vamos a piñón fijo, Él mueve todos los resortes. Su visión del tiempo y el espacio es panóptica, no admite segmentaciones. La apostasía de las masas fue el paso siguiente al desbarajuste y confusión que ofrecía aquella tribu de jerarcas aferrada a la letra muerta, que sólo creía en la perduración de sí misma.

Muy sagaz MacLuhan, cuando dijo que lo que importa es el medio, no el mensaje. Los obispos tenían un oído muy sutil para sintonizar con los cambios de rumbo de los vientos marcados en los giros de veleta. Para percibir las frecuencias de onda de la minoría que dirige a las mayorías. Por eso, se ponen siempre de parte del fuerte, pero nosotros no éramos apoderados de renta vitalicia sino los paraninfos que pregonaban un mundo nuevo, los heraldos del amor.

Las ratas empezaron a abandonar el barco, pero nosotros, los que nos salimos o nos  echaron de aquellos seminarios superpoblados de los cincuenta y sesenta, seguimos amarrándonos al tablón de una fe visceral y, aun con el agua al cuello, nos consideramos los portadores del estandarte del Paráclito.

Si no pudo ser entonces, nuestro sueño podría llegar ahora. Los dedos divinos hilan muy fino sobre la pleita de la historia. Los plazos del carisma tienen mayor longura que las tablas con las que operan los planificadores de la economía. Hubiera sido terrible convertirse en un obispo al estilo de Setién, otro alumno aventajado de los jesuitas. Aquella dispersión general, aquel rompan filas que sonaría en nuestras orejas como un gemido de atabales, o como una contraseña apocalíptica, sólo se entiende ahora de un modo explícito, al cabo de tanto tiempo. ¿Dedo de Dios o mera concurrencia fortuita?

Medio siglo no es nada en la historia. Nos desapuntamos entonces de una organización que sonaba a hueco, y que quería hacer de nosotros apóstoles cuando aún no nos había zurrado la badana la vida. Por los rincones en los altares laterales donde hacía tiempo que se dejó de decir misa olía a gatuno y a pis de vieja, provenía de no sé donde una emanación agria a rancio sepulcral. Sobraban los retablos. Nunca desertamos de Xpto. Y cada noche invocábamos a NªSª.

El Barbas al mirar hacia Moscú había oído campanada y no sabía dónde. Amábamos las iglesias, y no las queríamos destruir, sólo reformar. Nos sobraron agallas para largarnos a París, o a Londres o a Estocolmo, con una guitarra bajo el brazo, unos pocos duros y un cartón de “Celtas Largos” en el zurrón. Desconocíamos adónde íbamos pero queríamos llegar a alguna parte. La Estrella de la Mañana guió los pasos de nuestro exilio. Ella es la que salva y purifica conduciéndonos al Hijo.

Al fin y al cabo, el catolicismo no consiste sino en un combinado perfecto de humanismo y de soteriología cargada de tradición y de símbolos. Constituye la mejor salida ecléctica a los problemas, porque la palabra Iglesia en su acepción estricta de asamblea, combina realidades vivas. Es un círculo infinito. No comprendíamos aquel tiempo, éramos unos caloyos, y, sin embargo, querían hacer de nosotros, nada menos que, unos presbíteros. La obsesión por la pureza daba frutos malignos. Incluso algunos superdotados como Pablo y Agustín se las vieron y desearon para poner la carne bajo férula. Sin embargo, quizás fuera pecaminoso convertir al celibato en una obsesión. Mandaron que maceráramos nuestras espaldas con flagelos y cilicios, y a algunos les cantaban las cadenas cuando marchaban en la fila, al arrodillarse al hacer genuflexión simple ante el Santísimo, al pasar la jarra de agua al compañero en el refectorio y por las noches, cuando tocaba la campana a silencio, la obscuridad se llenaba de golpes sordos de las verberaciones. Nos mandaron comer berros y lechugas porque eran verduras idóneas a la castidad, y las comimos. Nos prescribieron duchas de agua fría, y nos bañábamos en el Eresma en pleno enero. Ayunos y penitencias, sin embargo, se mostraban inoperantes para dominar el deseo. Notábamos mutaciones en nuestros cuerpos. Algo nuevo había nacido.

Una noche de marzo con viento oscuro y denso sentí la llegada del primer alhorre genésico, heraldo del río de la sangre. Fue como la fuerza de un chorro caliente en mi organismo. Percibí vergüenza y pasmo, a la vez que una laxitud indescriptible. “Si te la meneas te vuelves tísico. Además, vas al infierno”. Hasta entonces no sabía lo que era una contaminación fálica. Pero todo ocurrió de una manera involuntaria como un acto reflejo. Acababa de cumplir dieciocho años. Aquel invierno me había cambiado la voz y apuntaba ya un bozo raquítico que yo observaba al pasar por algún espejo, así como el crecimiento del vello púbico, en las axilas y en las piernas. Me gustaba estar solo. Empecé a llevar un diario y a escribir poemas. Leía novelas inofensivas como la “Meta Soñada” del P. Sobrino y “Perico en París” - los dos primeros libros con que se inauguró mi voraz apetito bibliófilo-. El “Sabor de la Tierruca” y el “Gonzalo González de la Gonzalera” que tenían una portada asaz incitante en la colección Molino (un indiano que trata de seducir a su criada) fueron dos libros para mi vocación incipiente de lector empedernido, pero sobre todo me gustaron las novelas históricas como “Amaya” y “Alfonso VI”. Éstas las devoré en un par de noches en el silencio y la oscuridad de mi camarilla, arrebujado con una linterna bajo el embozo. Varias veces me pescaron. Leer después del rezo del “De Profundis”del acueste, el salmo que taxativamente jalonaba los actos del día hasta que a las seis y media volvía a oírse la campana que nos tiraba a todos del lecho, sonaban las palmadas del presidente de imaginaria e iniciábamos el día con las preces del himno “iam lucis orto sidere”, atentaba contra las normas del Reglamento.

Se cometía un pecado venial. Otros, mientras yo me enfrascaba en aquel ambiente del medievo, hacia el cual me he tirado yendo y viniendo la mayor parte de mi vida, puesto que en este tiempo de navegaciones por Internet mi espíritu sigue vagando por las poternas de un castillo o conserva una querencia imprecisa a las puntas de diamante de una muralla encantada, alcázar fuerte de los sueños que no se corrompen, y bebía los vientos por el ceñidor de Zoraida o me enamoraba de Dña. Urraca, se entregaban a ocupaciones no tan santas, a juzgar por el chascar de jergones o los sórdidos estertores agónicos que se escuchaban de vez en cuando entre las cortinas o detrás de los biombos. Era una forma de paladear nuestra libertad. Aquel pequeño rincón de la camarilla en medio de la crujía era nuestro territorio, único recinto personal, nuestro bastión autóctono, y era con frecuencia violado por el Presidente que recorría todas las dependencias del seminario de imaginaria con su linterna delatora, que patrullaba por los dormitorios. Parecía un fantasma dando voces.

Silencio... A dormir chiquitos... no hagáis marranadas”. Cada uno podía hacer lo que le diese la gana, pero siempre acabábamos todos por ser pescados in fraganti por el prefecto, aquel D. Pedro Recio o algunos de los presidentes, sobre todo uno de los seminaristas del Mayor, por nombre Eloy, que era un vivo y que se sabía todas nuestras tretas por haber sido cocinero antes que fraile. Se alzaba la cortina de improviso y aparecía el superior con la linterna:

-¿Qué haces?

-Sólo leer. Estaba repasando la lección de Griego que no me la sé bien.

-Estas no son horas. ¿No has tenido tiempo en toda la tarde?

-No, señor presidente.

-¿Cómo que no? Encima de infractor, mentiroso.

A los presidentes, aunque no fuesen sacerdotes ordenados todavía, no se los podía tutear.

-Pues mañana a primera hora te presentas en la rectoral y luego tres horas de rodillas con los brazos en cruz y dos ejemplares del Raimundo de Miguel a cada brazo. Cuando acabes, escribirás en el encerado cincuenta veces: “Después del toque de oración es una falta grave leer en el dormitorio”. ¿Estamos?

-Sí, don Eloy.

El diccionario pesaba lo suyo. Se me cansaban bastante los brazos, se me ponían los dedos perdidos de tiza, pero, dentro de lo que cabe, mi castigo era menos vergonzante que el de otros compañeros que habían sido cogidos con las manos en la masa por aquellos sabuesos del Mayor. Para los que se la meneaban, se orinaban en la cama o se hacían incluso lo otro, también había un lugar en el testero del estudio general cerca del estrado. Eran puestos cara a la pared. Aquí un cagón, allá un meón, y ése de los granos va para tuberculoso cofrade del “ale, manita”. Llamábamos más a los cofrades del vicio solitario congregantes del “ Alemanita”.

Los reincidentes eran expulsados. Ante casos de bujarronería, que gracias a Dios no fueron frecuentes, la verdad, el Sr. Rector cortaba por lo sano. Se puede ser todo en esta vida menos invertido. Luego supe que aquellas situaciones de peligro de desvío de la libido hacia la homosexualidad no representaban una alarma, por más que comportasen un peligro real de giro sexual, y dicen que los que van no vuelven; se producían, como cosa natural, por el ambiente cerrado, la represión y el hambre de hembra que suelen ser endémicos en establecimientos donde no hay convivencia entre los dos sexos.

La sala de lectura tenía tres ventanales que miraban al norte y seis que miraban al este. Por unas veíamos machacar el ajo a las cigüeñas en la casa fortaleza del conde de Cheste, en la rinconera de uno de los postigos de la muralla donde arrancaban los arcos del acueducto airoso y esbelto. Estas callejuelas en la parte de atrás de la muralla estaban sumidas en verano y en invierno con sus altos muros cubiertos de enredadera de una tristeza y un misterio infinitos. Eran predios de duendes y de almas en pena; para mí reflejaban la esencia de aquella Segovia mítica y desconocida. Los jueves, día de mercado, abajo, en el azoguejo se escuchaba el ruido de las ruedas de los carros y las voces de los paisanos que siempre hablan recio. Un poco más allá estaba el torreón de los Dávila mirando casi amenazante al parigual del de los Lozoya y entre medias la espadaña de la iglesia de las monjas dominicas, recoleta y románica, que no se abría al público más que por Jueves Santo. Por los otros miradores, a todas horas del día y del año, teníamos una excelsa panorámica de la estatua yacente orogénica de la Mujer Muerta cubierta de nieves entre noviembre y abril y de un color violáceo por el verano. Por esa ruta del sudeste llegaban las cigüeñas, recién pasada la fiesta de San Antón.

Un paisaje así dominando la panorámica tenía obligatoriamente que hacer de nosotros gentes soñadoras. Lo mío, al fin y al cabo, no era más que la pasión por la lectura, pero otros estaban condenados a la vergüenza pública por comisiones menos inocentes, por pecar contra el sexto, y no de pensamiento que al fin y al cabo ningún hombre sabe lo que pasa en el hombre sino el espíritu de hombre que está en él, sino de obra. Habían transformado la potencia en acto. Por la noche en las pequeñas horas de la madrugada se escuchaban sus jadeos a duras penas contenidos y el ruido de los muelles del somier que era lo que ponía en guardia a la vigilancia del somatén de castidad que capitaneaba el bueno de Eloy. Había manos no tan inocentes como las mías que sólo pasaban páginas debajo del embozo. A algunos les salían de tanto darle callosidades en el canto de la diestra o en la de la siniestra, si fueran zocatos, y hasta en las muñecas. La culpa de todo la tenía el ejercicio del “ale manita” en el empecinado dale que te pego. No serás ni el primero ni el último entre tus sodales.

Hay que ver la cantidad de compañeros que hay castigados esta mañana. Las jarras del refectorio se rompían, cascaban los badajos de las campanas y las cigüeñas seguían machacando el ajo sobre los tejados de Segovia. Había siempre ropa tendida en los sobrados. “Fides ex auditu”. Hacia la fe mediante el oído, recomiendan los santos padres. La razón también crea monstruos, como en los aguafuertes de Goya. Aspiras a un lugar bajo el sol del amor platónico, crees en la armonía de las esferas y la fuerza de la gravedad te arrastras hacia el lupanar. S. Pablo y san Agustín se quejaban de lo mismo. San Antonio el Grande, lo cuenta Tolstoi, en un magnífico relato, colocó su mano en la toza y la seccionó con el destral, pero con la única que le quedaba también le venían tentaciones; entonces, fue a otro hermano de la Tebaida y le pidió que le diera allí otro hachazo. Más vale entrar manco en el reino de los cielos que ambidextro. Hubo otro bienaventurado de cuyo nombre no me acuerdo, pero que está en el catálogo santoral, que por no pecar se emasculó a sí mismo con una bipenna. Si tu ojo te escandaliza, arrancatelo. Muy duro esto. En aquellas noches de insomnio, desvelado y casi febril, escuchaba en rededor sonidos feroces. Era los demonios que resoplaban. Había un tal Pantaleón que era cosa mala. Las manos quietas, Pantaleón, mira que te condenas. Mira que te mira Dios, mira que te esta mirando, mira que te has de morir y no sabe cuando. ¿No te da grima abrasarte en las penas del infierno, Bartolo? Más ni por ésas. Pienso, tiemblo, me mortifico, pero qué queréis que haga. El impulso es más fuerte que yo. Vas a acabar en las calderas de tu tocayo Botero, perico. Allí estaré por lo menos calentito y no me saldrán sabañones, y qué gustito pasarse la eternidad haciéndose una paja. Amos anda, no digas burradas. Vale ya de tanto paloteo.

-Ay Panta, Panta.

Era vasco y como sabía tocar la chifla y también el acordeón le pusieron de nombre Pantaleón.

Pantaleón, más que meneársela, se la machacaba. Sentaba un mal precedente, le cundían émulos e imitadores por toda la comunidad. Supe a la sazón lo que era el placer solitario al que nos arrastraba nuestro masoquismo y los cargos de conciencia que después quedaban. Lo peor de pecar eran las tormentos en forma de escrúpulos al rayar el día, las angustias de la mañana siguiente, cuando me torturaba arrodillado en el confesionario e iba a descargar mi conciencia con el penitenciario sobre si había intervenido mi voluntad en aquellas poluciones.

Procul recedant somnia el nocturna phantasmata, ne polluantur corpora”([5]), cantábamos en el himno de Completas. Sin embargo, nadie puede parar a la naturaleza cuando el arroyo de la sangre hace acto de presencia. Bienvenido a la vida mi primer semen. Aquello era como una epifanía, un descubrimiento de manual de iniciación. Entre sofocos y jaculatorias (me había inventado una “ad hoc” que repetía mil veces: “Antes morir que pecar, Jesús mío”) cuando me quería recordar ya tenía mojado los calzones. A los catorce años empecé a notar ciertas durezas en las tetillas. Mis invocaciones incesantes no eran atendidas. Dios no me escuchaba. Iría al infierno de cabeza en compañía del pobre Pantaleón Galende.

Sin embargo, pecaba y no me moría. La voz interior me arguye de pecado. Si te mueres esta noche, te condenas. Desde entonces, por asociación de ideas, que me hacen ver llamas, garios, falos, la crija que pubesce en una adolescente, y diablos cornúpetas, la noción del sexo viene a mi envuelta con el pensamiento del infierno. La fuerza de la vida se encontraba en mis ingles. Por convulsión masoquista. Ya tenía ganas de ir perdiendo de vista al deseo. Y todo esto que es hoy para mí motivo de hilaridad, doblado el cabo de buena esperanza de la vida y alcanzada la edad provecta, en el despertar de mi organismo, creo que llegó casi a tararme psicológicamente.

Torbado lo cuenta mejor. Su protagonista, el fraile, se sentía también indigno de acercarse a la sagrada mesa después de una de aquellas efervescentes y movidas vigilias en el cuarto a oscuras. ¡Qué noche la de aquel día! Es una canción de los Beatles, pero también se ha convertido en todo un símbolo de nuestra vida órfica, puesto que para tapar aquellos agujeros nos largamos a París. Si lo confesabas, te sentías mal, lleno de vergoña. Luego los confesores eran todos un poco ladinos o estaban algo salidos. Te asaeteaban a preguntas detallistas de tal forma que ir a confesarse resultaba como ir a la batidora, ponerte bajo el mangüal. Te sometías a un tercer grado, y a mí nunca me han gustado los interrogatorios, pero el padre espiritual lo quería saber todo con pelos y señales. Era un meticón por no decir otra cosa. Muchos empezábamos a sospechar de aquellas curiosidades pecaminosas ocultaban cierta morbosidad.

Desde entonces tengo a los maricas entre ceja y ceja. Pero, si no confesabas aquellos nuevos accidentes que acababas de descubrir en tu cuerpo, te condenabas, cometías sacrilegio. Esas eran palabras mayores. Hogaño, cuando se vive en materia de moral a años luz de todas aquellas correncias incoherentes que mortificaron nuestra adolescencia, en plena borrachera del sexo, cuando la gente no distingue ya entre el bien y el mal a tal respecto, y se ha ido al otro cabo la pesa del péndulo, y cuando he descubierto que hay matrimonios que son un infierno portátil que diría Quevedo y que son perfectamente justificadas las cauciones de la Biblia contra la mujer, porque transmiten la vida y también la muerte y llevan el diablo dentro, a muchos puede que todo esto que cuenta Torbado en su libro les suene a cosas de otra galaxia.

Antaño suponía para nosotros un martirio como la uña de fuego o el cepo. Algo parecido al potro, los caballetes, el garfio, la pezuña de hierro, o la parrilla. Para no caer en tentación, algunos intensificaban sus mortificaciones. Más ayunos, más duchas de agua helada, ración doblada de latigazos con las correspondientes disciplinas al acostarse, el cilicio en el muslo o a la cintura. Mucha escarola en el refectorio. Pero, nada. Los movimientos lascivos del sueño tenían un poder extraño sobre el subconsciente. Convenido que la castidad aúna lo que está disperso, S. Agustín, con su mente sublime y su palabra candente, quiso solventar el problema con su famosa imprecación: “Dadme lo que mandáis y mandadme lo que quisieredes”, pero en aquel curso ninguno de nosotros habíamos acaparado la santidad y la inteligencia del que escribió “La Ciudad de Dios”. De poco servían pediluvios para bañar todo un océano. Aquello estaba cada vez más tieso, era una erección sin pausa. Pantaleón fue diagnosticado de padecer una doble enfermedad que nadie había oído: priapismo y elefantiasis, todo en uno. Ofrecía deplorable aspecto y ante el espectáculo de aquel ser deforme había que preguntarse si fue Perico el que pecó, o fuera más bien su padre.

-Esto es terrible, chiquitos. Paso unos apuros que ni al más enemigo deseo. ¿Qué queréis que lo haga? Pero el urólogo dice que es un acto reflejo.

-¿Y qué tal meas, Pedro?

-Fenomenal, chico, fenomenal. Meo como un padre de la Iglesia, pero que no se me baja. Todo el día, emporrado.

Se le notaba un bulto imponente debajo de la sotana. Lo tuvieron que dar de baja. El rector le mandó para casa unos meses por ver si se le pasaba con un tratamiento. Nunca volvió. Fue entonces cuando empezó a circular por los corrillos la noticia de que D. Marciano, el ecónomo, había dado orden a las monjitas de que echasen ciertos polvos en las jícaras del agua del refectorio. Lo del bromuro, sin embargo, no funcionó como tampoco surtieron efecto los triduos y novenas a S. Luis Gonzaga. Aquel sexo desvencijado y en conexión directa con una semiótica de muerte y de convulsiones agónicas en plena noche empezó a ser para muchos de nosotros un trauma. No tuvimos una educación sentimental y acabábamos, una de dos, por colocar a la mujer dentro del casalicio de las vestales intocables, o las bajábamos del pedestal y nos largábamos al burdel. O no bebes o te emborrachas. No había termino medio. Tampoco es eso.

Dª Dulcinea se daba el pico con Dª Barragana. Los erotómanos vendrían a decirnos que eso que llamamos amor no es más que una reacción química, y que al fin y a la postre el hombre y la mujer (ésta en grado supino) no somos más que cañerías en un ochenta por ciento.

 

 

Al igual que Fray J. Antonio, yo también perdí la virginidad con una morenica de culo bajo, y con pinta de valenciana, de la calle Echegaray. Sólo recuerdo que hacía mucho calor. Era un día de Santiago. Yo hice mi primera carga de caballería, inscribí mi nombre en el registro, hacía mucho calor, un calor caliginoso de tormenta, y sobre las calles de Madrid descargó una tromba de granizo con gran aparato eléctrico, mientras yo me ocupaba con Merceditas. La meteorología y mi incontinencia festejaron al patrón de la España por todo lo alto. Había que matar la tarde. Honrar al santo.

-¿No me pegarás algo?

-Voy al médico cada quince días, cariño.

-Es que es la primera vez.

-Bueno. Tú no sufras. ¿Me pagas ahora? Son quinientas.

Me moría de remordimiento y bajé huyendo como despavorido hasta encontrar un templo. Vagué por las calles vacías como un zombie. Estuve hasta que cerraron el Cristo de Medinaceli en un rincón de la nave de la iglesia, en lo más oscuro, de rodillas y muerto de vergüenza. Si te mueres esta noche, te vas al infierno. Estás en pecado mortal. No sé si lo que sentía era asco de mí mismo o tristeza post coito. El peso de la culpa no me dejaba vivir. Llegué a suponer que acostarse con una puta era un pecado de naturaleza reservada, de esos que sólo son perdonados por el papa. No me atrevía a confesar mi pecado con un cura de Madrid y tuve que ir a buscar penitenciario fuera de la capital. Una mañana me subí en el tren camino de Toledo. Hice cinco leguas para descargar el saco, pero, contra lo que yo asumía el camino fue bastante recto y llano, aún queda buena gente en el mundo. El abad, al que confié mi conciencia, no era de la clase de torturadores a los que yo estaba enseñado. Su manga ancha recordaba a la de los capellanes castrenses. Para él irse de picos pardos no revestía demasiada importancia, con tal que la frecuentación de burdeles no se hubiese afianzado como habitual en las costumbres del confesando. Lo primero que me preguntó fue si me desahogaba con visitadoras por norma general.

-¿Cuantas veces, hijo mío?

-¿Cómo?

-Que ¿cuántas veces te has ido de putas?

-Una ¿Y le parece poco?

Me miró de hito en hito. Saltó la sorpresa. Casi pega un brinco dentro del confesionario, estaba que echaba humo y de la furia creo que se le volvió negra al padre la estola morada, yo le veía por la rejilla cómo sudaba. Me pareció que me estaba llamando gilipollas.

-Y ¿para eso me has hecho bajar, mastuerzo? Si la gente no se acostase con la gente, tú y yo no estaríamos aquí en esto. Tirarse a una tía siempre resulta más higiénico que masturbarse, y siempre será un pecado menor que pagar mal a los obreros, pero ¿ qué estamos haciendo en la Iglesia si no prefabricar tarados mentales, curas insulsos y martirologios de idiotas?

No me lo esperaba, el reverendo abad me había salido del todo progresista, era uno de esos frailes que andan por el mundo con pinta de idiotas, pero que luego resulta que saben más que Cardona, pues están al loro, se tragan todos los telediarios, saben leer la letra pequeña de los periódicos y hasta visitan de incógnito los burdeles. De modo que lleva razón el refranero cuando se formula la pregunta sobre nuestra paternidad siempre incierta. Nadie podrá decir que este cura no es mi padre. Acaso estos escrúpulos tengan la culpa de que algunos ex seminaristas salieran tan malas personas y es que nos torturaron de pequeñitos, nos dieron una imagen falsa de la mujer, llenaron nuestra cabeza a pájaros sobre hipotéticas salvaciones de negritos. Sembraron en nuestras conciencias toda esa malicia vaticana y se agenciaron una bonita manera de espionaje por poco dinero, colándose de rondón en los hogares y en los tálamos y en hasta en los calzoncillos de nosotros todos, mediante la astracanada de intimar los pecados privados. La Iglesia griega sólo conoce la exomologesis que viene a ser una confesión privada de ciertas faltas y una profesión pública de fe, pero sin las aberraciones a las que ha dado lugar en la latina esta norma, dejando la puerta franca al diablo de los escrúpulos que torturan la conciencia, la preeminencia del clero partiendo de la base de que toda información es poder, e incluso el trato torpe. Obras como La Regenta y gran parte de las novelas de Galdós dejan al trasluz todos esos abusos, que no son pecados de fe sino afrentas a la credibilidad soteriológica de los que están obligación de estar con el pueblo y defender la grey. Esta confesión y penitencia pública era posible en la edad media cuando había una interacción de valores, incluso una identidad del hombre de la calle con el credo romano, cuando trono y altar y “Pópulus cum exercitu” eran partes de una misma realidad. Hoy el Vaticano ha hecho de la nave de Pedro un ente de razón, una inmobiliaria, acaso una ONG, con una cabeza visible de mucho prestigio, pero que eclipsa totalmente al caballo de fuerza de la institución, que es el pobre cura de una parroquia del suburbio, o de un católico desorientado con angustia y con muchos problemas que la Iglesia no puede resolver. Y alguna veces los curas - son los mejores- lo reconocen como me ocurrió a mí con el pobre Hernández, capuchino de Medinaceli al que confié mi delicada situación conyugal.

-¿Qué soluciones me da, padre?

-Hijo, no lo sé.

Como era un tipo muy legal, acaso por eso acabó cometiendo el disparate de asestarle varios navajazos a otros cofrade de la comunidad para después terminar suicidándose. Era un sacerdote eximio, que cargaba con las culpas de todos, yo pienso que se ha salvado. El padre Hernández, el de los buenos consejos, nunca podrá estar en el infierno.

¿Quién puede decir que este cura no es mi padre ? ¿A quién no le tocaba la pirla el P. Muñana, rector espiritual de retóricos y que era algo maricón por cierto y uno estaba en Babia por aquel entonces?

A medida que iba soltando estas mamonadas, subía el tono de la voz que ya no era de falsete, sino casi gritos desairados. Parecía fuera de sí. Algunas beatas que estaban abrazadas a los santos volvían la cabeza con cierto temor ante la bronca que me estaba echando el fraile. “Éste me sacude si no espabilo”, decía yo para mis adentros. Faltó un tris que no me puso la mano encima. Pero, “De nimis non curat praetor”. Me despachó de mala manera y casi me negó la absolución. Nunca pude ver a un abad con tanto cabreo en el cuerpo. De buena gana hubiese agarrado el báculo y empezado a dejarme marcas en las posaderas. Pero me hizo un bien de paso, porque al levantarme del reclinatorio me sentí alígero casi como aquel personaje del Decamerón al que su amigo, después de muerto, vino a visitarle en espíritu, y le confesó que hacerlo con moderación no era pecado. Camino de Madrid, otra vez en el tren, era como si me hubiesen crecido alas por los sobacos. Hubiese sido capaz de comerme el mundo. Al fin y a la postre, yacer con hembra placentera constituía parvedad de materia, un pecado menos grave de lo que hubiera imaginado.

Sin embargo, no estaba tan curado de espanto como suponía, porque al polvo siguiente, esta vez con una portuguesa, que durante la coyunda no paraba de asirse a mis carnes llamándome miño fillo del alma, (al terminar se despidió de mí con un cortés “moito obligado”), la conciencia atormentada volvió por sus fueros. Los moralistas no se ponían de acuerdo sobre mi caso, porque cada uno me venía con una respuesta antagónica. El abad toledano, o tenía demasiada manga ancha, o debía de ser un viva la virgen, me dijo otro padre, al que fui a descargar de nuevo mis escrúpulos. Ese que te ha dicho eso ni es abad, ni es franciscano. A ver si eres tú que los has soñado. Hijo mío, te estas haciendo mucho daño.

Acabé a los pies y ante las luengas y blancas barbas del P. Dámaso, un capuchino del convento de Bravo Murillo con fama de santo, cuando no había aun llegado la relajación a los monasterios y no se producían en ellos confrontaciones a navajazos como acaba de suceder en el convento de Medinaceli( entonces tenía la Iglesia al diablo en amarras y hoy anda suelto, va por donde quiere y le da la gana)y la revolución escatológica que trajo el Vaticano Secundo no había causado estragos en las filas del Cordero, y la jerarquía no se había apercibido que el aggiornamiento y la renuncia al latín Roma había claudicado ante la bestia.

Tenía buen cartel aquel religioso de barba que parecía el vellocino de Gedeón de tan blanca y abatanada, y muchos parroquianos que acudían a él para descargar el saco. Por lo menos, era uno de esos curas que no se asustan por nada, ni te echaban un rapapolvos, ni nada de eso. En su confesionario, muy solicitado y el más concurrido de Madrid, había que guardar cola. A él confié de nuevo los secretos de mi ánima atormentada, por mor de las flaquezas de un organismo insumiso. Ya digo, para mí el sexo ha tenido que ver con la escatología. La avenida del gozo es tributaria del infierno. A juzgar por la forma en que fuimos hechos, no podremos tener

Una filiación más animalmente asquerosa. Sus advertencias me metieron el miedo en el cuerpo. Me exhortaba a que llevara una vida casta, no por la virtud sino por las consecuencias del vicio en que estábamos enviscados muchos jóvenes de aquella pléyade. Una de las frases que pronunciaba ante sus pupilos el franciscano:

-No sólo, hijo, se pierde tu alma, sino que te estas haciendo polvo. Ya sabes lo que cumple: a rezar a la Virgen pidiendo te regale el don de la pureza, acordándote siempre de la era de la muerte, pues Dios lo ve todo incluso los actos impuros que se cometen en la intimidad.

Francamente, no hay que negar morbo a tales admoniciones.

Pero ¿qué tenía que ver la Deípara con cosas de tan poco monto que nuestra imaginación cargada de ñoños escrúpulos exacerbaba?

Sus campañas contra la masturbación fueron titánicas. El onanismo constituía para él una especie de terror milenarista, un signo de la degeneración de la raza. Y puede que estas advertencias del buen capuchino que sonaron en los púlpitos de los sesenta tuvieran algo de proféticas, porque en los noventa se nos ha secado el jugo; somos el país con menor tasa infantil del mundo. Antes, las españolas cuando besaban parecían hacerlo de verdad, hoy ya nos las empreña ni el conde Pecador, porque se han vuelto de lo más negado para parir. Todas, machorras, oiga usted.

Los que se desahogaban se volverían impotentes, no podrían procrear, clamaba aquel bendito, a decir verdad. Y es que acaso no sea sola la culpa de las mujeres. Como de jóvenes nosotros nos pasábamos la vida meneando el incensario , ahora se ha secado la simiente. Castigo de Dios. Tales amonestaciones, que antes las escuchaba como quien oye llover, sembraron ahora la alarma en mí. La posibilidad de una condena eventual al fuego eterno no revestía tanta importancia como el hecho de que pudiera quedar mal cuando fuese con una mujer. Empezaba a asomar ya su cabeza de pulpo el fantasma de la impotencia. El deleite oculto e inconfesable secaba las fuentes de la vida, según el capuchino en cuestión. También me asustaba pensar que me pudiese pasar a mí lo de Pantaleón. Vamos lo que le sucedió a mi compañero de aula es para cortársela. ¡Qué vergüenza! ¡qué suplicio! Tuvieron que hacerle una operación para que se le bajara la cosa, ¡qué cosas! ¡qué desperdicio de hombre! Y ¡ahora tanta gente que toma el viagra! No malgastes tus defensas procreadoras, Antoñito. Reservate para el día de mañana. Pero yo por aquellas calendas estaba para pocos sermones.

Era este medio frailuco tan exiguo de estatura que no alcanzaba con los pies al suelo. Daba tiernas palmadas, mientras recitabas tus pecados. Vamos desembucha, hijo y no te azares. Siempre, lo mismo. Aborrece el pecado, compadece al pecador. Exhalaba un aliento fresco como de juncias que acariciaba mi oreja. Todas prevenciones eran pocas, como si dijésemos, para ayudarte a descargar el saco. Pero me asustaba más su barba blanca de gnomo de jardín que mis propios pecados. No era ninguna tontería lo que se decía de él: que había obrado milagros. Fue el único miembro de aquella comunidad que se libró de ser fusilado. Corrían leyendas acerca de su capacidad para hacerse invisible y sus dotes de bilocación. Le vieron en dos lugares al mismo tiempo. Cuando le llevaban esposado junto con sus compañeros los milicianos se hizo invisible en el instante en que subían a los claustrales para el camión. Era tan pequeño que podía esconderse en una caja de muñecas, pero a lo mejor en esta milagrosa evasiva intervinieron sus poderes taumatúrgicos. Se contaban de su persona cosas parecidas a las del P. Gago al que llamaron para fuese a confesar a una mujer de mala vida, en los días iniciales de la guerra; ésta se hallaba sana, simuló estarse muriendo, y, al llegar al lugar, fray Dámaso la interfecta acababa de expirar. La broma terminó de una manera macabra. No se puede jugar con estas cosas de Dios. Luego durante la década de los sesenta cuando yo le conocí se habían hecho legendarias sus caridades. Todos los pobres de cuatro Caminos y Estrecho lo tenían por un tutor en su desconsuelo, rescató a muchos de la cárcel saliendo fiador de muchos de ellos. Murió en olor de santidad.

-Sí, padre, sí.

-Pideselo a Nª.Sª.

-Se lo pediré, padre mío.

-Mira que tu cuerpo es templo del Espíritu Santo.

La frase del apóstol siempre me ha parecido o mal interpretada o excesiva, pero en fin... Dije:

-Hago propósito de la enmienda y así será.

Intenté el plan aconsejado y surtió efecto. Desde entonces, jamás cometí un acto impuro conmigo mismo. Todo lo puedo en Aquél que me conforta. El bendito capuchino tenía una gracia especial. Y ese poder me salvó de las secuelas de mi decisión de haber abandonado la carrera eclesiástica cuando sólo me quedaban unos meses para ordenarme. Creo que entonces quería todavía ser sacerdote. Quería irme a misiones o encontrar un obispo que revisase mi caso. Lo encontraría en la diócesis de Westminster algún tiempo más tarde. Me ordenó de cura Mons. Callaghan, pero no se habían acabado enteramente mis corrupciones. Al poco tiempo de empezar a ejercer mi ministerio me crucé en el camino con la mujer de mi vida. Esta obra de Torbado ha resucitado en mí amargos recuerdos. Cuando el protagonista declara “yo la maté”, al ser enterado del suicidio de su novia Anika, pude hacer mía las palabras, porque Suzanne murió de un cáncer poco después de separarnos, como consecuencia de mis corrupciones, de mi carácter inestable, de un pasado cultural y familiar de prejuicios seculares. Eso pesaba mucho. Suzanne, mi santa mujer, estés donde estés, que sepas que te sigo queriendo, y te pido perdón.

Quedó una hija que no ha querido saber más de mí. Este apartamiento ha sido para mí la gran corona de espinas. Pero éstas son mis corrupciones y no mis confesiones. He tenido que hacer este inciso, porque el P. Dámaso, a pesar de ser un santo y de curarme de mi herida, no pudo acabar con mi dolencia. Vivíamos con el alma escindida. Actualmente, reivindico la causa de los sacerdotes casados, de los pecadores que han bebido con Xpto. El cáliz del dolor. Ahora sigo siendo sacerdote. Rezo el breviario y digo mi misa todos los días en el silencio de mi apartamiento. La memoria de aquel capuchino llega teñida de bondad. Es un recuerdo agridulce, el que queda después de haber conocido a un santo. Había sido amigo del P. Pío el vulnerado, y lo mismo que su hermano de hábito italiano, llevaba sobre su cuerpo los estigmas de la crucifixión. Sus manos eran blancas, al igual que las barbas sobre el escapulario de color café y el cíngulo blanco. Brillaban en la oscuridad del templo. Su cuerpo despedía odoraciones místicas. Había conocido a muchos sacerdotes, pero a pocos santos y uno de ellos era el P. Dámaso.

 

 

Una noche, de regreso a casa a mi domicilio, en la calle de Presidente Carmona, en un descampado que se llamaba en el viejo Madrid el Canalillo- la zona donde ahora se levanta Azca- me salió al encuentro una mujer medio desnuda solicitandose e insinuándose.

-¿Tienes cinco duros, chato, y nos tumbamos un ratito? La hierba del Canalillo está fresca, como un botijo, acaba de llover.

Le entregué todo el dinero que llevaba encima, que eran unas treinta pesetas, pero me negué en redondo a acompañar a la meretriz. Esta dádiva le pareció una injuria.

-¿Por qué? ¿No te gusto, cacho bobo?

-Sí, pero soy templo del Espíritu Santo.

Rompió a reír la esquinera. Nunca había escuchado yo carcajadas tan infernales. Era una de esas orondas ninfas, mucha mujer, que merodeaban las riberas del Canalillo o los altos del Cerro la Planta en el Madrid de aquellos años. Ya Galdós, que debía de ser buen cliente de ellas, y adicto al amor mercenario, menciona como lupanar a la luz de las estrellas las campas de detrás de los Cuatro Caminos en sus “Episodios Nacionales”.

Por su forma de hablar la dama de noche debía de ser culta.

-¡Qué tío más cachondo! Si tú eres el templo de la Blanca Paloma, yo soy el Partenón de Atenas. ¿No serás tú un cura disfrazado por un acaso?

-Sólo soy diácono.

Eché a correr. Llevé su burla pegada a los talones bastante rato. Sus homéricas risotadas retumbaron sobre las gradas del Bernabeu. Entré en mi casa victorioso de haber ganado aquel combate. Nadie es continente si Dios no lo da. Razón llevaba S. Agustín. Durante mucho tiempo no me cupo la menor duda de que la solicitadora, docta e inspirada en el mundo clásico, era el diablo que se me apareció. Desde entonces no volví nunca a caer en la tentación del trato torpe. Cuando tuve relaciones con alguna mujer, tiempo adelante, era o porque las amaba o porque buscaba en el ayuntamiento carnal el noble afán procreador. Había tomado la resolución de volver al seminario y completar el trimestre para concluir mis estudios de Teología. Cuando abandoné la carrera eclesiástica ya estaba ordenado de Mayores, y tuve que solicitar las engorrosas dispensas. No me había sentido con fuerzas para aceptar el yugo del celibato, pero por ese cabo, así lo creía yo, al final de una serie de tristes experiencias, creía haber conquistado una posición de fuerza. Pero esas experiencias no pudieron ser más bochornosas. Sin embargo, el P. Dámaso me había hecho regresar al punto de partida. Nunca debía de haber saltado el zarzo. Había obrado con precipitación. No me restituí al conciliar de Segovia. Por el momento fui a París y -la de vueltas que da la vida, que “es más voluble que el corazón de una hetaira”, como bien dice Torbado en esta novela- quien me iba a decir que a los dos años me ordenaría de presbítero en Londres. Fui destinado a una parroquia al Este de la metrópoli, conocí a una de mis feligresas, y acabé casándome con ella, pero esta similitud no hace al caso, a la hora de parangonar mi acción personal con el de los personajes de esta ficción torbadiana. Toda obra de arte es la consumación de una profecía. Las “Corrupciones”vienen a ser una visión sincrónica del mundo de entonces. Todo ha dado la vuelta en poco más treinta años. Su libro es tan sugerente porque encarna la forma de ver la vida de toda una generación. En lo que a mí afecta, bien lo sé, los paralelismos son sólo periféricos, pero hubo miles de españoles que el año 64 tenían veinte años y que pasaron por ese trance. La crisis, más que política, era religiosa. Por boca del Barbas y del ex fraile habla todo un coro de juventudes reacias. El catolicismo tal y conforme había sido entendido o nos lo habían enseñado estaba cayendo en barrena.

Casi pasé como sobre ascuas por el París existencialista. Las cavas de la margen izquierda del Sena me interesaron menos que las alturas del Monmartre, que Chartres Notre Dame y Reims y, sobre todo, la catedral ortodoxa de París, donde escuché el arrollo aquietador de la recitación de las preces, donde mi alma feble quedó inmersa por el halago del oído con aquellas escalas arcangélicas que sólo la liturgia de Bizancio supo conservar, quedó sumida para siempre en la sublime belleza de la Sabiduría. Era Xpto entrando gradualmente por la conjunción de las voces en los concentos del coro. Mi alma se derretía en la suprema verdad. Francia era para mí Cluny, Lisieux, Chartes y la Catedral de la Trinidad en uno de los barrios más elegantes parisinos. Mirando para la mandorla mística de Reims, claustro materno del Pantocrátor, volví a nacer. Vi que en el vientre de María flotaba la salvación, y desde entonces habitó el Verbo entre nosotros. Al encarnarse en el útero de la Deípara el hijo de Dios se hizo ciudadano del mundo. Sin embargo, toda esa carga experimental que relato en otro libro no pertenece a este humilde reseña mía (cada libro escrito proyecta otros mundos, incluye otra infinidad de tramas y de situaciones, y de ahí ese carácter de epifanía reveladora que tienen todos los grandes trabajos de inspiración) de esta novela iniciática, la cual refuerza mi criterio, toscamente expresado, de que el Señor no abandona la tierra, aunque nosotros, con nuestra impostura, y apostasías, intentemos arrojarlo del mundo. No puede ser. Dios es la memoria. Nadie podrá borrar su rostro poliédrico, ese ojo de Ra, que encara las tres vertientes trinitarias, el hoy, el ayer y siempre, ni hacer deleátur de su nombre así como así. Los personajes de las “Corrupciones” estaban en mi evocación, que es como una estación de radio, que capta las ondas de la Gran Memoria divina. Todos entramos en esa rueda. Todos estamos salpicados de su reflejos. Recuerdo la teoría sobre la novela que expone al respecto C.P. Snow, como sincronía, participación, comunión con un trecho histórico. Las casi cuatrocientas páginas de este relato fluvial me han hecho sentirme más yo mismo, no obstante ser imparangonables algunos entramados de la peripecia que yo viví. A este flujo de movimiento igualitario, en sincronía con el cosmos, lo denominaba la mística de oriente la redola de nivelación. El círculo gira y no se acaba en sus evoluciones de rotación por la órbita solar.

Aterrizamos en París de antuvión, como bajados de una nube, éramos los hijos de la noche los jóvenes de aquella generación que fumaba canutos, y, organizadas las sentadas, se proclamaba partidaria de hacer el amor y no la guerra. Llevábamos briznas de hierba en el pelo y flores psicodélicas en las orejas. Esas rosas no han fenecido. Aun siguen esparciendo su aroma. Todo nuestra acucia, tocar la guitarra y hacer la revolución. No éramos más que una cuadrilla de soñadores laborantes de la Hora Undécima recién llegados a vendimiar el majuelo borgoñón en sus mejores cepas. Y París era una fiesta, ¡Oh dolor! Mas, es preciso insistir: las semejanzas con este friso de caracteres dibujadas con mano experta por Torbado y que todavía andan en lizas vivitos y coleando por las madrigueras del recuerdo (Susi, Anika, Demetria, el Barbas, el Viejo, el Holandés, la portera y los mozos de cuerda de Les Halles) son pura coincidencia. Nadie sabe nada sobre el hombre. Cada persona arrastra un mundo tras sí. Sin embargo, son tan verosímiles y tan felizmente trasladados de la realidad al papel que los lectores que vivieron aquellas experiencias seguramente se habrán codeado con ellos en el metro o hayan hecho cola por la lechuga y la escarola ante el puesto de una misma verdulera. Esta cualidad para plasmar en universales lo que es particular, y la agilidad de abocetar personajes de carne y hueso sobre una horma que muchos palparán y hasta comprenden, es lo que define mejor al novelista puro.

Al igual que ellos, me emborraché de París, subí a Montparnase, escuché el canto de los mirlos en el Bois de Boulogne o di de comer a las palomas reunidas en concilio a mis pies mientras iba desgranando las migas de una “demi baguette” por Trocadero. Sentí afluir un torrente de lágrimas que me supieron a miel nada más escuchar a los acordeonistas callejeros. Aspiré las emanaciones olfativas de la ciudad. París huele diferente, que Londres o Madrid. Cada metrópoli hace reserva de su propia odoración, porque es a través de sus olores que llegamos al corazón de una ciudad. El vino y la cerveza no los caté. Era abstemio por entonces y considero que mis relaciones con mujeres fueron esporádicas y banales. La Ciudad de la Luz iluminó mi inteligencia con su foco de la razón pura. El amor me aguardaba a orillas del Támesis. Cada uno seguimos nuestro propio sino. Paris es demasiado lógico y silogístico para entregarse a las dilapidaciones viscerales del amor. Recapitulemos por vía comparativa: si Berlín es la bolsa filosófica y la caserna de Europa, y Paris, la cabeza racional, Londres es su corazón afectivo. Los que llaman a Paris la ciudad del amor se equivocan; la verdadera ciudad del amor es Londres, la cual desde que llegué a ella me subyugó. París sólo me entusiasmó desde la dialéctica. Aún me pareció escuchar los ecos de las polémicas de Pedro Abelardo en la Sorbona, Descartes me miraba desde su peluca invasora. Toda Francia, como un gran monumento a la razón, es un país como tirado a cordel, basado en la trigonometría. Estaba por venir la experiencia traumática de mi vivir. En Inglaterra un corazón me aguardaba al otro lado del Canal, y más allá de los lises teúrgicos de mi querida Lisieux. Si mi concepción de la existencia es cartesiana, lo mejor de mi sentir pertenece a Londres. Ella me estaba esperando en un jardín de Essex. El punto de fuga es la búsqueda del eterno Femenino. A París habíamos salido en busca de las muchachas en flor y de los escritores de la generación perdida (Proust, Dos Passos, Hemingway, Henry Miller). El nombre de la “década prodigiosa” era algo más que un grupo musical. Nosotros lo supimos. Se trataba de una aproximación diferente a las cosas, otro método de interpretar el mundo. Los sueños por una vez cobraron carta de naturaleza y se convirtieron en reales. Nos prosternamos a las plantas de la utopía. Fue algo que no había conseguido nadie hasta entonces. ¿Ardía París? ¿Era aquel estridor de gentes llegadas del otro lado del mar que pasaban el asfalto reblandecido por los calores de agosto de la Plaza de la Concordia nada más que una quimera, una ilusión óptica?

 

 

Dejé de ir a misa los domingos, pero rezaba el breviario todos los días. En el metro, en los bancos de las Tullerías, deambulando por los parterres de los innumerables jardines parisinos era para mí un orgullo silabear los salmos infinitos y las antífonas de cada jornada. No se trataba de cubrir el expediente ni de cancelar mi reato con la Iglesia, en virtud de mi compromiso con ella como subdiácono, sino de religarme nuevamente con el ámbito de la Promesa. Este rezo me llenaba de calma, aplacaba mis hambres, y era como respirar. Vine a encontrarme con otro que estaba en una circunstancias similares. Era Usategui, un ex jesuita que había sido condiscípulo en Comillas. Ahora era un giróvago, una especie de vagabundo, pero él también saldaba su compromiso y rezaba el reato del breviario. Nos tropezamos por casualidad en los vestíbulos del n. 53 de la famosa Rue de la Pompe. Yo no le reconocía, pero él se percató pronto de mí:

-Maximino, ¿qué haces aquí?

-Supongo que lo mismo que tú: buscar trabajo y un lugar donde tirar la boina.

-La chapela querrás decir.

-Llevo dos días durmiendo a la belle etoile abrigaño de los evónimos de un bulevar. Se me ha acabado el dinero y no tengo alojamiento.

Musitó algunas palabras en vascuence. Me miró de hito en hito. Lo primero que le llamó la atención fue el devocionario que estrujaba contra el sobaco y un crucifijo, el de mi rosario, que colgaba del jaretón del bolsillo del pantalón.

-Veo que no has olvidado las buenas costumbres. Eso está bien.

-Sí. Anteanteayer, cuando se me acabaron los cuartos y me echaron de la pensión, deambulé por las calles sin saber adónde ir. Fui a Saint Sulpice, les expuse mi situación, pero un abate con cara de mala uva me dijo que era un pecado de lesa majestad quedarse sin guita en una ciudad como ésta. He rezado ya todo el hebdomadario de las siete ferias empezando por maitines y terminando por completas. No tenía otra cosa que hacer y la plegaria parece que me confortaba. El oficio de la Virgen (eran las vísperas de la Asunción) es grandioso. Alguna ventaja por módica que parezca tiene que tener el saber latín.

-Tú siempre con tus aventuras, ¡eh Maximino! ¿Pero has comido?

-No.

-Vente conmigo.

Me invitó a café con leche en la Estación de Austerlizt.

 

 

Iñigo Usategui había dejado de ser aquel adolescente de piel trigueña con el que compartí pupitre en tercero de Retórica en el seminario de Comillas y se había convertido en un mocetón con boina como aquellos marineros que pintó Zuloaga, pero sus ojillos seguían siendo risueños. Era el mejor pelotari de los cuatro seminarios, el tirocinio incluido. Como buen vasco era de corazón sencillo, aunque le salía una jactancia de no sé donde como un furia contenida cuando hablaba de su país. A mí me tenía cierto respeto, porque yo, aparentemente muy poquita cosa y un renacuajo castellano, le había ganado una vez al frontón. No se le había olvidado. La hidra de Lerna del nacionalismo sin concesiones, tajante, xenófobo, cargado de odio y de reivindicaciones al que le escuece esta historia nuestra que siempre han tratado de imprimir en la Edad Moderna los dómines de Oxford, señores tan petulantes como los Carr, los Madariaga, un poso negro de anti España. Sus siete fauces, sus catorce ojos que se iluminan como el fuego fatuo de campo de tumbas, candelas espectrales en las hermosas noches de nuestros veranos repletos de vida cuando Castila huele a polvo de verbena y a churros de la fiesta. Ellos han domado la bicha. Tendrán que rendir cuentas por su felonía. A su grupo cabría unir a los del Vaticano. Pero hay un enemigo interior, un topo implacable que horada y horada. Durante siglos sólo hizo una cosa: destruir.

-Le dabas muy bien a machote, ¿eh?, pero a cesta punta siempre te hacía mascar el polvo.

-Hombre, claro. En eso los vascos sois los mejores, pero cuando hay que dejarse la mano en pelotas forradas de piel de gato, los tíos de Palencia o de León éramos más sufridos. Vosotros erais como más señoritos.

-¿Eso te parece?

-Me parecía entonces, cuando sólo había diferencias regionales. Hoy lo que hay son nacionalismos y muchos deseos de venganza.

-No me seas facha, Maximino.

-¿Qué, lo dejaste ?

-Sí. Tampoco me probaba. Estuve dos años de cura en una iglesia de Derio.

-¿Tendrías que pedir dispensa a Roma?

-Como todos.

-¿Y ahora a qué te dedicas ?

-¿Cómo que a qué me dedico? Vaya pregunta. Toma. A luchar por la independencia de mi país.

Ciertos eran los toros. La Eta, una palabra que zumba en torno a los oídos de los españoles como un silbido de serpiente cascabel, omnipresente en la actualidad española con su amenaza de secesión perenne, y una lista negra de atentados, muertes, mutilaciones, se formó en los claustros de los conventos. Sus primeros militantes fueron cucarros como mi amigo Usategui, el risitas. ¡Qué baldón para la Iglesia! Muchos de mis compañeros, los pocos que se ordenaron, se tiraron al monte. Se unieron a la facción de los guerrilleros en Colombia. Formaron tanda con Camilo Torres.

Iñaqui Usategui todavía rezaba el breviario por las noches. Le daba fuerzas para la lucha revolucionaria. Seguía siendo tan buena persona como fanático en sus convicciones políticas. Perdía los estribos cuando alguien le mentaba palabra España o Franco. Nunca conseguí entender aquella exaltación anima adversa de los recios vascongados contra Castilla la gentil. ¡Pero si España es el país de la cultura perfecta! Y, como en euskera no hay tacos, empleaban el español para llamarnos hijos de putas, enanos, ogros sanguinarios. Yo asistí al parto de los montes y vi mi patria destrozada. España se poblaba de piedras tumbales y de lápidas funerarias donde yacían tricornios y se inscribían nombres de sufridos guardias civiles, gente del pueblo, a los que la Eta mataba y el gobierno organizaba funerales vergonzosos en el que había que sacar al muerto por la puerta falsa. Ellos iban a consumar un proceso iniciado en la timba del 98. España tendría que apurar el cáliz del dolor caminando por la senda de la vía dolorosa, desde el tupé de Sagasta al “recorrido” de Anasagasti. A ese Sagasta le arranco yo el tupe. A ese Anasagasti lo despeluzo para mostrar al mundo que es calvo con todas las de la ley. Sabrá entonces el mundo quién estaba detrás de los que pusieron la bomba del “Maine”. Arzallus es legatario de Maceo y los dos tienen por padrino al mismo hermano americano.

-¿Qué os hacen esos servidores del orden público para que les deis cobardes tiros por la espalda, Usategui? ¿Qué ofensa os han deparado ?

-Personalmente, ninguna, pero son miembros de un ejército de ocupación, enemigos de los gudaris.

-Te has olvidado de los diez mandamientos. Ya sabes: el Quinto...Además, no es decente que una manos consagradas se manchen de sangre.

Se encogió de hombros y me echó una mirada de través.

-Alguna vez resulta lícito matar al tirano y hacer la guerra justa. Lo dijo el P. Suárez.

-Esos son mohatras que os habéis inventado los jesuitas. ¿Sabes? Ignacio de Loyola, tu tocayo, era un vasco típico. Sois un pueblo violento, algo presuntuoso. Nunca se os ve venir. Y una panda de borrachos y de reprimidos sexuales. Todas esas prendas se dan en el fundador de la Compañía de Jesús, pero acaso vuestro pecado mayor sea la soberbia. Os creéis más guapos, más listos, más altos que los demás, pero llega un tío de Segovia y os pega una paliza a la pelota y entonces pedís árnica.

Eta estaba gestándose aquel verano del 64 en un piso de la orilla izquierda, donde (no sé ni cuándo ni cómo pero la fuerza del destino me ha conducido a ser testigo de hechos fundamentales) yo pasé una noche, presencié un aquelarre increíble y me dieron de cenar. Devoré lo que me pusieron mis dadivosos anfitriones, pues me hallaba gandido y con hambre de varias semanas, su hatería estaba bien repleta, puesto que pagaba el partido. El cucarro y sus camaradas habitaban una “pent house” o sobradillo.

El techo inclinado que se proyectaba sobre una linterna con vista a la Isla de la Cité y una espléndida panorámica de Sena, se hallaba cubierto de carteles con la imagen barbuda y mesiánica de Ernesto Che Guevara. En el tocadiscos la música de Brassens se alternaba con la de los Beatles. Por todas partes, ikurriñas. Era la primera vez que yo me topaba con aquel distintivo y creía que era la Unión Jack, o la de alguna bandera británica, menudos berrinches me había cogido yo con lo de Gibraltar español, hete aquí que había otro Peñón al norte y yo sin enterarme, Sabino Arana no tenéis mucha imaginación, que digamos, claro que fueron los británicos sus testaferros. Detrás de las guerras carlistas estuvo siempre el dinero judío. Vertimos demasiada sangre, pero vosotros erre que erre con vuestras ikurriñas y carteles horizontales. Presos fuera, escuché gritar a las pancartas. Era una algarabía semejante a la confusión de babel y escuché, sintonizando con el futuro a través de un canal que radiaba sólo profecías, la vista alborotada de la causa del Proceso de Burgos, con sus encartados que hablaban en vasco para confusión de los magistrados y blasfemaban en español. Hizo mucho frío aquel invierno del 70 y yo me vi con mis maletas en la estación del norte. Había venido a pasar la navidad desde Londres. Hijo, no hagas caso. Aquí cada quisque va a lo suyo. Se me cayeron las plumas del sombrajo ante la recomendación de mi madre y fui consciente de mi rechazo. He sido un dilapidador de oportunidades, pero, cuando caí del burro, era demasiado tarde. Reparé en mi condición de odioso. Todo mi proyecto biológico no podría ser. Aquello a lo que había amado tanto sencillamente no existía y sentí por primera vez el odio y el desprecio fantasmal de la que me había dado el ser. Pero había que echar balones fuera, buscar chivos expiatorios. ¡Maldito Disraeli! Padre del Estado Moderno, un Billy Gates de las relaciones internacionales. En toda Europa el nivel de los conflictos no tocaría techo, y al pensar en lo que aconteció en aquel gélido mes de diciembre de 1970 no siento más que rabia. Faltaban sólo seis meses para que tú vinieses al mundo, amada Helen, pero ellos siempre están al norte y al sur, al este y al oeste. Tanta bandera inglesa trufada de colorines empezaba a desasosegarme, pero tú no sufras. Ya verás cómo volatilizaremos tu país. Después de los cucarros vendrán los mamporreros de las ondas y ya se acabará España. Oye, y todos millonarios. Se conoce que el servicio de desguace y acarreo de las antiguas grandezas patrias servirá para que unos cuantos listillos se forren. Ahí tenéis al Hermida, verbigracia, jefe del cotarro, con su batuta mágica y su cadeneta, derecho de pernada informativa, todo un rey de reyes, vasallo de los apátridas, con su agrio gesto risueño de mofa, petulante y cruel. Recuerdo sus cabreos en la Onu cuando Félix Ortega y yo nos marcábamos un “scoop” y le pisábamos alguna noticia, pero nuestra bitadura era un tanto desmañada, la quilla en el bajío, estábamos tocando fondo, encallaba el buque, y luego acontecería el naufragio. Le llamaban de Madrid a las tantas de la madrugada y él tenía que levantarse de la cama, echarse el abrigo de pieles a las costillas y presentarse en la oficina y examinar el boletín de comunicados de la Casa blanca o del Pentágono. Eso le sentaba como un tiro. Un chulo como él era incapaz de aguantar niñerías. Que le hablasen de Cirilo Rodríguez también le sacaba de sus casillas. Y como se dio cuenta de que en este país nunca llegarás a nada si no judaízas, fichó por Antena Cónica. A río revuelto ganancia de pescadores. Muera la cruz y vengan los vértices y los triángulos del asenso. Consensos y disensos. Han polucionado nuestra hermosa fabla de palabras feas.

 

 

Un americano de origen judío pagaba el alquiler donde doce tíos vivían a cuerpo de rey. Entre ellos sólo había una mujer: Itziar. Todos la llamaban “Amatchu”. Era una morena de rostro alargado(dicen que los vascos proviene del norte de África, son iberos puros, su perímetro craneal les diferencia del resto de los mortales, y hay quienes les relacionan con la Tribu Perdida), la nariz recta, el perfil aguileño, típico espécimen de la raza euscalduna. Sus andares eran desenvueltos. Había en todo su continente una cierta dureza de hembra pura y atávica que recordaba la postura incansable y venatoria de Diana. Sólo le faltaba la trompa para ser proclamada Cazadora de los Bosques. Era la matriarca del grupo.

-Muy guapa Itziar, ¿eh?

-Ya lo creo. Sin embargo, creo que prefiero el marmitako que me acabo de meter entre pecho y espalda, cocinado por ella.

-Es nuestra despensera y madre- clamó el cucarro.

-La fuerza que nos sustenta en la lucha- terció otro de los de la cuadrilla.

-Nuestra Amaya, que arrastra su manto de estrellas, la que lleva el cetro, virgen coronada de deseos, que viaja en un carro tirado por una cuadriga de cien leones domados en reata- soltó un carilleno de muy angostas espaldas e insinuación de un ridículo belfo. Era, pese a sus gestos femeniles y eunucoides, uno de los epígonos de la lucha anti españolista. Este furor asesino ya entonces dominaba su neutra fisonomía. Sus anchas caderas hacían que su figura se pareciese a la de un huso.

Sobre las paredes colgaban banderas españolas manchadas de sangre o hechas girones. Esto supuestamente enardecía a los presentes. Y en un armario se ocultaba la munición del goma dos; debajo de la cama yacía un armero de pistolas Parabellum. Había posado mis plantas en la rama del nido del cuco. Todo un arsenal con su parafernalia.

Marañón, que tanto se fijaba en estas cosas, porque la envoltura dilucida a la prosapia y la cara es espejo del alma nos lo hubiera descrito como un hermafrodita típico. Apuesto a que si lo hubiésemos desnudado se hubiera descubierto el pastel: resultaría que el vello púbico no apuntaría hacia arriba en forma de tresnal o isósceles sino que sería un equilátero truncado su monte de Venus, como de mujer. Eso no quita para que aquel individuo se convirtiera en uno de los asesinos en serie más buscados por las fuerzas de seguridad, autor de la matanza de Vallecas.

Entonces, uno de los del grupo, acercándose a la moza matriarca representante de las virtudes de la raza, la cogió por detrás y, aferrado a su basquiña, le pidió le diera de mamar. Ante mi estupefacción, pues los demás no dieron importancia al suceso, habitual en aquellas tenidas esotéricas, donde era muy importante una mitología y el folklore cargado de símbolos, se desabotonó el corsé, y, desabotonada la almilla, extrajo una de sus ubérrimas mamas, colocó al grandullón en su regazo, y todos pudimos presenciar la escena. Estaban amamantando al pelotari. Es que estos vascos son la leche, Ibarreche. Amachu parecía una virgen medieval dando de comer a un S. Cristóbal ya talludo. Tenía un pezón de color entre sonrosado y canela. Nunca hubiera visto yo ubres tan poderosas. El rorro tiraba de la aréola, cerraba los ojillos con laxitud sensual y suculencia. “He sucked in a bliss”, lo digo en inglés. Estaba en el séptimo cielo. Se lo estaba pasando bien. La ubre de la teta de la vascongada región tiene un pezón muy largo, es como el brazo del KGB.

-¡Buenas escas las de Illescas! - no me pude contener- Éste vuelve al rollo de la inmensa teta. Le da de comer la patria. Gandul, no te da vergüenza, deja un poco para merendar.

Precisamente el día que yo llegué a París se celebraba el Día del Soldado Vasco. Todos los presentes hicieron corro a la lactante. Apagaron el tocadiscos y en su lugar empezaron a sonar las notas de un zorcico, cuya entonación recordaba a la de los corridos mejicanos. Las estrofas saltaban de un lado a otro simulando la carrera de un corzo que desciende desbocado por las montañas con el viento silbándole en las orejas.

-Pero ¿qué hacen esos gordos?

-Cantar epitalamios. Es costumbre.

Luego se desnudaron todos, pusieron a la moza en pelota, la quitaron al “niño”, el cual, ahíto, empezó pronto a roncar su borrachera en una cuna de cristal que parecía una enorme urna funeraria. La escena que presencié a continuación no la olvidaré en lo que aliente en mi un soplo de vida, todos aquellos doce apóstoles en porreta viva, empalmados, excepción hecha del amorfo que no montó y éste no podía puesto que tenía sus genitales enterrados en una viscosa masa de grasa (Marañón tenía más razón que un santo al detallar la prosopografía del impotente, que lleva los estigmas eunucoides de su glande atrofiados en el cuerpo grande y destartalado, del mismo modo que al estreñido se le nota por una marca en la frente, los cojones se llevan pegados al culo como mandan los cánones de la garañuela reproductiva) y que era el Judas de aquel cenáculo de superdotados sátiros y la fueron poseyendo una a una. Fue la primera cama redonda que presencié en mi vida, un espectáculo de desazones pero cargado de símbolos cuyo mero recuerdo me conturba- siempre pensando en lo mismo, Dios mío- que sobrepuja a lo que pueda fraguar la imaginación de los ganadores del premio “La sonrisa vertical” y a los guionistas del mejor porno.

El sexo allí tenía algo de magia y muchos de los que participaba en aquella tenida orgiástica el sexo en grupo y descargando a escote se declaraban epígonos de Henry Miller cuyas novelas se estaban introduciendo en España por la puerta de Vascongadas. Se impartían conferencias sobre su obra en el seminario de Vitoria que era el más nutrido del país en cuanto a vocaciones sacerdotales se refiere. En cierta manera, el pornógrafo californiano consiguió que su “Trópico de Cáncer” sustituyera al Kempis, que muchos se resintiesen de desencanto, colgaran la sotana a punto de cambiar el cilicio por la metralleta. Eta nació en un seminario, sí. Fue la respuesta trabucaire a una mala educación sentimental y una soberbia característica del racismo solapado, de la soberbia Loyola, ese pensar somos los mejores y a nosotros no nos gana nadie.

Se las dieron luego todas en un carrillo.

Los conspiradores, más que darse al desenfreno de la cópula, estaban invocando a sus dioses tutelares. Fueron despojando con voluptuosidad como en los burlescos episodios de striptease que luego presenciaríamos en Londres de cada una de sus sayas, los refajos, las enaguas de la gorda Ama a la que venía un diablo en guisa de padre de la Compañía calado el bonete hasta las cejas y daba su bendición por detrás exclamando interjecciones en su lengua de consonantes aglutinatadas.

-Esto parece el último tango en París.

Dejó al descubierto sus carnes prietas y unos muslos de aldeana. La fueron poseyendo por turno.

-¿Eh qué hacéis? ¿Violar a la madre patria?

Ni puto caso. Cayeron en saco roto mis advertencias y exhortaciones a la morigeración y a la continencia. Había mamado de la ubre de la terruño várdulo aquellos benditos gudaris, de la que dicen ser fuente que mana, oh portento, chacolí del que calienta y da fuego, sin emborrachar.

Usategui me invitó a participar, pero yo decliné la oferta, más que por virtud por temor a coger “algo”. Me habían hablado de que cuando se practica el sexo en grupo luego vienen las purgaciones. Ellos, adictos a un contubernio cuyo alcance y consecuencias ignoraban, se emperraban en convertirse en el instrumento de una agonía lenta, la muerte de un pueblo, iniciada con la voladura de un destructor surto en la bahía del puerto habanero. Nuestra aula mater, para ironía del destino, desplegaba sobre campo de gules el triunfo de la iglesia y el destronamiento de la sinagoga. Los hechos se producirían, en el correr imparable de los acontecimientos, justo al revés: la exaltación de los enemigos de la cruz y el destierro, la opresión, la caída en desgracia y la humillación de aquellos que soñaban en una tierra repleta de Evangelio.

-Mirad que vais a sufrir mucho. Vuestras mujeres os traicionarán, seréis víctimas de los hijos que engendrasteis, vuestras madres os negarán y vuestra existencia se tornará en hiel. Disraeli, el mentor de Marx y que sin embargo pondrá en órbita al gran capitalismo, será el profeta de todo lo inicuo. Sus promesas de liberación traerán a la tierra esclavitud, y muchas lágrimas. Os pasarán la pluma por el pico, pero habréis de seguir firmes en la fe, cuando la caridad se entibie.

Ellos estaban a lo suyo. Usategui, que fue el postrero en entrar, era el que la tenía más larga, puesto que no en vano era un cura. También perdió el pudor y se guardó del recato de las miradas. ¿Es eso lo que tenéis por costumbres? ¿Son éstas las señas de identidad de la pureza racial vasca?

-Somos un pueblo unido - exclamó Usategui al terminar.

-Ni que lo dudes. Todo lo compartís, pero esto no lo hacen ya ni los salvajes.

-Nuestra estirpe se fortalecerá.

Sonó el grito de ataratxu y todos se levantaron e iniciaron los pasaos de la danza prima. Los zorcicos se alternaban con el tripudio pagano, los cantos ancestrales a las divinidades del lugar y otras mitologías vascas. Yo empecé a sentir nauseas y huí de aquel lugar y pensé que alaveses y, vizcaínos tenían una rara manera de celebrar el Día de la Raza. Anduve deambulando sobrecogido por las calles de aquella urbe extraña. Me parecía que el mundo había perdido la inocencia y que todos éramos culpables.

 

 

Recordé mis tiempos de Comillas donde conocí a Usategui que pertenecía a mí mismo grupo de las congregaciones marianas. Todas las noches en el examen - aquello no tenía a la sazón ninguna gracia- se impartía una consigna para la guarda de los sentidos y solíamos repetirnos la máxima al pasar en la fila la jaculatoria que nos había mandado copiar el director espiritual: “antes morir que pecar” y ahora , al cabo de los años, mi antiguo amigo congregante, que había ahorcado la sotana, me llevó a ver aquella orgía desenfrenado. Definitivamente, el mundo estaba cambiando. Aquel mal sabor de boca era el primer eructo de corrupción. Empezaron también en París mis corrupciones. La vida da más vueltas que el corazón de una furcia. A este desengaño, ese gran fracaso de mis ilusiones derrocadas, achaco yo el solipsismo melancólico que me caracteriza. La salacidad de la virgen vasca abierta de piernas sobre el diván y el ondear de aquella ikurriña, una mala copia de la Unión Jack, así como los sermones del P. Arzalluz, o la cara de sapo de políticos tan viscosos como Pujol o Anasagastegui que oculta la calva con un recorrido que a mí me recuerda el insolente tupé de Sagasta, me pusieron en antecedente de todo lo que habría de venir más tarde. Nunca he llegado a comprender ese odio visceral hacia la palabra España. Es un rencor cainita  desde Londres, la venganza de Disraeli enfurecido contra el proyecto de unidad conseguido por los Reyes Católicos. Es un odio demoniaco que nunca nos dejará vivir. España es un país marcado. Acaso debido a esta impostura, dejará de existir.

Nunca conseguí entender aquella animadversión exaltada y cerril de lo vasco hacia lo español. Es como un renegar de sí mismo, un insólito aborrecimiento que a muchos nos sobrecoge desde pequeñito, y yo he padecido ese aborrecimiento materno en mis carnes. No tuve madre en la tierra. Sólo ha velado mis sueños la Madre del cielo. Por eso me pareció una terrible profanación de lo más sagrado la pantomima sacrílega que presencié en una piso de azotea orilla del Sena.

Usategui era bueno y servicial, pero, cuando le hablaban del árbol de Guernica, se ponía a llorar de rabia y empezaba a despotricar en la jerga de Cervantes contra Franco exhibiendo un léxico selectivo de procaces blasfemias (no hay tacos en aquella lengua por lo visto) reservados a Su Excelencia el Generalísimo. Le llamaba de todo: picha corta, enano, “ogro sanguinario del Pardo”.

-¿Por qué despotricas de esa manera, cucarro? Tales palabras suenan mal en uno que va a ser cura, por todo lo vasco que seas tú.

El de Baracaldo perdía los estribos.

- Cago en su madre. Si tú le defiendes te voy a matar.

Me miraba torvo y encandecido.

Recuerdo cierta conversación que tuvimos en el Stella Maris, aquella bella plataforma frente al Cantábrico donde se fraguaron nuestros sueños, presidida por una estatua blanca de María sobre el vértice del hastial imponente, de albardilla, una atalaya frente al océano. Aquello marcó carácter. El culto a la Virgen fue para nosotros un octavo sacramento. Cuando visito aquel lugar al cabo de los años me rodea el sentimiento de tumba vacía. Sin embargo, la imagen, mascarón de proa de un galeón invisible tripulado por los ángeles, sigue encaramada en su puesto protegiendo con sus brazos rozagantes la panorámica que domina un abrupto acantilado. Las gaviotas le cantan la salve, ausentes para siempre sus seminaristas. Es como si el maligno entrando a saco con aquel palacio como entre sueños en lo alto de una colina hubiera desperdigado sus fantasmas. Ya los claustros quedaron en silencio, pero nos llega el eco de los primeros fervores marianos, que sellaron el despertar de mi adolescencia. Antonio López, aquel aventurero que lo mandó edificar, tan pecador y devoto como nosotros, y que fraguó su fortuna en las guerras de Cuba, quedó arruinado con la construcción de aquella obra faraónica y ni siquiera llegó a santo, puesto que no ha progresado la causa de su beatificación.

Usategui fue el primer compañero con el que me encontré nada más subir la Cardosa y me llevó como nuevo por todas las dependencias del caserón para mostrarme el sitio donde habría de vivir desde septiembre de 1959 hasta julio de 1960. Me presentó al P. Mayor aquel gran helenista.

Se arraciman en la memoria una escala de recuerdos mixtos: la llegada una madrugada de lluvia; aquel maestrillo gallego, buen samaritano que nos ayudó a trasladar los baúles; el encuentro con el catedrático de griego al que ya he aludido; la primera impresión que me produjo la visión del mar como un inmenso estanque de plomo derretido que henchía sin confines la raya del horizonte; los puntos que nos daba por la noche aquel jesuita; el constante ajetreo de gente joven por los pasillos. El cuarto del P. Teófanes que olía siempre a café- café. El miedo al infierno que tuve la tarde en que llegamos. No habíamos aterrizado todavía y ya empezaron los ejercicios espirituales ignacianos. Creo que tengo atragantado a aquel santo desde entonces. Los baños en la playa de Oyambre. Un criado gallego que nos servía la leche aguada de los desayunos. Los vascos, galaicos y astures, tenían visita más a menudo que el resto, pues sus pueblos quedaban menos a trasmano y, además, eran todos ellos gentes de posibles. No había que pasar los puertos ni franquear la cadena de montañas. Una partida de seminaristas de Compostela, la más nutrida y numerosas entre los que se encontraba un tal Lois, un gallego de mofletes sonrosados que sólo se jactaba de una cosa: ser hijo de canónigo. Siempre estaba hablando con uno al que le llamábamos La Vieja. De vez en cuando venía a visitar a los compostelanos un joven sacerdote recién ordenado en Munich. Se llamaba Rouco Varela y habría de escalar tiempo adelante puestos muy delanteros en la jerarquía. Hoy es el cardenal de Madrid.

El año que pasé en aquel pueblo de suaves lomas inclinadas y playas abiertas de dunas traicioneras fue un año difícil en pleno despertar de la adolescencia. No conseguí adaptarme a aquel ambiente clasista. El P. Larramendi me puso en el pelotón de los torpes y me dijo que lo mejor sería que me volviese a mi seminario. De aquella humillación nacería mi primera disposición escribir, porque empecé a llevar un diario y a componer poemas como un descosido. Emborronar cuadernos o disparar conceptos sobre la maquina mecanógrafa, que suena igual que el tableteo de una ametralladora, ha sido el eterno desahogo. Cifra y compendio del derecho al pataleo que siente todo español vivo. Esa acción terapéutica y purificadora de las bellas letras y de las balas es la que más vale.

A partir de entonces masqué el polvo de la derrota y sé de veras lo que significa sentirse un marginado, pero ahora mismo encuentro justificada mi rebelión. La tarde en que les gané a los vascos al frontón la consideré un momento de desquite.

Tampoco se me han olvidado las bellas y calurosas tardes con viento terral en que el grupo de los suspensos bajábamos a bañarnos a Oyambre, aquella playa de aguas blancas y de arenas movedizas, con las corrientes encontradas de la ría, a cuyas aguas se asomaban los nueve pueblos y nueve valles, y del mar. Todos los años perecía ahogado más de un alumno.

Se agolpan en el cajón de los recuerdos nombres, ventanas y tránsitos, y las notas de un piano que suena al fondo se entreveran con el perfil de algunos rostros ya borrosos. Los parterres de la fachada principal tenían rosas todo el año. Se escuchaban de ve en cuando mientras traducíamos a Homero el trajinar del Hermano Prudencio, el jardinero con sus tijeras de podar afanándose sobre los aliños y macetas que tanto embellecían la fachada orientada a Mediodía. En el Norte no helaba como en mi ciudad, pero las navidades de hace cuarenta años y lo digo porque escribo estas referencias la noche de San Silvestre del 99, cuando dentro de una hora enterraremos el Siglo Incomparable, que es como se debiera llamar al siglo viejo,-y ¿qué nos deparará el nuevo, madre?- fueron tristes. En portería se quedaron con un poco turrón y unos chorizos que me mandaron mis padres. Don Amable, el cura de Ruiloba, viejo moreno y carilleno, pero sin una sola cana, que venía a confesar a los del seminario menor, jadeaba al subir la cuesta de la Cardosa en las tardes de lluvia y en las mañanas con viento sur, que en esta región santanderina es un terral mortífero. El P. Nieto estaba casi amarillo; daba un poco de miedo al acercarse a él. Tenía la cabeza deforma y un rostro monstruoso sobre una panza muy abultada, signo fatídico de la cirrosis que lo habría de llevar a la tumba, pero decían que era un santo y que algún día subiría a los altares. Por el verano los domingos había baile en el pueblo y el sonido que retumbaba alacre por todo el valle subía hasta nosotros durante el estudio. Era un canto de sirenas y alguno no lo pudo resistir. Por culpa de aquella orquesta se perdió más de una vocación, pero de eso ha quedado ya constancia en una maravillosa novela “Sin camino” que escribió Castillo Puche. Allí ese ambiente cerrado de isla alejada que resultaba asfixiante. Se atacaba en ese libro a la educación elitista que se impartía en aquel recinto, pero los jesuitas, que no son tontos, compraron al impresor toda la edición. El novelista murciano veía venir la gran desbandada y el cambio que se avecinaba. Cuando la mayor parte de los españoles se mostraban germanófilos, con un olfato muy fino algunos de los profesores y maestrillos de la Pontificia se declaraban aliadófilos sin remilgos.

Comillas tenía un alma doble y la tempestad soplaba sobre los corazones en calma a primera vista, pero esa beatitud no era más que aparencial. Para mí no fue exactamente un paraíso. Sin embargo, el verde de aquellos paisajes me tiraba. Dejó secuela en mí. Los prados de las Asturias de Santillana eran un barrunto de los de las Asturias de Oviedo donde habría de vivir lo mejor de la vida y pasar los días más felices de mi existencia si es que ha habido alguno. Hacia ellos, sin yo darme cuenta, me estaba arrastrando mi destino.

-A Oreanda irás.

-¿Dónde está Oreanda ?

-Un sitio entre laureles que miran al mar cabe la mar.

-Señor, ¿me resarcirás?

-Yo seré tu pavés. Entre tanto, aguanta.

Así estaba escrito. La divina misericordia , sin que mis ojos lo detectaran estaba trabajando por de dentro y me preparaba un sitio junto al mar al abrigo de las montañas donde se sellaba un pacto de vida, una querencia incoercible. En aquel lugar yo era, sin embargo, un ser extraño. Es duro a los quince años sentirse un rezagado, un fracasado. Fue el dictamen de Larramendi que pesa sobre mí. A partir de ahí me han estado echando de todas partes. No me considero , en cambio, un paria ante “in conspectu Dei”. El éxito y el fracaso en el ámbito de lo temporal y lo metafísico no son conceptos relacionados.

No entendía la Física que daba el P. Cabezas. Las matemáticas resultaban un suplicio y en Griego y en Latín, que yo suponía mis fuertes el P. Larramendi, que empezó a mostrarme ojeriza desde el principio, se ensañaba llamándome calamidad delante de toda la casa. El P. Martino nos hartaba de Machado y de García Lorca y de Alberti que fueron los poetas más leídos del franquismo. En prosa la monserga cotidiana eran Azorín, y venga Ortega y Unamuno. Siempre más de lo mismo. ¿Quién dijo que toda esta gente estuvo postergada? Desde entonces tengo también atragantados a esos autores, pero una vez en la clase de composición del P. Penagos, saqué notable por una descripción que hice del valle de Ruiloba. Se me quedó grabada una visita que hicimos al monasterio de Vía Coeli, uno de los siete que guardaban la entrada al Revulgo de Santillana, a la vera misma del mar, fundado por Diego Velarde, “el que la sierpe mató y con la infanta casó”. Aquella visita sería iniciática, pues empecé a sentir algo muy especial por la liturgia cisterciense, y esa atracción se vino a consolidar a lo largo de mi vida. Estuve allí no más de una hora, pero el recuerdo de aquel lugar de paz bañado por las olas isócronas del cántabro mar recogiendo en cada marea el canto de la Salve y la santidad de los mártires (al P. Heredia lo defenestraron el tres de diciembre 1936, era el prior). El abad y todos los monjes habían sido pasados por las armas en los aciagos enfrentamientos de las dos Españas.

En Comillas tuve el mayor fracaso pero allí empecé lo que habría de significar la Virgen a lo largo de mis pobres días de escritor y periodista contra las cuerdas. Allí empezó el camino de la gran rebelión y de mis frustraciones, pero, ya digo, la Madre de Dios estuvo al quite. Ella pararía los golpes que desde muy niño empezó a lanzarme la Bestia. Encontré en su manto iluminado de estrellas mi pavés. Esta mujer tan excelsa es el único argumento que encontraréis en mi pobre existencia novelesca, plena de altibajos y de contradicciones. Tenía dos nombres: uno celeste y otro terrestre, Sofía y María.

Sólo hallaría yo solaz en su dulce mirar.

¡Pobre de mí! Usategui, el amigo fiel de aquellos instantes de incomprensión, se había convertido en un vulgar activista político que no escatimaría medios, incluso el asesinato, a la hora de alcanzar sus designios. Apuntaba alto la flecha, pero el carcaj le estalló sobre el pecho como a los capitanes arañas de la revolucionaria incumbencia, ya de camino, que él indoctrinara, les sería deparada la muerte con la carga de dinamita manipulada. Murió a pies de obra. Muchos honrarán su heroida de memoria, le recitarán versos, pero para mí nunca dejó de ser un cretino. Se unió a la guerrilla urbana, fue detenido y condenado, según conseguí saber después de nuestro accidentado encuentro en París. Por tener ordenes sagradas se libró de la máxima pena y en un par de ocasiones viajé a visitarle a la cárcel de Zamora. Aun seguía rezando el reato del breviario cada día. Se consideraba el rubiales risueño que yo conocí, con unas cuantas arrugas de más en el rostro. Prorrumpía en dicterios y apóstrofes no catalogables cuando se le mentaba el nombre de Francisco Franco. Él, que era tan fervoroso y tan místico. El fin justifica los medios. Parece ser que san Ignacio adoptó esa dialéctica después de leer Maquiavelo. La vida gira y pega tumbos. Sólo la palabra etarra me hace temblar porque viene asociada a la noción de titulares de luto en los periódicos y una constante desazón de odio que acabará por rompernos por dentro como país. Los asesinos adquirirían un protagonismo de hecho consumado. Las manidas frases, los sólitos argumentos. La verdad es que la vida moderna se ha convertido en un aburrimiento. La hidra del noventa y ocho que esgrime sus siete cabezas amenazante contra nosotros. ¿Dónde estás, Diego Velarde? ¿Fuiste tú, en verdad, el que la sierpe descabezó? Retumban nombres como cañonazos a todas horas: proceso de Burgos, Lasa y Zabala, Martutene, impuesto revolucionario, Arzallus, “peneuves”, “penenes” y peleles. Ya son años escuchando las mismas querencias en la galería triste de la actualidad. El áspid inocula su veneno mientras constriñe su bufanda mortífera enroscada a nuestros cuellos. España se acabó.

 

 

La grotesca escena de la violación múltiple de aquella muchacha, símbolo de la patria vasca, en una buhardilla parisiense me hizo entender muchas cosas que hasta entonces no comprendía. Había fracasado la educación sentimental de toda mi generación. Josemari Amilibia en otro gran libro “Los Héroes de Barro” - es otra tremenda novela al que se ha ignorado a propósito pero que resulta apodíctica para comprender a la generación del 68- suscribe de forma inapelable ese juicio.

Todas estas memorias comillenses me vinieron de golpe cuando me eché a la cara a mi amigo vasco en París. Cada uno había seguido rutas distintas, pero continuábamos rezando el breviario y recordando los emocionantes himnos que entonábamos en la explanada del Stella Maris el 31 de mayo. Te gané por siete de diferencia y aquella partida fue un punto de referencia para mi ahínco. Larramendi me fulminaba de anatemas. Vuelvéte a Segovia, no eres de los nuestros, eres un desastre, pero yo había dado una buena tunda a uno de los cestistas vascos favoritos; con todo, aquella tenacidad no era más que el furor del vencido. Si me hubieses levantado la mano, bien sabes que yo no me iba hacer de pencas. De chico, cachis diez, a dos matones de Cantalejo, que también tiene lo suyo de jacarandosos, y, aunque son vacceos, se traen un aire a vosotros en lo de fanfarronear, los metí en un puño, pero Stella Maris, poblado de cantos entonces, ¿ por qué ahora te has convertido en un desierto? Claro, los cambios de rumbo de la Nave de Pedro, se me dirá, hay en todo este abandono y ese silencio de caserón vencido un pecado antiguo que nos ocultaban. Casi ya da lo mismo. Ni me quedan rencor ni nostalgia. Es un drama la vida de los pueblos y en menor escala la de los individuos y la vida da más vuelta que el afecto de una mujer aunque no sea puta. Sólo ella, la que alza sus plantas como un ángel blanco sobre la fachada del transepto nos sigue queriendo. Nos comprende y hasta nos cura con su mirada. Yo siento sus rayos de vida sobre mi pecho, Usategui. Lo demás todo es filfa. Poca importancia tiene que tú te hayas hecho de Arzallus. Aquella devoción que juntos aprendimos está por encima de las creencias políticas, los rasgos de la personalidad. Tanto monta, monta tanto en que vosotros bajaseis al frontón con pelotas que botaban bien, traídas expresamente de los EEUU o de Francia, y yo me presentara al torneo con una forrada de piel de gato que me había regalado un paisano de Peñafiel. ¿Quién ha sembrado el odio? ¿Tanta discriminación a qué ton? Las majaderías de Sabino Arana llenaron de vientos tu cabeza, pero tú sabes que uno a uno, hombre a hombre, nunca por la espalda, no nos ganáis. Me acuerdo de la vez que discutiste con Pipe Hevia, el sobrino del obispo de Oviedo por la misma banalidad. Él empeñado que no hay verde como el de Pravia, donde él había registrado hasta treinta y seis matices, y no me extraña de ese color, y tú decías que había muchos más en Vizcaya. No tenéis ojos más que para lo vuestro y así no hay forma. La única música, la del chistu. El mejor guiso, el marmitako. Los mejores pescadores, los de Bermeo, y ahí te doy toda la razón, pero no te olvides que no son peores los de Huelva o los gallegos. La mejor bebida, el pacharán. Los mejores poetas, los versolaris. Los mejores cantantes, los copleros del zorcico. Ese antagonismo sólo nos va a llevar al desastre. Acabaremos todos hablando no en vasco sino en spanglish y bebiendo coca cola a todo meter. No digo yo que el mejor campo de futbol sea el de San Mamés, pues ya desde entonces yo era del Atlético de Bilbao, y nunca he visto mejor puente colgante que el de Portugalete, de donde era Arriaga, pero era una impostura querer parcelar la historia de España en banderías.

Los que aspiraban a una hornacina y sentar plaza de San Luis Gonzaga luego se desquiciaron. El diablo ganaría la partida, pero no nos fuimos con Satanás. Es que con nuestra postura rebelde queríamos enseñar al mundo el verdadero rostro de Cristo. Salimos de estampida y en cierta forma arrollábamos a un mundo desconocido y que tampoco hizo demasiado esfuerzo por conocernos, y menos entendernos. Todo nos lo tuvimos que ganar a pulso y el proceso de adaptación, porque andábamos sin las ideas claras y no sabíamos distinguir la realidad de la ficción, que era lo que nos enseñaron, lo temporal de lo espiritual. Esa paranoia condujo a algunos de nosotros a la catástrofe.

Por ejemplo, en la frase que pronuncia el dominico exclaustrado y transplantado nada menos que a Estocolmo donde nace de nuevo a la vida, porque allá conoce al amor, “ Anika, yo te maté”, cuando se entera del fallecimiento de su novia sueca, es un grito de dolor del niño que se enfrenta ante el juguete destripado. Los experimentos con gaseosa. Pero a nosotros nadie nos introdujo en el consumo de esta bebida efervescente. Nos empezamos a emborrachar con vino peleón o con aguardiente de garrafón. Fue demasiado brusco entre el ideal y lo real. Recibimos una rutinaria educación basada en lo superficial. Nos soltaron de repente y nuestra conversión a la inversa redundaría en corrupción. El sol pesaba demasiado sobre las cejas, la arena quemaba los pies, la gente pegaba voces, y oíamos el ruido del coliseo enfurecido. La plebe necesitaba sangre y espectáculo para ser feliz.

Yo la maté”. Ya no habría una segunda oportunidad.

Muchos acabaron en la droga y en el alcohol. O tirándose desde el pináculo de la torre más alta del mundo, para dejar que los supervivientes de aquel naufragio se hayan convertido en cadáveres que ambulan, padres de familia maltratado, aburridos Falstaff, que únicamente encontraron un dios en el vientre, viejos prematuros y gente de las clases pasivas sin demasiado horizonte.

Sin embargo, no nos podemos quejarnos de la vida. Conocimos el amor y por él lo tiramos todos. Abrimos brecha. Fuimos esos los últimos aventureros, los descendientes de un pueblo que conquistó continentes.

Torbado acertó plenamente. Su frase nos define. “Yo la maté”. Eso es lo que fuimos una generación de “ex” que sigue sin encontrar el rumbo.

Era el sitio más poblado de sotanas por metro cuadrado de toda la Península. A Comillas la llamaban “Villa de los Arzobispos”, debido a la gran cantidad de mitrados que produjo a lo largo de sus tres cuartos de siglo de existencia. En sus aulas se inventaría la palabra “hispanidad” y fue una postrera tentativa por crear un clerecía de altura. En aquel cotarro rodeado de cuetos y de acantilados bravíos el Marqués trató de convertir al Seminario de San Antonio de Padua en una suerte de campamentos de Dios. Se asemejaba un poco a Grafenwohr, donde se preparó a la Wehrmacht antes de su campaña contra Rusia. Nosotros nos entrenábamos para conquistar el orbe para las banderas del Señor. Era eso un castro campamental enriscado en el otero místico, desafiando al aire y al orvallo perenne y mirando con cierta altanería para la poza donde se rendía a sus pies el humilde pueblo montañés. Allí estaban los que habían de ser convertidos. Era una forma de hablar porque la música alborotadora de la verbena por el verano como un canto de sirena les hizo desistir a muchos, que no eran tan fuertes como Ulises ni tenían las cosas tan claras, de su demanda. Vivíamos sobre una roca exaltada por los sueños entre las nubes de una maravillosa quimera. El can del desengaño no había distribuido sobre nuestras carnes la cuota alícuota de zarpazos. El alcázar se rendiría al soplo huracanado y laico de los desengaños.

El momento más espectacular del día era el de la misa conventual que se celebraba de forma multitudinaria y deprisa, pues eran cerca de doscientos curas y a las nueve sonaban los timbres de la clase de prima. Habían de establecerse turno para la concelebración de misas simultáneas y las numerosas capillas y oratorios que había en las cuatro iglesias existentes en el recinto no daban abastanza a aquel ir y venir de estolas y de casullas, de hijuelas, credencias y epactas. Los jóvenes sacerdotes recién ordenados guardaban cola de pie en las cajoneras de la sacristía para ponerse el cíngulo. Era todo un espectáculo. Los tres seminarios en peso nos teníamos que movilizar en peso para ayudar a los misacantanos. Entre las cinco y las diez de la mañana se decían entre trescientas y cuatro misas rezadas. Me complacía a mí hacer de acólito a los franciscanos y a los carmelitas descalzos que seguían un rito especial y que a diferencia del clero regular se colocaban el amito a manera de cogolla, pero los dominicos eran los más espectaculares. Recitaban todo el canon con los brazos en cruz.

Aquellos genitivos de la oblata, los gestos y las bellas impetraciones litúrgicas de la liturgia de San Pío V quedaron grabadas para siempre en mi memoria y tantas veces les habré repetido que me las sé de coro. No creo que puedan ponerse en boca de hombre plegarias tan sublimes. Creo que fueron inspiradas por el Espíritu Santo.

A lo largo de los pasillos de los tránsitos estaban colgadas los retratos de los obispos, arzobispos y patriarcas que fueron antiguos alumnos. En la nómina de dignatarios obispales y arzobispales aparecían jesuitas. Sólo algunos, de los desplazados a Misiones, porque se da por archisabido que las constituciones de la Orden lo prohíben y clasifican como pecado “de ambitu”: pretender obispados. Se da la paradoja de que los guardias de corps de Jesucristo incurren en los defectos del reduccionismo luterano o jansenista, enemigos a los que combaten al sacar la cara por el papa: desmontar el tinglado jerárquico haciendo recaer toda la autoridad sobre un solo pastor del rebaño, impidiendo el gobierno sinodal que tenía una larga y solidaria tradición desde los Apóstoles. Al actuar a rajatabla a favor del mando único impusieron una autocracia piramidal, seca y estricta, que tiene que ver poco con el rostro amable y misericordioso del Redentor. Se arrogaron una facultad justificada en un dudoso mandato evangélico, el de las llaves, que a lo largo de la historia, en vez de abrir y tender puentes entre los hombres, ha servido para construir muros y elevar barreras de separación. San Ignacio, lleno de santas intenciones, perseguía una utopía sólo aparentemente, porque lo temporal y lo espiritual no vienen en ligas separadas, sino que son resultado de la mena metalífera complicada de aleaciones varias. Este conundrum no es sino el harnero de las cosas, el enigma de la realidad fraguada en la luz y en la sombra. Su viaje a Roma lo pone en camino de un deseo de desquite. No había hecho carrera en Arévalo como paje en la corte de Isabel la Católica, su carácter violento le había metido en líos de duelos por mujeres y como soldado del Duque de Nájera tampoco llegaría muy lejos: una arcabuz casi le descuaja una pierna. Quiere resarcirse de los despechos sufridos en Castilla. Nada de rey, ni emperador. Sólo Dios y su vicario en la tierra. Para llegar a alguna parte hay siempre que ir a la cabeza.

Los rostros hieráticos de aquellos monseñores colgados sobre la pared y gozando de la serenidad enjalbegada bajo los artesanos del Paraninfo, cerca del sitial del Nuncio con baldaquino de guadamecí parecían gritarme: “ Tú tienes que ser como ellos. Si ellos pudieron por qué tú no; persevera, hijo, que algún día te verás en este cuadro de honor”. Muchos no pertenecían al mundo de los vivos y puede que hasta hayan sido canonizados al recibir la palma del martirio. El furor sicario de las hordas rojas parece que se ensañó con ellos. Eran la gloria de la Pontificia. Un número nutrido de esta lista de mitrados cayó víctima del furor iconoclasta de la guerra civil. Yo hubiera volado hacia aquel Olimpo de dignatarios si Larramendi no hubiese cortado las alas a este gorrión que quería imitar a las águilas triunfantes, pobre de mí. En el camino de la santidad aquel prefecto de hirsuto como el de una brocha encalvecida me puso la trabilla. Creo que era de algo más que dudosa tendencia, pues había que ver con qué ojos de carnero degollado miraba para Gamboa, aquel retórico rubito con cara de virgencita, que cantaba de tiple en el coro bajo la batuta del P. Nieto, cuando traducíamos a Cicerón.

-Tú, Gamboa, aquí a mi lado. No quiero perderte de vista.

Capté al vuelo el doble sentido de aquella frase, porque la jaula de oro de Comillas dio muchos obispos y predicadores de campanillas a la Iglesia, un buen cupo de poetas y de escritores, pero también de bujarrones de todos los pelajes. Las reglas de la naturaleza, inapelables. Tenía que ser así. Con más de mil tíos encerrados sin una mujer a la vista y sólo el consuelo de las estampitas del Hermano Garate , el encargado de la lavandería, que también decía que era un santo, pero hay cosas incluso para lo que la santidad es insuficiente. El protagonista de la novela de Castillo Puche, ya en cuarto de Teología, aprovecha uno de esos viajes que se hacían a la capital de provincia con el objeto de ir al médico de Baldecillo o a resolver ciertos asuntos, para ir a un baile, allí se emborracha y se va con una mujer. En plena noche se declara el terrible incendio del año 40 que destruyó completamente la ciudad de Santander. Todo echábamos fuego. El viento del sur nos volvía muy ardientes.

Pero si ellos pudieron, yo también podría. Era lo que se repetía Iñigo de Loyola cuando decidió convertirse en santo. Yo aspiraba a la santidad, pero no así. Ya en el refectorio, donde uno de los mayordomos gallegos venía con la herrada durante el desayuno y me servía ración doblada de café con leche pues sabía que me gustaba aquella leche pura de vaca -en el seminario de San Antonio no conocimos nunca el queso de bola americano ni la leche en polvo- y que yo no recibía paquetes de comida desde casa. Esto para el gordito. También Loís era uno de sus preferidos y a él también le colmaba la taza y le decía algo cariñoso en gallego.

Los de mi mesa éramos como una familia. Al empezar el curso te colocaban en un sitio y de allí no tenías que moverte. Si alguno fallecía o era expulsado nunca se llenaría el hueco hasta el año siguiente. Esto también tenía que ver con las costumbres atávicas de los tirocinios. ¿Una forma de expresar la brevedad de las cosas y de meditar en la muerte sin tenerte que empachar de la prosa del P. Garzón o meterte en la tramoya de los Ejercicios ? Tal vez.

Hice, ya digo, amistad con los otros cinco comensales. Había un madrileño castizo regordete y mofletudo con el pelo a cepillo al que enviaba su familia un buen matute de refuerzo y siempre nos convidaba. Una vez nos dimos un atracón de anchoas con vino de Valdepeñas para acabar la cuaresma. Vale un florín cada gota este vinillo aloque, dijo Otto con frase de Baltasar del Alcázar.

Luego estaban Usategui, Bedoya, uno que era de Potes y tenía algo de maquis, porque su padre estaba en la guerrilla, una vez nos enseñó una foto en que aparecía el famoso Juanín, que para unos será un luchador por la libertad, pero para nosotros en aquellos tiempos un simple bandolero, uno que era de Burgos que tenía, como Gamboa, la cara de niña, el Larramendi siempre les sentaba en los primeros bancos, y yo. Creo que se llamaba Santos y era un impertinente gafotas.

Bedoya tenía los dientes postizos, el pobre tan joven y se los lavaba en los aseos cuando nadie lo veía. La gente le tomaba un poco el pelo por esa merma casi trágica de ser desdentado para toda la vida en plena adolescencia, y porque era “de ideas”, no recibía visitas, sus parientes no venían a verle nunca, a pesar de que su pueblo caía de allí a menos de noventa kilómetros, se le había muerto la madre y su padre estaba preso en Santoña, pero yo sentía una gran admiración hacia él. Era uno de los que mejor escribía de quinto de retórica y el que sabía más literatura porque era el más leído.

Los demás pronto nos encasillaron como el “grupo del Bedoyo”, el pelotón de los torpes según el prefecto Larramendi, los díscolos y los incorregibles, los que al año que viene tendrán que volver a su seminario, porque no valen para Comillas.

-Déjales, no les hagas caso, Maximino.

Los jueves por la tarde que había paseo nos juntábamos unos cuantos en torno a Bedoya y recitábamos en voz alza el Pascual Duarte en Peña Castillo, mientras abajo en el despeñadero estallaban con rítmicos estampidos isócronos sobre las rocas las olas del océano y del Stella Maris llegaba el estruendo de los que jugaban al fútbol.

-A mí me gustaría ser escritor, Bedoya. ¿Crees que lo conseguiré?

-Sí hombre, sí, como no. Para escribir sólo hace falta un poco de paciencia. Pero siempre hay que tener por delante un objetivo, alguna causa justa.

Cuando se apasionaba por alguna cosa al lebaniego le temblaba la barbilla y se le removía algo la prótesis. Cela era uno de sus autores preferidos. Recuerdo que la primera vez que fui a entrevistar al autor de La Colmena me acordé de mi compañero de fatigas, ¿qué habrá sido de él?

Aquellos campamentos del espíritu donde se preparaban las acérrimas cohortes de la infantería celestial, los manípulos y los reitres de la caballería de San Miguel se licenciarían muchos antes de jurar bandera. A mí me destinaron no a la plana mayor sino a los lavaderos como edecán del Hermano Garate. Se podía llegar al cielo y ser religioso sin que te impusiera las manos el obispo, pero decliné del todo la oferta que me tendía el padre rector de ingresar en el Máximo no para hacerme maestrillo, sino hermano coadjutor.

Lo mío eran las letras en verdad y creo que he emborronado mi vida de palabras, taxativamente soy grafómano, para demostrar a Larramendi que estaban equivocados. La sombra de aquel rechazo proyecta todavía su silueta sobre mí, pero entonces la poesía fue el esquife al que me icé sobre las olas para salvarme del hundimiento. Un náufrago fui entonces y un náufrago soy ahora. El P. Heras me echó una estacha:

-¿Por qué no te vuelves para tu seminario? Yo creo que tienes verdadera vocación. Eres uno de los llamados y no has de dejarlo.

-Para Larramendi soy un retrasado mental.

No dejaba de decirme que parecía medio tonto.

-Te nos ha colado. Entraste aquí por la puerta falsa.

Raudales de indignación acuden a mi alma aquellas palabras por aquel hombre espátula, brocha y escoba de la hipocresía abatanada en los mejores noviciados de la Compañía, también la violencia. Ya sé que todos los jesuitas no eran así, pero la imagen de aquel trágala. Incluso, pasados tantos años, aquel orífice de malevolencia se ha enquistado dentro de mí. No era ni más ni menos que el heraldo del sino infausto. A lo largo de mis días hube de defenderle contra el mal agüero de aquel jesuita que abría la caja de Pandora de los peores instintos.

Trató de justificar su decisión poniendo un símil castrense:

-Mira. Esto es como una academia de alto grado para la formación de cadetes de elite, West Point, Sandhurst, Saint Cyr. Los chusqueros no nos interesan. Aquí necesitamos alféreces de carrera, no cabos primera. Esto es un seminario de altura, no un colaña. Tú no eres de los nuestros.

Me sentí como un reo al que comunican su sentencia de muerte. Se me ocurrió recordarle al prefecto lo de los últimos serán los primeros, mas creo que hubiera sido inútil porque Larramendi estaba demasiado pagado de sí mismo para creer en Cristo. Ahora comprendo por qué Usategui, que ése sí era de los suyos, acabó en banda armada. Guardé silencio y aunque sentí que me temblaban las piernas y se me humedecían los ojos a toda costa procuré reponerme.

Había sido convocado a su cuarto de forma solemne y anunciarme el finiquito:

-Lo he consultado ante el Sagrario y he decidido que no vuelvas al año que viene.

Era una desapacible tarde del 17 de marzo de 1960. Cuando llega ese día me echo siempre a temblar, porque la efeméride ha convocado a la sombra y en tal fecha como esa el infortunio se repite. Porque las desgracias nunca llegan solas, aquella expulsión precipitó otras.

No me pude contener y me eché a llorar sorda e irremisiblemente, pero en aquel verdugo mis pucheros no hicieron mella. Larramendi no sólo tenía el corazón duro sino que era un masoquista. Le enervaban mis sollozos. Pero yo me daba pena de mi mismo con aquel hábito que parecía iba hecho un adefesio.

-¿Es que no tienes ni para una sotana? Se te van patatas en los calcetines, tienes chepa, enseñas los pantalones debajo de la sotana, eres lo que se dice una ruina.

-No, padre. Somos pobres.

-Me he puesto en contacto con tu familia para que vinieran a recogerte, pero tu madre está enferma y creo que carecen de dinero para llegarse hasta aquí. Puedes quedarte hasta que termine el curso, pero, ojo, a la menor queja, te ponemos con la maleta en la Cardosa. Te hago una concesión, soy generoso.

-¿Qué hace tu padre para ganarse la vida?

-Es sargento de Artillería y mi madre lava para afuera. Somos muchos en casa.

Recuerdo que me enjugaba las lágrimas con la manga de la hopalanda que me había regalado Don Bienvenido, el canónigo lectoral de Segovia, al que trataban mis padres, y que se me había quedado corta, porque aquel año había pegado yo el estirón, y luego para reprimir aquella lastima que sentía por mí mismo así con los dedos los flecos del fajín azul. Y pedía a la Virgen que me socorriese. Creo que es verdad, vino en mi auxilio y he sentido su presencia de madre invisible sobre mi orfandad pecadora.

 

 

Larramendi era delgado y larguirucho. Se estaba quedando calvo pero algunos pelos lacios como púas campeaban sobre su colodro dolicocéfalo. Todo en él, hasta el alma, debía de ser puntiagudo.

-¿Por qué lloras como una colegiala, eh?

-Es que mi padre es suboficial y como ha dicho Su Reverencia eso de los sargentos...

-Pues, si tu sigues por ese camino, no vas a pasar de soldado raso. Y ahora lárgate de mi vista. Agur.

Cuando bajaba por las escaleras hacia la planta baja, creí percibir un olor fétido y ruidos extraños como de forzados que arrastran cadenas y van esposados con bretes y pihuelas de pies y manos y eché correr para prosternarme ante el edículo de Nuestra Señora (una vez que acudí a Comillas en el verano del 95 le hice un retrato y aquella madona está ahora en mi habitación cerca de mí). Se me acababa de aparecer el diablo disfrazado de jesuita. Larramendi era su representante en aquellos campamentos donde se preparaban las milicias apostólicas. El trigo y la cizaña crecen aparejados en los campos de la virtud, que de todo tiene que haber en la viña del Señor

Formulé la resolución firme de poderle demostrar a aquel arrogante y malvado sacerdote que se había equivocado conmigo, que las guerras a veces no las ganan los generales ni los guardias de Corps sino aquel turuta borracho y díscolo que duerme muchas noches en la prevención y que en un momento de arrojo se lanza contra el enemigo y consigue que no se rinda la plaza. Algún día pueden que resuciten Cabo noval y el Cascorro. De la misma forma no dejo de acariciar la idea de que la iglesia de Jesús está a buen recaudo no por el papa tal cual, ni por aquel predicador, sino por ese ostiario humilde y pobre al que elige el Espíritu Santo para consumar su obra.

Los últimos serán los primeros, Padre Larramendi. Entretanto, tendremos que seguir soportandoos, acariciando vuestro yugo, besando el látigo. Amen. En espera de que un día se abran las puertas de la campa y entre por ellas el libertador.

Con la absoluta en el bolsillo y habiendo aceptado mi suerte irremediable de ser apartado como oveja negra del rebaño, ya no me importaba nada, pero no adopté la actitud pasota del cucarro, que para lo que le queda en el convento, se mea dentro. Al revés, me volví más bondadoso y cumplidor del reglamento. Era ya yo mismo, y así el último trimestre que pasé en el seminario de San Antonio fueron tres meses quizás los más felices de mi vida. Fue una primavera hermosa. El sol rompía su lanza de luz en auroras faustas por los ribetes de Peña Castillo y de Ruiloba coronado de pinos y de eucaliptos, los cielos narraban las glorias del criador acariciando sus rayos mi despertar, mi camarilla se orientaba a levante.

Rápidamente me tiraba de la cama nada más amanecer y prosternado frente al astro naciente recitaba la plegaria triunfal que suele rezarse en comunidad en los monasterios cistercienses “Iam lucis” y que en Comillas musitábamos en privado camino de las duchas. Se trata de la mejor fórmula para dar comienzo a una jornada y el mejor sortilegio contra los enemigos meridianos que nos acechan a cada paso.

Procuré ser servicial con los demás, sacando fuerza de flaqueza. El prefecto me dispensó de asistir a las clases, Bedoya me dejó algunos libros y pasaba gran parte de aquellos hermosos y largos días entregado a mi vicio favorito: la lectura. Un libro que me impresionó fue la “Vida sale al encuentro” de Federico Sánchez Mazas. El padre Heras vino a verme una vez y trató de consolarme. Recuerdo la cara de aquel bendito, su rostro largo, el pelo echado hacia atrás, su porte de hidalgo castellano, podía ser el fantasma que habitaban en alguna de las casonas cerradas de Santillana de Mar, que estaba de allí a un tiro de piedra. Su presbicia inspiraba cierta ternura y era un buen religioso, acaso un santo jesuita que también los hay. Le sobraba la caballerosidad y buena crianza que le faltaba a aquel vasco mal educado e histérico.

-No hagas caso ni lo tomes a mal. El P. Larramendi es el típico maestro de novicios. Su aparente dureza se justifica en las rigurosas pruebas a que somos sometidos en el postulantado. Esta táctica forma parte de lo que llamamos “suspensio mentis”. Un aspirante a llamarse hijo de San Ignacio tiene que pasar por la ordalía. Ello forma parte de la forja del carácter, la renuncia a la pompa y vanidad del siglo, la aceptación de la obediencia de cadáver. No te preocupes, Maximino. Regresa a tu seminario y sigue allí la carrera. Tú serás un sacerdote. Olvida lo que el prefecto te ha dicho y acepta toda esta amargura como la voluntad de Dios, que desea que te acrisoles.

Luego me abrazó y me besó con ternura y compasión infinita. Fue el ósculo de paz, el beso más pudoroso que he recibido en mi vida. Me lo dio Cristo. Y en aquella acolada puso la casta energía que derrama el Paráclito sobre los escogidos para el dolor. Ser sacerdote no constituye otra cosa que la donación de un viejo símbolo: ser presbítero, administrador de la paciencia divina, transmudarse en pies, manos y alientos de una voluntad imperiosa de salvación, algo cargado de misterio que nada tiene que ver con la temporalidad eclesial, sino con su esencia misma: la economía soteriológica.

Cuando viene a mi mente el pensamiento de Cristo, acude el rostro de aquel jesuita arandino. Él me confortó, me restañó las heridas con el bálsamo de la palabra de vida. Era el paraninfo de una gracia que llegaba; como tantas veces, fui refractario a ese raudal de dones que me anunciaba en aquella modesta celda que daba al paraíso. Por la ojiva del ventanal adornado de arquivoltas vermiculadas penetraba un haz de rayos en diagonal como en los retratos de frailes místicos que pintara Zurbarán. Los tamarindos de la varga Cardosa daban ya florecido una escolta de verdor a la mole cuadrada del edificio, que también tenía forma de parrilla y era un anticipo en la España verde del Escorial castellano. Las golondrinas habían vuelto volando raudas con sus alas en forma de horcarte bajo los aleros o alrededor de los mazos transversales del inmenso rosetón que coronaba el dintel del pórtico de la capilla mayor y su alborotado chiar esponjaba el ánimo de serenidad y de emoción. Uno se acordaba de los versos de Juan Ramón: “...y yo me iré y quedarán los pájaros cantando”.

Mi conocimiento de la literatura española ganaba aumentos con las lecturas solapadas en Peña Castillo bajo la férula de Bedoya. Nos metimos entre pecho y espalda a todo Neruda, a Gerardo Diego y a los grandes de la generación del 27. Una tarde mi amigo lebaniego, aquel día nos dieron manises de postre, tuvo un accidente, se le chascó el paladar de la prótesis y tuvo que ausentarse durante algún tiempo. Quedó apalabrado con un mecánico dentista de Torrelavega que le haría la compostura.

-También es mala suerte, Bedoya, tan joven y descolmillado.

-Es cierto, Maximino, pero la garra y todo lo que muerde no lo lleva el hombre en los puños ni en los piños, sino aquí.

Y se dio un palmetazo en la frontal de la sien.

-Desde luego, nunca veremos a burros calvos o sin molares - le dije para consolarle.

Hablaba como un viejo dejando explosionar el aire a través de las encías como cuévanos y apenas se le entendía pero en sus sentencias vaciaba la carga de sabiduría que llevaba en su interior:

-Creo que los hombres se equivocan cuando hacen reposar el vértice del honor en los cojones. Nuestra honra no puede cifrarse en las partes más innobles sino en el alma. Ya ves. Resulta que, como soy desdentado, mi obispo no me dejaría ordenarme. Cualquiera que adolezca de defecto físico no puede recibir órdenes sagradas. Roma es en esto tajante. A ti me han dicho que Larramendi te segrega porque eres gordito. Lo sé de buena fuente, Antonio.

-Pues, mire su reverencia. dije- cuando leo el Evangelio veo que Cristo se rodeaba de gente poco escogida: paralíticos, epilépticos, o con flujo de sangre como la hemorroisa, y hasta enanos igual que Zaqueo, y no pasaba nada. Eran sus preferidos.

-Pero por lo que se ve, ni tú ni yo damos la talla.

-Bueno ¿nos volveremos a ver ?

-Quien sabe. La vida da muchas vueltas. Aunque no te lo creas, estoy contento de alzar el vuelo de esta jaula dorada. Me ha escrito madre que a padre le llegó el indulto, ha salido de Santoña, está en casa.

El padre Teodoro Heras bajó con él hasta la plaza del pueblo donde tomó el coche de línea. Pensé que no le volvería a ver más, pero me equivocaba. Una noche me topé con él en el Café Gijón. Era un hombre alto, espigado. Se había puesto los dientes de porcelana y el encuadre era an perfecto que apenas se notaba lo falso. Estaba acompañado por una rubia despampanante. Bedoya, miembro del Partido socialista, ocupaba un alto cargo. Se había olvidado de la literatura y funcionaba en positivo.

Creo que me reconoció pero estuvo frío en el saludo.

-¿Te acuerdas de aquellos años?

-Más bien, no. Hay que borrar la memoria de aquella Dictadura.

-Para mí el único dictador que hubo fue Larramendi.

Calcó en mí una mirada de reproche, murmuró algo despectivo contra los fascistas, se tornó a la rubia y al punto la pareja se alejó de la taberna. Había pasado factura por lo del internamiento de su progenitor, los maquis, Juanín, aquella fotografía del bandolero acribillado a balazos junto a un árbol, y creo que llegó a presidente de su autonomía. Fue un caso parecido al de Usategui, por más que yo no lo esperara, pero sigue habiendo dos Españas.

Recuerdo los ocasos sin parangón posible en los alrededores de Oyambre, las olas con su movimiento isócrono y la acribia de sus trazados lamían las dunas, festones de espuma danzaban junto a los arrecifes. Nosotros nos lanzábamos desde una duna con forma de terraplén. En una marea en que había mucha resaca la tarde del trece de mayo Santos y yo fuimos arrastrados por la corriente. Todo ocurrió a una velocidad terrible y de forma inopinada y súbita. Cuando quisimos darnos cuenta en los resaltos del reflujo nos encontramos rumbo a la alta mar, pedíamos a la Virgen a voces y con grandes lagrimas su socorro. Unos del Mayor y varios padres que tomaban baño a esa hora de Vísperas, era un sábado, alertados por nuestros gritos acudieron a socorrernos. Un catalán, Massolíes, se zambulló con una cuerda que llevaba amarrada a la cintura. En la orilla había quedado sosteniendo el cabo el hermano Quintana.

-Agarraros - gritó Massolíes.

La resaca era tremenda pues había nordeste que picaba la mar, nos prendimos de la maroma presas de pánico, puesto que vimos que por venir a salvarnos el gerundense casi se ahora. Al otro extremo, el hermano Quintana que era fornido pudo hacerse con el arrastre. De esta forma fuimos sirgados hacia un abrigo entre las rocas y así salir. Pienso ahora que Massolies y Quintana fueron dos enviados por la Virgen y así lo pregonó aquella noche después de la sabatina el padre Carrizo, el director espiritual de los Retóricos.

Todo el resto del mes de las flores fuimos encargados Santos y yo, los “ salvados” junto con Massolíes el “salvador” de atalajar el altar de la Señora y de dirigir las preces del rosario. El día 31 fue emocionante. Los seminaristas se despedían de la Madre que amaban tanto y les protegían hasta el curso siguiente. En mi caso, era definitiva, pero no sentí ninguna tristeza. Antes bien, mucha alegría porque su intercesión había evitado una muerte segura en las embravecidas olas del Cantábrico a los quince años, pues sabía que siempre iría conmigo aquella Madona de los Tránsitos. Mi destino en la vida era coleccionar sus invocaciones e ir recorriendo uno por uno cada uno de los santuarios.

Ante su altar recargado de flores y perfumado de nubes de incienso yo canté el solo de una canción muy bonita: “ Salve Virgen pura, de los cielos reina, salve dulce madre, alegrate siempre, estrella”. Fonseca, uno de Yepes, hacía el contrabajo. Creo que este Fonseca ha llegado a obispo. Era el número uno de nuestra promoción. El día de San Juan Crisóstomo pronunció él solo y en griego dórico con la entonación más perfecta, asesorado por el Padre Mayor, una de las Filípicas de Demóstenes. Cuando proclamaba aquello de “ge...ge” se venía abajo el paraninfo. Nunca conocí una mente humana con una retentiva como Fonseca, pero debía de ser cosa de familia, porque su abuelo se sabía el Quijote de memoria al revés. Después de la fiesta de San Antonio, el trece de junio, concluía el trimestre lectivo y daba comienzo un tiempo excitante de planificación de vacaciones veraniegas, pero empañado en la melancolía de las despedidas. Se daba la mano a gente no volverías a ver. La partida de los alumnos para sus puntos de origen, que eran todos los rincones de la península, se producía de forma escalonada. A los de la provincia de Castilla y Baleares se nos asignó el último cupo. Debía de ser norma de la casa.

Deambular por los ámbitos vacíos del inmenso caserón con forma de silogismo puesto que fue trazado a plomada como toda la escolástica que se nos enseñaba en los seminarios, producía tristeza y un cierto encogimiento del corazón. Nunca volveré a dormir en esta cama ni salir el sol por el parteluz difuminado de mi camarilla. Adiós, virgen de los tránsitos, tan cordial y silencio, que desciendes el rostro y prestas ojos misericordes a quien te invoca. Hasta la vista acantilado de Villa Castillo. ¿Cuándo volveré a pisar las dunas de Oyambre ? Es posible que vuelva a bañarme en este mismo sitio, pero ni las olas inescrutables ni sus orlas de espuma pertenecerán al mismo mar, aunque lo parezca. Lo dice Demócrito. Tampoco yo volveré a ser el mismo.

Lanzaba miradas de partida hacia aquel paisaje que desde que arribé me parecía tan distinto y una parcela del edén. Era la magia de aquella zona que fue la fragua del ser de mi patria. Asomado al terraplén de la Cardosa sentí de pronto que el futuro me estaba esperando.

Mis desposorios con la belleza se consumaron a partir de mis bodas con la literatura. Intuía que mi porvenir estaría en una celda abrumada de papeles, respirando anhelante mientras sufría afanandome sobre las cuartillas. El vértigo de escribir, los descubrimientos inenarrables del placer de la lectura, trato de sofrenarlos con las vedijas de una buena pipa. Una radio sonando, una taza de café por enésima vez, una chimenea encendida con el sobradillo cargado de reliquias, una foto de mujer, el enchiridion de mi cante misa, los libros que he comprado a Riudavets, el ángel de mi guarda, dulce compañía que me desampara noche y día, múltiples imágenes de Cristo y de la Virgen María. Tú, Señor, te apiadaste de mí y me guardaste para este tiempo.

Pese a las descalificaciones de Martino y las condenas de Larramendi, conseguí mi objetivo en el camino: empaparme de la belleza y de la palabra de España. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? Desde la atalaya hermosa de Comillas Dios me estaba mostrando el camino de la dulce Piedras Vivas de mi madurez. No ha sido una senda llana, sino tortuosa. En algún recodo de esta quebrada ruta sentí en más de una travesía oscilar la aguja de marear, me iba a pique, me hundía en el abismo, pero me desviaba del asolamiento una fuerza incoercible y fuiste tú, Madre, la que en aquella triste y desastrosa noche de Oviedo me indujiste a conocer a la compañera de mi destino.

De antemano una voz misteriosa me había comunicado el derrotero de mis días. Resonó en aquella casa levantada por un paladín del noventa y ocho y me mandaba apostar por América y contar la verdad, porque yo no fui escogido para ser heraldo de la mentira.

Hubo un hecho por aquellas fechas que me llenó de inquietud, y fue la conferencia que nos dio el P. Rábago contandome cómo él había sido intérprete de Franco ante el general Eisenhower que el año precedente había estado en España, un acontecimiento deslumbrante, hito final de una era. Rábago era un hombre alto y moreno, con la raya en medio, el porte juvenil y llevaba un sobrero como los curas irlandeses en lugar de queja. Fue el primer anglófilo que conocí. No hacía otra cosa que hablarnos de Inglaterra y de los estados Unidos.

Yo me repetía: “tendré que ir algún día a ese territorio” y cuando veía de arribada a las lanchas al pequeño puerto de aquel resorte santanderino se me encendía la imaginación pensando que detrás de la estela que los barcos de cabotaje y los grandes buques que veíamos cruzar el horizonte a muchas millas, a las espaldas de su larga estela quedaban las costas de la Blanca Albión. Algún día irás al lugar enamorado de Merlín.

Era la Odygitria que me designaba el rumbo.

Pero andate cuidado eres demasiado tajante, Antonio. Deja tus extremismos a un lado, tira por la borda tu entusiasmo y ciñete a la banda de la circunspección y medida, pues el bien ni el mal subyacen en capas sino que se amontonan como vetas en desorden. Uno puede ser bueno unas veces y, otras, perverso. Todos llevamos un mártir y un Nerón en nuestro interior. En religión no hay linderos para lo negro y lo blanco. Como la vida es un acto permeable y elástico, los buenos tendrán que sufrir con paciencia a los malos, pero el día del juicio los corderos de Jesucristo serán apartados de los cabritos del Impostor. Los consagrados a Dios viven no ya con la mirada puesta en este mundo sino en cuanto empieza después de la muerte. Sin embargo, en derecho civil no se dan tales polaridades. La Constitución puede ser ética e incluso estética, pero no tiene que ver nada con la teología. Arte de la coyuntura y del momento está reñido con la moral y con la ética. Es una teleología con medios y objetivos diferentes. No hay nobleza en ella ni vileza, sino logros y fracasos. Sólo aspira a la praxis y todo lo que se ponga al alcance es bueno, hasta la calumnia, con tal de que se recabe el objetivo. Cristo no era un tribuno de circunstancias al estilo de los candidatos presidenciales - esa incapacidad para imitar la sencillez del Pastor sea quizá uno de los errores mayores de la Grey- sino el ungido del pueblo por el carisma. Era ese carisma agostado, pero fuente de vida de todos nosotros, era el que había que volver a resucitar. Ni Larramendi ni Rábago creían en él, pero aquel gracia transportaba las miradas de Heras, Mayor, y Teófanes. Era un sacramento de amor. La tierra sólo bendice y premia a los que triunfan, pero el Evangelio construye su mundo futuro con la rahez más despreciable. La piedra rechazada por los arquitectos la constituí en basa de mi fundamento.

 ¿Dónde está Dios? Por aquellos días de fin de curso aconteció en el pueblo un suceso que habría de conmover a toda la provincia y a España entera. Un perro alano enloquecido había decapitado a un infante de dos años, hijo del dueño. El animal no sabía lo que hacía, pero el niño de cuna era inocente. ¿Por qué permitió Dios que ocurriera semejante desgracia? ¿Dónde se había metido?

Todos estábamos consternados. Los novicios del Colegio Máximo, que no tenían vacaciones, y los pocos gramáticos y retóricos que quedamos asistimos a la exequias en aquel cementerio tan aireado y tan bonito sobre la rasa de Peña Castillo. El P. Nieto pronunció una sublime oración fúnebre pero no supo dar respuesta a esa agobiante pregunta que se hicieron Marción y los maniqueos ya en lo primeros siglos: Leviatán desde entonces prosigue su asedio a las murallas de la Ciudad de Dios.

¿El Criador permite que se desencadene el reino de las tinieblas porque así está escrito en su mente que rige todos los designios o para redondear las cifras de la casualidad y los baremos de la estadística?

Todos no somos más que un número. A mí se me había asignado el del 288. Iba bordado como el anagrama de los soldados del emperador en el dobladillo de mis camisetas y campeaba humilde sobre la puerta de mi celda. Dentro de unos días tendría que entregar la chapa para que se la dieran a otro el próximo curso. Al niño despedazado por el can no le cupo tal suerte. Su cuota no entraba en el de la numeración al uso. Sin embargo Dios lo creó para sucumbir ante las fauces de un sabueso enloquecido de celos y presa de las furias de Leviatán. ¿Lo amaba desde toda la eternidad? ¿No falló en cierto modo la providencia, una de las cualidades ontológicas que asigna la teología católica al ser supremo? ¿Somos fruto del amor o de la pura casualidad?

Sólo la virgen de los tránsitos acertó a responderme, pero su respuesta, que no transcribiré, no pertenecía en aquel instante a las razones de esta tierra. Hay ocasiones en las cuales las palabras lo echan todo a perder. Hundí la cabeza entre mis hombros y acepté la voluntad de Dios. En el cielo aquella tarde había un angelito más. Yo también me iba de aquel lugar de ensueño y como hechizado por una fuerza magnética para no volver más a él, pero la providencia me preparaba una casa en el norte. Porque ni el ojo vio ni el oído escuchó lo que Él reserva a los que le aman. Era un remedo de la ciudad de Dios que portan como una maqueta algunos santos en la mano en los cuadros de los primitivos alemanes. Mi noción del paraíso tendría que ver en adelante con un lugar escarpado- oh beata solitudo - y apartado del mundo como el caserón en el que habían transcurrido los últimos meses de aquella fase crítica de mi existencia.

La cabellera de Larramendi recordaba una barza de heno y sus dedos péndulos, apéndice de brazos en escarpia y cubiertos de vello, sostenían el tomo de los discursos de Cicerón, que a mí me parecían como un gario amenazante. El terror de los magníficos párrafos caía como una catilinaria (no sabéis nada, sois unos zotes, malos seminaristas, y además muy feos) sobre aquella clase de alumnos de segundo de Retórica. Nos sentábamos a lo largo de los bancos de cinco en fondo y a mí me correspondía un puesto entre Massolíes y Perea. Ya todo se acababa. Resultaba difícil meter en brida al potro de la imaginación, mientras los ojos se disparaban hacia el tierno paisaje montañés que se desplegaba al otro lado de los vetanos ojivales y que se mostraba insensible a mi tristeza. A los nueve valles poco le importaban las zozobras de mi fracaso escolar, pero era menester encontrar refugio en alguna parte, y mi imaginación corría por aquellas trochas y calellas que conducían a lugares descubiertos y recorridos durante nuestros paseos de los jueves. Aquellos pueblos tenían todos nombres de cantares de gestas y traían a la memoria las entonaciones de la vieja fabla con su acento preñado de dulces cadencias, hitos mágicos de la Castilla vieja: Caranceja, Carrazo, Reocín, Toranzo, Bárcena, La Busta, Quijas, La Veguilla, Villapresente, Ibio, Valdaliega, Villaescusa, Trasmiera y San Vicente de la Barquera. Eran behetrías y merindades, ciudades exentas entre los montes oscuros, amagadas al socaire de collado, entre sernas de sembradura y prados tiesos de hierba segadera, donde pacen las vacadas de huelgo y apuntan al cielo como una adarga de paz idílica las estacas del almiar con sus coloños de alfalfa prieta, a la vera de molinos blancos y arroyos de aguas dúctiles. El paisaje evocaba los primeros días de un cantar de gesta. Santa Illana con sus torres bravías los gobierna. Vi, poco antes de que agonizase el Medioevo, al pie de las casas blasonadas, donde sobre la piedra se estampaban los símbolos de una misteriosa danza heráldica, que tenía un aire sagrado e iniciático, transitar por aquellos cordeles que iban a dar al mar los últimos carros del país tirados por bueyes duendos cargados de heno que hacían balumba al rodar sobre el piso desigual, y escuché cantar a los ejes mientras el boyero marchando delante con la ijada con voz ronca y huesa atacaba un aire de la tierra. Y las aguas pandas de la bahía me parecían más alegres y tristes que nunca. Se detenían y se quedaban como en éxtasis escuchando la tonada del auriga que pasaba con sus mansos. El belfo de los animales, bajo el peso del yugo y la presión de la testuz uncida a la gamella, casi besaba la tierra. Se me quedaron esculpidos en la memoria aquellas escenas de idilio pastoral. Había un Dios callado en la naturaleza, donde el hombre todavía conservaba su estado de gracia, y que no tenía nada que haber con el que nos mostraban los sermones terroríficos del cura que nos dio los ejercicios. Su querencia andaba flotando por las notas de aquella canción de bueyes. Cuando un carretero se arranca con un aire de la tierra, todo se para, contienen la respiración el cielo y la tierra, y un sol condescendiente y beatífico, halagado por tanta belleza, quiere enviar sus rayos con mayor clemencia.

No era Cicerón lo que me pedía el cuerpo en aquellos instantes, sus párrafos escanciados sobre nuestras cabezas por aquel mecenas del infierno, aquel protocanalla de los locos repúblicos, un esténtor que repetía sus monsergas separatistas (Te has “colao”, no eres de los nuestros, participios perfectos a lo zamarro, que es característica prosódica del vascuence), sino las Geórgicas de Virgilio.

Santander fue para mí el primer postigo de la Arcadia, la encartación primigenia donde late ese noble ideal caballeresco que ha orientado mis pasos. En la contramarea del sofión de mi primer fracaso y de aquel viento de repulsa supe tener el timón. Oreanda me aguardaba en un rincón de mis días. Era tu voz, la voz de la tierra y del amor que me llamaba. Martino me había descalificado para la literatura, pero yo empecé a garabatear mis primeros cuentos y poemas por entonces. Me fatigaban, pues desde un primer momento empecé a gozar de ese instinto literario necesario para la originalidad, tanta palinodia sobre Machado y García Lorca, con la que nos querían lavar el cerebro. Los volterianos nunca han sido santo de mi devoción. He vivido desde entonces enterrado entre libros. No me darán gato por liebre. Riudavets, ya entonces, como Oreanda, como Caronte, también me aguardaba enarbolando en su diestra el puñal de la sabiduría.

No considero aquellos ultrajes acreedores de la memoria, porque Dios es memoria y perdón, pero pienso con frecuencia que aquel rechazo en cierta manera ha configurado mi manera de ser. He proyectado mi vida en contra del conjuro formulado por Martino y Larramendi. Con vuestros anatemas me proclamasteis basa angular de un palacio hecho de palabras lanzadas contra el muro del malecón, piedra a piedra, sillar a sillar. Fui eliminado, pero las recusaciones del “Peniciliado” me pusieron en el camino de las grandes rutas, de las que aun me siento peregrino. Eran muchas más hermosas que vuestros sermones las vacas de huelgo rumiando en los prados segaderos y aquellos montes y aquellas fuentes, ese venero de poesía que estalla en lo pueblos solariegos a la sombra de la torre de la colegiata. El año que pasé entre vosotros no fue más que el pago de mi primera contribución al patrimonio del dolor y del desprecio. Con mis humillaciones tributé los adeudos de derrama, de nución, infurción y de fonsadera. Supe que los monasterios, mitad cuarteles, mitad presidios, con un poco de paraísos entre medias, eran legatarios de una misión a la vez temporal y espiritual. Rezar por las almas de los fundadores a perpetuidad y defender a los lugareños del peligro exterior. Entonces como un ideal quijotesco, lleno de libertad, ese loco y maravilloso proyecto que se denomina España. Me topé por las rúas empedradas de Santillana con los caballeros de la cruz, no eran fantasmas, sino algo real y el monje negro, ese emblema hesicasta que yo llevo en los adentros me dio la bendición. Tú no hagas caso, no vuelvas la vista atrás.

Pero, ay amigo, luego vendría Polanco, quien para más inri es un apellido que surge en estos prados de pación legendaria de esa cuna y cuña ilustre de la España solariega que es Santillana, con la rebaja. Él sería uno entre los muchos que han acabado con la patria, un godo de pura cepa.

Incluso fue Comillas el escenario de mi primer amor: Fronilde, la hija de un alojero local. Se asomaba a verme pasar a la hora del paseo.

-¿De dónde eres curín? ¿Y adónde vas?

-De tierra adentro, Fronilde. En mi pueblo hay torres muy altas, sin que desde allí se vea el mar. Hacia ellas ahora me vuelvo, pero no creo que llegue a ninguna parte.

-¿Algún día me escribirás?

-Quizás.

-¿Cuándo cantes la misa? Tú vas a ser arcipreste y a lo mejor llegas a obispo.

-Pues, aunque no te lo creas, estoy aquí de más. Ya me han dado la absoluta y el prefecto me ha dicho que no tengo luces para cura, pero yo lo voy a volver intentar. El curso que viene me matricularé en mi seminario en primero de Filosofía.

-Tú no hagas caso. Eres un mozuco de cara muy lista y todo lo que te propongas lo conseguirás.

-Pero ¿perseveraré?

-Eso depende de ti.

Fronilde no sólo fue mi primer amor sino toda una gran pitonisa.

-Pues cuando me ordene, me acordaré de ti en el memento de vivos.

-Reza por mi padre. Es alojero y pasa más de medio año en Sevilla. No lo vemos el pelo y está algo delicado del estómago. Lo nuestro es la aloja. Hacemos el agua de azúcar mejor del país. ¿Quieres probar un poco?

-Bueno.

Se perdió en la oscuridad y al punto salió con un vaso de agua de miel. No habían llegado por aquel entonces las colas, y la aloja y la gaseosa eran nuestros únicos sorbetes.

-Ten.

-De hoy en un año, Fronilde, y a tu salud. Que seas feliz.

-¿Rica eh? La acabo de sacar del pozo, entre la nieve.

-¿Cuál es la receta?

-Es un secreto familiar. Sólo mi padre sabe hacer aloja. El enigma se lo transmitió mi abuelo y cuando se muera se lo dirá a mi hermano. La tradición viene desde la edad media, no te lo puede decir, curín. Bebela y no te me pongas triste.

Desde el siglo doce este tipo de vendedores ambulantes pregonando obleas y la rica miel de aloja recorrían toda la península, iban a Francia, a Portugal, y a veces cruzaban hasta Inglaterra con su mercadería. Muchos eran pasiegos. Si hay que encontrar un antecedente entre las grandes familias de banqueros que controlan hoy el dinero en el país, los Botín, los Herrero y tal vez los Olarra, había que encontrarlos entre estos vendedores de barquillo y aloja. Ellos fueron los instituidores, con su sentido del ahorro, y la posibilidad de ganancia, del primer capitalismo hispano.

Estaba buenísima. Le di las gracias, partí, nunca más volví a ver, pero la alojera fue la mujer para la que escribí mis primeros versos.

-¿Quieres un poquito más, Toniuco?

-No, gracias, Fronilde. Me tengo que ir, se está haciendo tarde y a las siete suena el timbre de recogida. Hay que estar allí para pasar lista.

Nunca la escribí a la guapa Fronilde, pero su caridad y su comprensión (el amor es lo único que merece la pena en esta vida) trae a la memoria algo amable entre la retahíla de amargos recuerdos de mi estancia en el antiguo caserón : la universidad de ladrillo mudéjar, el seminario menor color del cemento, y el colegio máximo de puertas blancas, todo enjalbegado y recubierto de hiedra y de palmeras. Si el P. Heras fue para mí el buen cirineo, Fronilde representó la ventana que se abría a la belleza. La hija del alojero fue la mujer samaritana que me daba de beber. En mi primera misa fue por ella la primera por la que recé. Su nombre de princesa ocupa un lugar aparte en las preeminencias de mi memoria.

Al pasar debajo del pórtico central entre las enredaderas la piedra del escudo me advertía del símbolo. Sobre un campo de gules aparecía el cáliz de la Iglesia y la sinagoga con el cetro quebrado. Eran los reyes de armas de aquella casa, pero el padre Carral y el bendito Don Claudio López estaban en un error: la sinagoga empuñaba

Sin saberlo yo me lanzaba de cabeza a un mundo dominado por la política bajo la influencia de los amigos del P. Rábago, culpables de los tres grandes sucesos traumáticos del Incomparable y Violento siglo vigésimo: Hiroshima, el descabezamiento de Rusia y la creación del Estado de Israel. He aquí un triunfo de la razón practica, brújula de toda política pero,¿donde queda la conciencia? Habiendo hecho reventar la bomba atómica y alimentado el terrorismo internacional - el chantaje comenzó con la voladura del “Maine”- se erigen en árbitros salvadores de la especie humana.

Dije adiós a la Cardosa una sofocante y lluviosa noche de bochorno de verano un seis de julio. Me sentía muy triste y fracasado al tomar el tren en Torrelavega. A la siguiente mañana cuando llegamos a la estación del Norte ya me había olvidado de mis pesadillas. Madrid era hermoso y acogedor. Toda la capital estaba engalanada y llena de guardias para dar la acogida al presidente Onganía de la Argentina en visita oficial. Me esperaba un largo y cálido verano. Después volvería a ingresar en Segovia y allí estuve hasta cuarto de Teología.

En vez de pronunciar el “Adsum” entonces me marché a París. El sí de la unción tardaría en llegar otros dos años tras mi aventura parisina, pero ese es un fleco que no atinge a este relato de mis corrupciones, perversiones, perplejidades, desencantos y paradojas de la fortuna voltaria. Ha de bautizarse a aquella perínclita quinta del sesenta y cuatro como la gran Promoción Ex.

Ese verano en París fue determinante. Cuando dejé a los vascos viví en un cuchitril de poco más de tres metros cuadrados donde no podía erguirme, cocinaba en cuclillas y permanecía tumbado en un camastro para ahorrar fuerzas horas y horas, pero la buhardilla tenía un belvedere con vistas a los Campos Elíseos. Me sentía débil porque me alimentaba sólo de leche, cartones y cartones, pero estaba en París, que no es poco. Me impresionó el silencio del metro, sus vagones destartalados, la gente no leía periódicos sino libros de bolsillo, la ciudad me acogió en sus brazos con su aire impersonal, cosmopolita. París tenía una forma especial de oler y de respirar, enseguida lo capté. Frecuenté -cómo no- el 53 de la Rue de la Pompe donde había un hogar para españoles, allí se me puso en contacto con una empresa que contrataba mano de obra no cualificada de aparceros y de jornaleros. Trabajé como ascensorista en un montacargas, en una lavandería y hasta en una fábrica de prendas femeninas poniendo etiquetas, donde discutí con un marroquí que por poco me cuesta la vida en el ardor del agosto parisino. Luego empaqueté periódicos en las oficinas del Herald Tribune donde un americano al vernos llegar todas las mañanas decía:”Adelante la Sorbona”. Entre los empacadores había una bailarina del ballet Bolshoy. Nunca he visto un cuerpo tan elástico ni unas piernas tan bien talladas. En el verano del sesenta y cuatro lo que sobraba era trabajo en aquella encantadora ciudad. El mundo estaba a nuestros pies, acabábamos de cumplir veinte años, debía de ser por eso.

Cerca del Ayuntamiento, entre cuatro alquilamos una alcoba. Encontrar alojamiento era un poco más difícil que lo de la chambra. Yo tenía la mosca tras la oreja después del incidente con los vascos, pero en aquella ocasión no fui testigo de hechos bochornosos, ni estuvo en peligro mi seguridad. Era un cuarto limpio y los días se desenvolvieron con tanta normalidad que ahora mismo no caigo ni en el rostro ni en los nombres de aquellos con los que compartí el derecho a cocina. Se me han borrado del recuerdo, todos eran españoles, eso sí, pero no tan problemáticos como los amigos del cura Usategui. Cuando alguna vez estoy triste y quiero soñar, la mirada del recuerdo revierte a aquella pensión en que viví cerca del parisino Hotel de Ville.

Permanecí en la Ciudad de la Luz hasta bien entrado el otoño. Todo el mundo regresaba a España; por el contrario, yo compré un billete en la Gare du Nord con destino la estación Victoria. Aparte de que adelgacé sobremanera no tuve ninguna experiencia digna de mención, ningún pasaje truculento acreedor de ser puesto en perspectiva por el gran Torbado. Sin embargo, pienso que muchos de los personajes de las “Corrupciones” se cruzaron en mi camino. ¡Tiempos que no volverán!

 

Lo que no se olvidará mientras viva fue lo que me sucedió en mi encuentro con mi amigo el “ex”, al que ya ha aludido. Fue una prueba que Dios quiso ponerme en la senda para dar a entender que durante nuestro vivir no hemos de bajar la guardia. Estaba yo muy bajo de moral porque no había probado alimento durante cerca de una semana y además creo que alucinaba.

Durante el camino hacia la chambre fuimos recapitulando sobre nombres y anécdotas de gente a la recordaríamos toda la vida: el P. Penagos, que hablaba tan deprisa que apenas se le entendía; del P. Mayor, el mejor latinista; de Heras, nuestro prefecto, un maestrillo de Burgos, al que yo llegué a querer.

-Casi perdono a los jesuitas porque aquel hombre, que era un santo, era un buen hijo de san Ignacio. De Larramendi y de alguno que otro no guardo buen recuerdo.

-El P. Heras lo dejó.

-Ah, sí.

-Y también lo he dejado yo, - dijo Iñigo - Y aquí me tienes en París. La vida da muchas vueltas.

-Más que el corazón de una pelandusca de Pigalle.

-ya hemos llegado. Sube.

-Franqueamos un portal del Distrito dieciséis, uno de esos edificios estilo fin de siglo, con tejados de pizarra y balaustradas en las plantas nobles, testimonio en piedra de que aquella ciudad había sido el ombligo del mundo. La “concièrge” una señora cuarentona con el pelo blanco con un “Gitane” de vaina amarilla en la comisura de los labios me miró de arriba abajo y mi amigo tuvo que darle explicaciones de que yo era un condiscípulo suyo al que había invitado a pasar la noche. Ella largó una Maximinofada ininteligible en el que se adivinaba el mal humor.

- “Dites, donc, les espagnols”.

Se fue refunfuñando. Pero Usategui la corrigió.

- “Pas d españols. Nous sommes basques, madamme du Pont”.

-Tu ĺen est aussi, toi.- dijo dirigiendose al que suscribe

-Yo no. Soy del interior, pero mire mi noble nariz, señora.” Tous les castellaines ont de basques quelque chose”.

-Ah bon - gritó la matrona con su voz de jilguero, pero sin demasiado interés por la cuestión.

A mí tampoco me parecía la variedad regional tan significativa, aunque mi segundo apellido sea vasco. Pero noté que mi amigo, tan risueño en otras cosas, esto de la nacionalidad no se lo tomaba a broma. El bueno de Usategui, como más adelante conseguí comprobar, se tomaba muy a pecho la cuestión racial, aunque jamás lo entenderé, pues pienso que todos pertenecemos a una raza única, la humana. Lo que único que nos diferencian son las peculiaridades culturales del medio, el clima, el suelo, las creencias, pero él era un cucarro, un trabucaire clérigo. Carlista de pura cepa. Estaba metido en la causa hasta las cachas. Puede que yo fuera también algo vascuence, pues tengo la cabeza grande y la nariz poderosa, las caderas anchas, y unas buenas manazas para pegarle a la pelota, he corrido un par de veces en los encierros de Cuéllar y porque la región donde nací fue poblada por navarros. Hicimos un fetiche de la religión. Esta es la diferencia mayor a grandes rasgos entres Castilla y León. Los leoneses son descendientes de asturianos y gallegos.

Subimos hasta una buhardilla en el último piso. La habitación estaba llena de humo y de guisos recientes. Había como diez tíos hablando en vascuence. Al sentirnos llegar, suspendieron la conversación. Vibraba en el tono de su voz y en sus ademanes un tufo de conspiración. Todos ellos se decían refugiados políticos. De las paredes colgaban carteles de Fidel Castro, de Marx y de Lenin, que me hicieron sentirme algo cohibido.

-No preocupar. El que traigo aquí es de confianza, pues. Cura ha sido.

Esto pareció tranquilizarles a los vizcaitarras y siguieron a lo suyo, pero yo pude captar que soltaban pestes del régimen de Franco y que estaban preparando algo gordo. A lo tonto yo me había dado de bruces con el primer embrión de una organización terrorista que iba a ser protagonista de la triste actualidad española lustros enteros, durante la dictadura primero y más tarde con la democracia. Entonces no me daba cuenta de que aquellos tíos con cara de aldeanos iluminados que tenían pinta de aizkolaris y que se parecían un poco a Urtain acabarían por envenenar la historia de España. Eta había nacido en un seminario y mi amigo el inocente y simpático Usategui sería uno de sus impulsores. ¡Quién me lo iba a decir a mí por ese entonces!, pero la vida da más vueltas que el corazón de una puta de lujo. No reconocía casi a mi antiguo amigo el baracaldés de la perenne sonrisa. Siempre inmerso en su parsimonia. Todo lo hacía con facilidad. Sólo su alegre rostro cobraba un perfil adusto cuando se refería a un tema de sus predilecciones: la represión franquista, un asunto que yo no entendía demasiado, pero a él le gustaba hablar de gudaris, del cerco de Bilbao, el cinturón de hierro, la represión de los fascistas. Yo era de zona nacional. Los rojos habían matado a varios miembros de mi familia. Las ideas del baracaldés me sonaban a algo como formuladas de otra galaxia, mas no por eso dejaba de ser mi amigo. Por mi parte yo también debía de parecerle un extraterrestre al defender la causa de los nacionales. Mi padre, al que yo consideraba casi como un dios, y al que he adorado durante mis días, peleó al lado de Franco. Pero allí, también en el seminario, había dos Españas. Los superiores trataban con un cariño especial a los de Bilbao. Apellidos como Aburto, Arriola, Echeverría y Aguigorriaga siempre salían en el cuadro de honor. Y a mí el P. Larramendi, el profesor de latín, desde un principio, me tomó ojeriza como a los de Zamora, a los de Valladolid y a un tío de Guadalajara. Tuve que pegarle una paliza -veinte, dos-a Usategui para que se me empezase a tomar en consideración. Éste se me coló, me espetó Larramendi al que apodaban el “peniciliado”(sus malos pelos le acaban sobre la testa en forma de pincel) una vez que le fui a contar mis problemas de adaptación. Me hizo llorar.

 

 

 

En Comillas se comía mejor que en otros seminarios. Allí iba la crema de la crema de todas las diócesis. Pero yo demostré que también sé tener agallas, reverendo padre. Nada, nada. Tú te marchas. No das el coeficiente. También debió de influir que yo era pobre. De casa no me mandaban dinero como aquellos vascos de Bilbao y de San Sebastián muchos de los cuales tenían por padres a empresarios y a gente de dinero. Conocí que había dos Españas y que los vascos eran los mejores, los más altos, los más bonitos, los que sabían más latín o matemáticas, pero, que se chinchen, yo había pegado una paliza al frontón al gran campeón. Pero ¿ha sido ese canijo de Segovia? Si parece que no puede ni con los calzones. Pegué el estirón. No me servía la sotana que, a través de mi madre, había heredado de un canónigo el magistral de aquella santa iglesia catedral, don Bienve. Me quedaba muy corta porque este beneficiado todo lo que tenía de pequeño lo tenía de inteligente. Quizás me contagió su ropa la perspicacia de aquel clérigo para las cuestiones canónicas, su capacidad memorística, su verbo inflamado, pero no sus posibles ni su riqueza. De casa no me mandaban dinero para hacerme una nueva, no teníamos dinero para comprarme otra. Pero ¿cómo vas así, Maximino, hecho una adefesio? La sotana te queda como un tres cuartos. No tengo dinero para comprarme otra. Mi padre es militar de baja graduación.

Duré un año en Comillas. El P. Larramendi me echó, pero al curso siguiente me readmitieron en mi seminario. Volví con las orejas gachas. Pero en Comillas aprendí que había dos Españas y que la guerra la habían perdido los alemanes. El P. Rábago, nuestro profesor de Física, hablaba el inglés perfectamente y estuvo en Madrid haciendo de interprete cuando vino Eisenhower. También había ricos y pobres. No todos eramos iguales. Yo caía en la segunda selección. Nunca conseguí entender la animada conversación exaltada y cerril de los vascongados contra Castilla. Es como un cáncer que acabará con el ser de mi patria a la que he querido tanto y he defendido siempre, incluso contra las imposturas y poca altura de miras que ha demostrado la Iglesia. Usategui era bueno y servicial. Le perdía sólo su pasión nacionalista. La cabellera del “Penicilico” recordaba una barza de heno y sus manos delgadas, cubiertas de vello, sostenían el florilegio de autores latinos con los discursos de Cicerón en el aula de paredes blancas, con aliños de pupitre de roble, dispuestos en forma de satélites alrededor de la mesa doctoral. El aula era grande y se encontraba bien iluminada por cinco ventanales con remate en ojiva, que abrían, pasada la Cardosa, un paisaje de cuencas y sernas. En días de sol aquel escenario se iluminaba con el cromatismo de todas las variantes del espectro. Todo el valle parecía sumido en el estridor de una fiesta. Por aquel iconostasio o mural de hermosura desfilaron los sueños de mi adolescencia. Comillas supuso un tiempo de nueve meses de contemplación, pero ya el curso tocaba a su fin, todo se acababa. Resultaba difícil meter en brida al potro de la imaginación, mientras los ojos en horas de clase se distraían contemplando lontananzas y añoranzas de los lugares recorridos durante las marchas y paseos de los jueves por la tarde. Eran lugares con nombre de romanceros, hitos mágicos de la España caballeresca. Todos se han hecho acreedores en mi memoria de un sitio de honor: Caranceja, Cerrazo, Reocín, Bárcena, La Busta, Quijas, Veguilla, Trasmiera, Ibio, Carriedo, Valdaliega, Toranzo, Villaescusa, Trasmiera y San Vicente. Eran montes oscuros de los que a las veces el verde triunfal se sentía transfigurado por el blanco de cal de las minas de potasa y del litoral de monte bajo formando landas y ensenadas hacia la ribera. ¡Qué lejos estaba aquel Usategui comillense del otro de la buhardilla de París! La generación ex había pasado por las horcas caudinas de las corrupciones.

 

Fin

21 de enero de 2000

1Leche ligera es lo light, lo políticamente correcto, no nos metamos en tremedales. Haga pedestrismo y haga zapeo. Ponga usted al mundo a paso ligero. Sin embargo, el que esto escribe prefiere el paso largo

 AL SUBIR DE LA CORDOSA. RECUERDOS COMILLENSES

 

 

POR ANTONIO PARRA GALINDO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LAS CORRUPCIONES DE TORBADO Y LAS MÍAS

 

 

El “Barbas”, uno de los personajes de “Las Corrupciones”, la novela que define a la generación del 68, con tanta fuerza y certinidad literaria como pudiera ser el caso de La “Colmena” con respecto a la quinta del 36, que pasa por buque insignia de la brillante escuela de postguerra- constituye el personaje mejor definido de esta gran novela de Jesús Torbado, al que silencia aposta y ningunean los mandarines de la literatura mala leche ligera1, plagada de tópicos, lugares comunes y de autores extranjeros. Aquí mandan los de siempre. Son los hijos de Julián Marías, no los de María (ya quisiéramos) los que manejan el cotarro.

Conque y a pesar de todo, supo Torbado situar al hijo de sus sueños bajo una perspectiva profética, al retratar a un comunista español, hijo de papá, que hambrea y hopea su anhelo de aventura y su picaresca por la orilla izquierda del Sena. Quiere conseguir una beca para universidad Lumumba de Moscú. Deja aparcado su deseo y cambia la dialéctica de Marx y Lenin por los trastos de reproducir. Se convierte en gigoló. A cambio de los favores sexuales a una señorona se olvida de sus ideales de reforma de la injusticia.

He aquí todo un Romeo al que sólo le faltaba el Alfa, que le compra su entretenida, para lograr las metas que se había fijado para esta vida. La señora baronesa lo viste de punta en blanco con trajes y fular de Pierre Cardin. Ya no quiere ser comunista. Cambia sus inquietudes por un descapotable. Y a vivir.

En el “Barbas”, Torbado acierta a columbrar las entretelas de una corriente subterránea. En su héroe traza la etopeya de un tránsfuga, sin ideario fijo, amoral, pesetero, ambivalente, y siempre bien instalado en el flujo del río que nos lleva. Dios nos libre de nadar contra corriente. Es la herencia del pícaro que recorre toda la literatura española. Nos fuimos a París, pero lo de cambiar el mundo no era más que una añagaza. Lo que en realidad queríamos era subir, medrar, la conquista del poder. Sin embargo, hubo entre ellos algunos, entre los que me cuento, que no quisimos vender nuestra alma al diablo. Vale más nuestra dignidad que un plato de lentejas.

Por lo visto, el Barbas supo evolucionar desde las barricadas de la contestación a un lugar al sol que más calienta, como son las sillas ministeriales, los cargos y los centros de poder. La burocracia destruyó los sueños falangistas y este tic lo heredaron los que vinieron con la democracia convirtiendo a España en solio de las corrupciones, una palabra entre nosotros de todos los días. Torbado en esta novela se viste de la tiara profética. El PSOE, los peperos, los separatistas del CiU y de la margen del Nervión por cuya orilla pasaba una gabarra son ua seguda edición corregida y aumentada de los vicios del franquismo.

 Su metamorfosis es metafísica. Su personalidad, absolutamente del tiempo que nos ha tocado vivir. Abundaron las metempsicosis, los cambios de sexo y de pareja. Aquí el que no corre vuela. Torbado estaba, a lo mejor sin proponerselo, haciendo la prognosis de la Transición Gloriosa, y, tal vez, radiografiándose a sí mismo.

En un guateque en una buhardilla, con picú, extranjeras que se daban bien, ginebra de garrafón, amor libre en plan alfombra y vomitonas sobre la colcha, a este personaje lo dan de hostias. No hay cosa más tragicómica que cuando a los que en amor siguen el mal consejo de Onán se les pone en cama redonda, saben que la simiente nunca ha de ser suya. Habíamos quebrantado la ley del “levirato” y hubimos de atenernos a las consecuencias: a una condena bíblica. En el texto no hay mariconería ni uranismo. Era lo que nos faltaba para trazar una panorámica de la España de hoy donde el clan gay es todo un poder fáctico introducido en los mismos muros de la iglesia omo un auténtico caballo de Troya.

El que le solmena es precisamente un inocente, un partidario de la no-violencia. Un ex seminarista. En esta generación todos hemos empezado por un ex, lo cual hace la composición de lugar de tanto acontecer. Como prueba que nuestro destino se halla en las estrellas, si mi primer coche fue un seiscientos que empezaba por seis, seis, seis, el segundo un Miraflores rematado en el sufijo fatídico de “ex”, venía a demostrar que yo soy miembro de la generación x.

Todo lo nuestro es una incógnita, como la distancia de pi, que sigue sin resolverse. Según los logaritmos, la penúltima letra del abecedario engloba todas las incógnitas del espectro. Hemos sido la promoción del Enigma, pasamos por esta tierra como una leva desconocida, pero dejemos de fantasear.

A un tercer grado cáustico nos someterían las perversas fuerzas del hado. Novelar es dominar, hallarse en posesión de las riendas de la creación. Por eso, los grandes escritores y poetas consiguen arrebatar a los dioses el fuego sagrado, quitarles algo que es privativo de su preeminencia ontológica: la facultad de hacer y deshacer cosmos a capricho. Torbado pertenece a esa estirpe de privilegiada casta de artistas capaces de sacar vida de la nada, insuflar alma al puro caos. Tienen la facultad de articular mundos con vida apropiada, y hombres que echan a andar bajo la carpa de cielos hialinos o emplomados, que se aman y se destrozan, viento que alienta, rosas que huelen, y ríos y montañas que no son paisajes del belén sino verdaderas cimas y abismos.

Llevan dentro esa carga de tracción de sangre que en movimiento pone a los buenos percherones literarios. Resultado: el transporte onírico, y, eventualmente, el agarrar por la punta del pelo al lector subiéndolo, como hizo el ángel con el profeta Ezequiel, en volandas al Carro de Tespis, que florezca la tierra y rían los cielos con carcajadas definitivas, consiguiendo que el ser humano  pierda su horizontalidad de bípedo (hay algunos que aun se arrastran a cuatro manos), levantarlo camino de las estrellas, y conducirlo a otros mundos. Eso es ángel. Algo que los dioses que dan gratis y reservan a unos cuantos afortunados, de lo más escogido del Huerto de las Musas.

José Antonio Fernández, el protagonista de la inmensa novela río, con una traza argumentativa potente y congruente, nada light, ni vino flojo ni suelo arijo[1], sino un peso pesado del arte de contar, siguiendo los pasos de Flaubert, Maupassant, Tolstoi, Dostoievski o Somerset Maughan, es quien le cruza dos sopapos bien dados al lechuguino. Estaba como poseído por esas vehemencias paulinas del que acusaba haber practicado esa gimnasia mental escolástica, con la que se preparaba para ser atleta de Cristo. Quizá todavía un mínimo de decencia conserve, a pesar de las corrupciones a las que es sometido. ¿Corrupciones o confesiones? Es una secuencia de deterioros ambientales y de valores que están cayendo en picado: la Iglesia inmersa en la crisis más grave de su historia, la familia que empieza a dar síntomas de agotamiento, la sociedad, el sindicato, la amistad y el amor. No ya meramente hay moros en la costa, sino que ya ha entrado toda la jarca.

No arremete a su amigo porque haya pretendido quitarle a su novia griega, sino porque ve en el Barbas reflejado su propio desencanto. Le grita, lo zarandea, pero, al hacerlo, se está zarandeando a sí mismo. Esta es una historia a caballo entre la esperanza y la desesperación, espejo de un tiempo de juventud inconsciente y generoso, vivido al calor de la bohemia. Al igual que en la novela de Melville, este Moby Dick de la revolución de terciopelo se mantiene incólume en medio de la marejada de corrupciones y, consecuente consigo mismo, acaba defenestrándose desde lo alto de la Torre Eiffel, cuando llega a sus manos un mensaje del padre de su amada, Anika, desde Estocolmo, anunciándole que ésta había cometido suicidio. “Selbstmord” es la palabra que retumba en sus oídos igual que una maldición y la voz de la conciencia que dice: “yo la maté”. Se trata de un conjuro del destino formulado contra él.

Ubi sunt?”.¿Qué fue de aquel furor de vivir? ¿Dónde fue a parar tanto frenesí? ¿Qué se hizo de tanto galán? Pienso que alguien se ha encargado de rebajarnos los humos a todos nosotros. Os pasarán la pluma por el pico. Al diablo todo. Cohen Bendito, aquel Daniel el Rojo, inspirador del levantamiento del mayo francés, no era más que un tigre de papel, aunque nos pareciera un atlante por entonces. Hoy está instalado. Ficha cada mañana en Francfort en las oficinas de una multinacional. Joan Baez es una estrella que se ha extinguido. Los hippies de MacKenzie no llevan su oblada de flores a San Francisco. Se ha acabado lo que se daba, se rayó el disco, y nosotros con él. Otros han muerto.

Parece que José Antonio Fernández lo adivinaba. Los cisnes se han transformado en gansos y esos ánsares no hacen otra cosa que graznar con gemido lúgubre. Ahora los arúspices recogerían en un cartulario magnético el registro de tales vibraciones proféticas. Este libro crea una tensión elegíaca dentro de mí.

Trataré de explicar a humo de pajas el argumento: un novicio dominico, que, por lo que describe, debió de ser el de Caldas de Besaya, Cantabria, donde también profesó Torbado (las mejores novelas son las que tienen un apoyo autobiográfico) cuando declina su vocación descubre que la vida no es digna de vivirse encerrada en un silogismo, por la sencilla razón de que carece de lógica. Es indomeñable. Los universales no abarcan los particulares, como pretendían las súmulas tomistas en su estética aristotélica tan bella como inalcanzable. Era una dialéctica como hecha para ángeles, no para hombres. Resultaba todo tan excesivo, demasiado para que lo aguantasen cuerpo y alma sin enloquecer. Nuestras almas y nuestros cuerpos no estaban hechas para volar. Todo lo más para caminar al trote. O al paso ligero que nos marcaron en la mili, a las voces del sargento.

-Media vuelta… Ar

Y como resultado, al cabo de una crisis religiosa, Fray J. Antonio descubre que no se llama ni José Antonio ni Fernández. Había nacido en un hospicio y era expósito. Seguramente de origen húngaro. Sus padres adoptivos lo habían metido a los diez años en aquella bella jaula de oro entre montañas y aguas termales. También descubre que tampoco tiene vocación. Un enamoriscamiento primerizo con una muchacha del pueblo durante unas comedias que echaron los seminaristas en jornada de puertas abiertas, por vísperas de Reyes, tuvo la culpa de esa decisión. Las escenas que describen la evolución de este primer amor son un dechado de delicadeza literaria y de penetración psicológica, un caso de precocidad genial, porque Torbado escribió esta obra maestra a los diecinueve años. Todos los españoles hasta aquella generación nos enamoramos o en las comedias, o en un baile de candil o en el paseo por la Calle Real. Los noviazgos con chica formal habían de ser largos, pero tampoco faltaban los fogonazos de amor a primera vista.

De remate, cuelga los hábitos y se planta en Madrid con lo puesto. Aun se le notaba al marchar, como a todos los ex seminaristas, esos andares desencajados, el pie valgo de curilla, el pavor ante los desconocido, la falta de desenvoltura para con las mujeres, y esa alma como bisunta que tiende hacia la vida ordenada y al ocio contemplativo pero sometida a las exigencias de la carne. Producto quizás de una mala educación sentimental. Para conseguir la pureza, nos decían, fíjate, nada mejor que el miedo al infierno, las duchas de agua fría, y una alimentación a base de judías verdes, mucha lechuga y, alguna vez, de cena, huevos con patatas fritas.

No se puede vivir con el alma partida, nadie puede amar a Dios sin conocerlo. Lo que instiló e deseo de conocimiento fue el amor divino reflejado en sus criaturas. Resulta que el pobre J. Antonio era un místico. Este personaje de Torbado me ha servido de espejo al cabo del tiempo. En este libro me monté, cual si de cola de escoba de bruja se tratara, en la moviola retrospectiva del tiempo; un paso atrás y el espejo me ha devuelto color mate una imagen que casi ni reconozco, pero atravesada de fulgores lancinantes. Soy yo mismo.

Si la verdad está en los números, lo vividero hay que pasar a buscarlo a los libros.

Era un místico a redropelo, un anacoreta a destajo y en contra de su voluntad, que lleva su soledad en el desierto de París, después de su amarga experiencia de rebotado y de menestral español a lo que salga. Había trabajado en la construcción de casas baratas, y, como nadie puede pisar su propia sombra y el destino te talla a ti, que no tú a él, el escritor Torbado estaba designado a comprarse un piso con el dinero que le dieron con lo del Premio Alfaguara. Yo lo conocí como alumno de la Escuela de Periodismo de la Iglesia.

La palabra nos lleva a donde quiere, y aboca con frecuencia al descubrimiento de nuestros equivalentes. José Antonio desconocía fuera un místico. Fue ese idealismo panteísta que aprendimos en la celda con el pensum y los himnos marianos, esa sed de universales a través de particulares en tardes de melancolía  y de ilusión infinita, el que abrió los postigos de los claustros. Los seminarios quedaron vacíos. Vino una barrida, sopló el viento del desierto, y nos pusimos todos en movimiento. Se produjo la desbandada simultanea al concilio Vaticano II. La SRI se autoinmoló, dejó de ser la misma ¿Lo del 68 fue un movimiento o una movida?

Partimos en busca de un punto de fuga, un asidero de la palanca, pero tampoco, al otro lado de las montañas cuyo perfil contemplábamos tarde tras tarde desde la ventana del estudio, había pestillos ni palancas. No había risueñas lontananzas y todos los países venían a ser lo mismo. Sin embargo, el viaje, desde el género de novelas de caballerías, es el motor que hace andar el carro. La literatura es una escabullida jalonada de insensatez maravillosa. Nos invitaron a vivir nuestro propio cuento de hadas y no declinamos la oferta aún a costa de pasar hambre y arrostrar toda clase de peligros. No pocos quedaron atrapados en la vorágine.

Allí no estaba la arcadia ni el paraíso de los caballeros andantes. No había orden ni concierto para los que nos pasamos la infancia creyendo en la armonía de las esferas y la congruencia de todo. ([2])

Nos dimos cuenta que habíamos vivido demasiado arropados y protegidos una vida que no era nuestra al sesgo de una disciplina y un horario a toque de campana. El mundo se estaba haciendo añicos y nosotros vivíamos arropados al calorcillo de un sistema de valores injerto en la edad media, que no se correspondía a la realidad del momento. El hilomorfismo ([3]) aristotélico no explicaba la realidad que se avecinaba. ¿Materia y forma compatibilizan pero no constituirán una antigualla en el siglo XXI? ¿Dónde está el alma? Habíamos sido adoctrinados en una trascendencia que nada tenía que ver con el día a día del hombre de la calle.

Teníamos madera de santos, de apóstoles, pero acabamos repartiendo leña, o nos la dieron, en las manifestaciones contra los “grises”. ¿A quién íbamos a evangelizar nosotros pobres diablos ignorantes, que de la vida nos sabíamos de la misa la media, y nos prepararon mal? No obstante, aquella generación conoció un tiempo de grandeza genial. La primera medida congruente fue colgar los hábitos antes de que el concilio vaticano proscribiera la sotana.

Pero el simún aquel que ya soplaba se llevó nuestros bonetes, nuestras becas rojos, los fajines de donado, y nuestras esclavinas. Se manchó en los cenagales de Pigalle, el Soho o el St. Pauli el distintivo azul, símbolo de pureza, que un día nos entregaron para parecernos más a la Inmaculada. Haría volar aquel viento del desierto las páginas del Errandonea y del Raimundo de Miguel, que uncieron nuestras vidas a la subyugante latinidad.

Aquel viento tiró por tierra nuestras torres airadas, arrastró camino del valle nuestras becas rojas de estudiante y las hopalandas conventuales, colándose por los resquicios del alma. Algo nuevo estaba a punto de empezar. Pocos ciclos históricos hubo tan sometidos a aquella presión demoledora de la acción secular que en poco más de dos décadas todo lo trastocó.

Se acabaron los paseos interminables por los vericuetos extramuros y los lozanos campillos en mediodías de tedio y sequedad, cuando íbamos y veníamos al lado de las murallas, y con ello los regímenes de visita de nuestras madres con la muda, el talego con el matute para reforzar las calorías de aquella pitanza conventual que era rancho cuartelero  y a veces pré de cárcel, mientras rezábamos a la Madona de los Tránsitos que nos amparase. No habría en adelante más visitas al sagrario y una hora fija para alzarse y acostarse. Ni registros de conciencia al terminar el día, ni retiros a fin de mes, ni aquellos ejercicios espirituales cada año que daba un fraile especialista. Siempre eran los mismos gritos, las amenazas del infierno y el numerito de mostrar la calavera encendida mientras se apagaban todas las luces de la capilla. El efecto sobre nuestras blandas conciencias fue terrorífico. Y no es porque yo lo diga pero unas cuantas sesiones descriptivas de penas del infierno tampoco nos vino mal psicológicamente.

Hoy, desparecido el Leteo, las hartonas de la tele lo han substituido por colesterol, cáncer, enfermedades venéreas y los kilos. Antes los diablos eran todos esqueléticos. Ahora se nos muestra a los condenados como pobres diablos rollizos y que, para colmo, fuman. Seguimos sin haberle ganado a la muerte la partida. Sin embargo, por aquellos días ¿cómo comprender tanta muerte cuando aun no habíamos empezado a vivir? El miedo guarda la viña. Predicando sobre ella constantemente se nos tenía sujetos. Pero también nos estábamos volviendo unos desquiciados. Tiempo adelante, se nos abrirían los ojos. Llegaríamos muchos por nuestra cuenta al convencimiento de que el Dios que nos planteaban los jesuitas no era sino una caricatura de sí mismo. Se trataba de un Dios muy burgués: personaje cominero, mensurable y contable. A tanto por barba. Si tú me das esto, yo te doy lo otro. Si pecas de pensamiento, son tres padrenuestros de penitencia. Si pecas de obra, trescientos, y así, sucesivamente.

Era un Dios fabricado a nuestra imagen y semejanza egoísta, meticuloso y severo, impervio e infranqueable, particularista y nada coral, lejos del alcance de nuestros pronósticos y de nuestros desalientos. No era el Resucitado con rostro humano que luego aprendimos cuando nos curtió la vida. Sin embargo, la semilla quedó lanzada. Dice Zamacois ese gran novelista psicólogo que los hombres inventaron la Religión por miedo a Dios y la Justicia por miedo a la Ley. Júpiter y Themis cabalgan la misma montura.

 A través de aquella horma en la que nos metieron fueron moldeando poco a poco al Cristo sin prejuicios, señor de la historia. De forma imperceptible y sin casi quererlo nos fueron introduciendo en el amor y el conocimiento del Gran Rey. Los jesuitas, contra los que nos rebelamos, consiguieron que dejásemos de ser rahez para convertirnos a la casta del cielo, en raza de los elegidos. Tampoco era la culpa de aquellos pobres sacerdotes, si tuvieron fallos. Como dice San Agustín nunca te quejes ni preguntes qué es esto ni por qué. Porque eres hombre. Ellos nos dieron lo mejor que tenían, con lo poco o lo mucho que sabían. Fue justo que quedasen vacías las aulas de los noviciados y que sobre Roma lloviesen en avalancha las peticiones de secularización.

No obstante, en medio de la tempestad y flotando sobre aquella borrasca de crisis interiores lucía perenne la llama del fuego sagrado.

Ahora, al cabo de mucho tiempo y con costurones y heridas en el alma (dejamos la piel en el combate) se presentan ante el mundo y sus vanidades los que una mañana de Témporas dijeron:“Adsum”([4]).

 Entonces no comprendieron el sentido de su convocatoria; ahora sí. El vínculo sacerdotal es permanente. Esa promesa de servidumbre al Cristo total formulada ante el obispo nos ligaba bajo juramento a un hermoso proyecto soteriológico. Aquel día nos habían atado las manos. El nudo no se podrá ya deshacer. Es indeleble. Para el óleo de la unción no hay asperges. No se borra ni con papel de lija.

Me pregunto si no irían metidos en aquella desbandada general los apóstoles de los últimos días. La cuestión personal mía, que debe de ser la de otros muchos que se encuentran en mi misma situación, llega en una tesitura difícil para la Iglesia. ¿Serán en todo caso las víctimas las que salven a sus verdugos de antaño? El mundo estaba cambiando.

Muchos sabíamos que la solución no vendría atada a las resoluciones del tan traído y tan llevado Concilio sino en la reforma radical que la pusiese a cobro de sus enemigos, tanto internos: la gazmoñería, el clericalismo, como externos: la prevaricación y la secularización. Intuíamos el peligro de la mano de la frase evangélica “mirad que portáis un tesoro escondido en frágil vasija de barro”. Cuanto más Vaticano, menos cristianismo. Roma pecó. Nos sentíamos desamparados; un poco, como los hijos de la noche. Nadie tiene la verdad absoluta en sus dominios, no se ha formulado la última palabra. El depósito de la  fe,  de un credo unívoco, yacía consignado en el corazón de Cristo, y era el dracma enterrado que habría que exhumar, pero nosotros con nuestros altercados y nuestros gritos de aula magna, los anatemas y las memeces retóricas, tirábamos su herencia por la borda. Mientras nosotros vamos a piñón fijo, Él mueve todos los resortes. Su visión del tiempo y el espacio es panóptica, no admite segmentaciones. La apostasía de las masas fue el paso siguiente al desbarajuste y confusión que ofrecía aquella tribu de jerarcas aferrada a la letra muerta, que sólo creía en la perduración de sí misma.

Muy sagaz MacLuhan, cuando dijo que lo que importa es el medio, no el mensaje. Los obispos tenían un oído muy sutil para sintonizar con los cambios de rumbo de los vientos marcados en los giros de veleta. Para percibir las frecuencias de onda de la minoría que dirige a las mayorías. Por eso, se ponen siempre de parte del fuerte, pero nosotros no éramos apoderados de renta vitalicia sino los paraninfos que pregonaban un mundo nuevo, los heraldos del amor.

Las ratas empezaron a abandonar el barco, pero nosotros, los que nos salimos o nos  echaron de aquellos seminarios superpoblados de los cincuenta y sesenta, seguimos amarrándonos al tablón de una fe visceral y, aun con el agua al cuello, nos consideramos los portadores del estandarte del Paráclito.

Si no pudo ser entonces, nuestro sueño podría llegar ahora. Los dedos divinos hilan muy fino sobre la pleita de la historia. Los plazos del carisma tienen mayor longura que las tablas con las que operan los planificadores de la economía. Hubiera sido terrible convertirse en un obispo al estilo de Setién, otro alumno aventajado de los jesuitas. Aquella dispersión general, aquel rompan filas que sonaría en nuestras orejas como un gemido de atabales, o como una contraseña apocalíptica, sólo se entiende ahora de un modo explícito, al cabo de tanto tiempo. ¿Dedo de Dios o mera concurrencia fortuita?

Medio siglo no es nada en la historia. Nos desapuntamos entonces de una organización que sonaba a hueco, y que quería hacer de nosotros apóstoles cuando aún no nos había zurrado la badana la vida. Por los rincones en los altares laterales donde hacía tiempo que se dejó de decir misa olía a gatuno y a pis de vieja, provenía de no sé donde una emanación agria a rancio sepulcral. Sobraban los retablos. Nunca desertamos de Xpto. Y cada noche invocábamos a NªSª.

El Barbas al mirar hacia Moscú había oído campanada y no sabía dónde. Amábamos las iglesias, y no las queríamos destruir, sólo reformar. Nos sobraron agallas para largarnos a París, o a Londres o a Estocolmo, con una guitarra bajo el brazo, unos pocos duros y un cartón de “Celtas Largos” en el zurrón. Desconocíamos adónde íbamos pero queríamos llegar a alguna parte. La Estrella de la Mañana guió los pasos de nuestro exilio. Ella es la que salva y purifica conduciéndonos al Hijo.

Al fin y al cabo, el catolicismo no consiste sino en un combinado perfecto de humanismo y de soteriología cargada de tradición y de símbolos. Constituye la mejor salida ecléctica a los problemas, porque la palabra Iglesia en su acepción estricta de asamblea, combina realidades vivas. Es un círculo infinito. No comprendíamos aquel tiempo, éramos unos caloyos, y, sin embargo, querían hacer de nosotros, nada menos que, unos presbíteros. La obsesión por la pureza daba frutos malignos. Incluso algunos superdotados como Pablo y Agustín se las vieron y desearon para poner la carne bajo férula. Sin embargo, quizás fuera pecaminoso convertir al celibato en una obsesión. Mandaron que maceráramos nuestras espaldas con flagelos y cilicios, y a algunos les cantaban las cadenas cuando marchaban en la fila, al arrodillarse al hacer genuflexión simple ante el Santísimo, al pasar la jarra de agua al compañero en el refectorio y por las noches, cuando tocaba la campana a silencio, la obscuridad se llenaba de golpes sordos de las verberaciones. Nos mandaron comer berros y lechugas porque eran verduras idóneas a la castidad, y las comimos. Nos prescribieron duchas de agua fría, y nos bañábamos en el Eresma en pleno enero. Ayunos y penitencias, sin embargo, se mostraban inoperantes para dominar el deseo. Notábamos mutaciones en nuestros cuerpos. Algo nuevo había nacido.

Una noche de marzo con viento oscuro y denso sentí la llegada del primer alhorre genésico, heraldo del río de la sangre. Fue como la fuerza de un chorro caliente en mi organismo. Percibí vergüenza y pasmo, a la vez que una laxitud indescriptible. “Si te la meneas te vuelves tísico. Además, vas al infierno”. Hasta entonces no sabía lo que era una contaminación fálica. Pero todo ocurrió de una manera involuntaria como un acto reflejo. Acababa de cumplir dieciocho años. Aquel invierno me había cambiado la voz y apuntaba ya un bozo raquítico que yo observaba al pasar por algún espejo, así como el crecimiento del vello púbico, en las axilas y en las piernas. Me gustaba estar solo. Empecé a llevar un diario y a escribir poemas. Leía novelas inofensivas como la “Meta Soñada” del P. Sobrino y “Perico en París” - los dos primeros libros con que se inauguró mi voraz apetito bibliófilo-. El “Sabor de la Tierruca” y el “Gonzalo González de la Gonzalera” que tenían una portada asaz incitante en la colección Molino (un indiano que trata de seducir a su criada) fueron dos libros para mi vocación incipiente de lector empedernido, pero sobre todo me gustaron las novelas históricas como “Amaya” y “Alfonso VI”. Éstas las devoré en un par de noches en el silencio y la oscuridad de mi camarilla, arrebujado con una linterna bajo el embozo. Varias veces me pescaron. Leer después del rezo del “De Profundis”del acueste, el salmo que taxativamente jalonaba los actos del día hasta que a las seis y media volvía a oírse la campana que nos tiraba a todos del lecho, sonaban las palmadas del presidente de imaginaria e iniciábamos el día con las preces del himno “iam lucis orto sidere”, atentaba contra las normas del Reglamento.

Se cometía un pecado venial. Otros, mientras yo me enfrascaba en aquel ambiente del medievo, hacia el cual me he tirado yendo y viniendo la mayor parte de mi vida, puesto que en este tiempo de navegaciones por Internet mi espíritu sigue vagando por las poternas de un castillo o conserva una querencia imprecisa a las puntas de diamante de una muralla encantada, alcázar fuerte de los sueños que no se corrompen, y bebía los vientos por el ceñidor de Zoraida o me enamoraba de Dña. Urraca, se entregaban a ocupaciones no tan santas, a juzgar por el chascar de jergones o los sórdidos estertores agónicos que se escuchaban de vez en cuando entre las cortinas o detrás de los biombos. Era una forma de paladear nuestra libertad. Aquel pequeño rincón de la camarilla en medio de la crujía era nuestro territorio, único recinto personal, nuestro bastión autóctono, y era con frecuencia violado por el Presidente que recorría todas las dependencias del seminario de imaginaria con su linterna delatora, que patrullaba por los dormitorios. Parecía un fantasma dando voces.

Silencio... A dormir chiquitos... no hagáis marranadas”. Cada uno podía hacer lo que le diese la gana, pero siempre acabábamos todos por ser pescados in fraganti por el prefecto, aquel D. Pedro Recio o algunos de los presidentes, sobre todo uno de los seminaristas del Mayor, por nombre Eloy, que era un vivo y que se sabía todas nuestras tretas por haber sido cocinero antes que fraile. Se alzaba la cortina de improviso y aparecía el superior con la linterna:

-¿Qué haces?

-Sólo leer. Estaba repasando la lección de Griego que no me la sé bien.

-Estas no son horas. ¿No has tenido tiempo en toda la tarde?

-No, señor presidente.

-¿Cómo que no? Encima de infractor, mentiroso.

A los presidentes, aunque no fuesen sacerdotes ordenados todavía, no se los podía tutear.

-Pues mañana a primera hora te presentas en la rectoral y luego tres horas de rodillas con los brazos en cruz y dos ejemplares del Raimundo de Miguel a cada brazo. Cuando acabes, escribirás en el encerado cincuenta veces: “Después del toque de oración es una falta grave leer en el dormitorio”. ¿Estamos?

-Sí, don Eloy.

El diccionario pesaba lo suyo. Se me cansaban bastante los brazos, se me ponían los dedos perdidos de tiza, pero, dentro de lo que cabe, mi castigo era menos vergonzante que el de otros compañeros que habían sido cogidos con las manos en la masa por aquellos sabuesos del Mayor. Para los que se la meneaban, se orinaban en la cama o se hacían incluso lo otro, también había un lugar en el testero del estudio general cerca del estrado. Eran puestos cara a la pared. Aquí un cagón, allá un meón, y ése de los granos va para tuberculoso cofrade del “ale, manita”. Llamábamos más a los cofrades del vicio solitario congregantes del “ Alemanita”.

Los reincidentes eran expulsados. Ante casos de bujarronería, que gracias a Dios no fueron frecuentes, la verdad, el Sr. Rector cortaba por lo sano. Se puede ser todo en esta vida menos invertido. Luego supe que aquellas situaciones de peligro de desvío de la libido hacia la homosexualidad no representaban una alarma, por más que comportasen un peligro real de giro sexual, y dicen que los que van no vuelven; se producían, como cosa natural, por el ambiente cerrado, la represión y el hambre de hembra que suelen ser endémicos en establecimientos donde no hay convivencia entre los dos sexos.

La sala de lectura tenía tres ventanales que miraban al norte y seis que miraban al este. Por unas veíamos machacar el ajo a las cigüeñas en la casa fortaleza del conde de Cheste, en la rinconera de uno de los postigos de la muralla donde arrancaban los arcos del acueducto airoso y esbelto. Estas callejuelas en la parte de atrás de la muralla estaban sumidas en verano y en invierno con sus altos muros cubiertos de enredadera de una tristeza y un misterio infinitos. Eran predios de duendes y de almas en pena; para mí reflejaban la esencia de aquella Segovia mítica y desconocida. Los jueves, día de mercado, abajo, en el azoguejo se escuchaba el ruido de las ruedas de los carros y las voces de los paisanos que siempre hablan recio. Un poco más allá estaba el torreón de los Dávila mirando casi amenazante al parigual del de los Lozoya y entre medias la espadaña de la iglesia de las monjas dominicas, recoleta y románica, que no se abría al público más que por Jueves Santo. Por los otros miradores, a todas horas del día y del año, teníamos una excelsa panorámica de la estatua yacente orogénica de la Mujer Muerta cubierta de nieves entre noviembre y abril y de un color violáceo por el verano. Por esa ruta del sudeste llegaban las cigüeñas, recién pasada la fiesta de San Antón.

Un paisaje así dominando la panorámica tenía obligatoriamente que hacer de nosotros gentes soñadoras. Lo mío, al fin y al cabo, no era más que la pasión por la lectura, pero otros estaban condenados a la vergüenza pública por comisiones menos inocentes, por pecar contra el sexto, y no de pensamiento que al fin y al cabo ningún hombre sabe lo que pasa en el hombre sino el espíritu de hombre que está en él, sino de obra. Habían transformado la potencia en acto. Por la noche en las pequeñas horas de la madrugada se escuchaban sus jadeos a duras penas contenidos y el ruido de los muelles del somier que era lo que ponía en guardia a la vigilancia del somatén de castidad que capitaneaba el bueno de Eloy. Había manos no tan inocentes como las mías que sólo pasaban páginas debajo del embozo. A algunos les salían de tanto darle callosidades en el canto de la diestra o en la de la siniestra, si fueran zocatos, y hasta en las muñecas. La culpa de todo la tenía el ejercicio del “ale manita” en el empecinado dale que te pego. No serás ni el primero ni el último entre tus sodales.

Hay que ver la cantidad de compañeros que hay castigados esta mañana. Las jarras del refectorio se rompían, cascaban los badajos de las campanas y las cigüeñas seguían machacando el ajo sobre los tejados de Segovia. Había siempre ropa tendida en los sobrados. “Fides ex auditu”. Hacia la fe mediante el oído, recomiendan los santos padres. La razón también crea monstruos, como en los aguafuertes de Goya. Aspiras a un lugar bajo el sol del amor platónico, crees en la armonía de las esferas y la fuerza de la gravedad te arrastras hacia el lupanar. S. Pablo y san Agustín se quejaban de lo mismo. San Antonio el Grande, lo cuenta Tolstoi, en un magnífico relato, colocó su mano en la toza y la seccionó con el destral, pero con la única que le quedaba también le venían tentaciones; entonces, fue a otro hermano de la Tebaida y le pidió que le diera allí otro hachazo. Más vale entrar manco en el reino de los cielos que ambidextro. Hubo otro bienaventurado de cuyo nombre no me acuerdo, pero que está en el catálogo santoral, que por no pecar se emasculó a sí mismo con una bipenna. Si tu ojo te escandaliza, arrancatelo. Muy duro esto. En aquellas noches de insomnio, desvelado y casi febril, escuchaba en rededor sonidos feroces. Era los demonios que resoplaban. Había un tal Pantaleón que era cosa mala. Las manos quietas, Pantaleón, mira que te condenas. Mira que te mira Dios, mira que te esta mirando, mira que te has de morir y no sabe cuando. ¿No te da grima abrasarte en las penas del infierno, Bartolo? Más ni por ésas. Pienso, tiemblo, me mortifico, pero qué queréis que haga. El impulso es más fuerte que yo. Vas a acabar en las calderas de tu tocayo Botero, perico. Allí estaré por lo menos calentito y no me saldrán sabañones, y qué gustito pasarse la eternidad haciéndose una paja. Amos anda, no digas burradas. Vale ya de tanto paloteo.

-Ay Panta, Panta.

Era vasco y como sabía tocar la chifla y también el acordeón le pusieron de nombre Pantaleón.

Pantaleón, más que meneársela, se la machacaba. Sentaba un mal precedente, le cundían émulos e imitadores por toda la comunidad. Supe a la sazón lo que era el placer solitario al que nos arrastraba nuestro masoquismo y los cargos de conciencia que después quedaban. Lo peor de pecar eran las tormentos en forma de escrúpulos al rayar el día, las angustias de la mañana siguiente, cuando me torturaba arrodillado en el confesionario e iba a descargar mi conciencia con el penitenciario sobre si había intervenido mi voluntad en aquellas poluciones.

Procul recedant somnia el nocturna phantasmata, ne polluantur corpora”([5]), cantábamos en el himno de Completas. Sin embargo, nadie puede parar a la naturaleza cuando el arroyo de la sangre hace acto de presencia. Bienvenido a la vida mi primer semen. Aquello era como una epifanía, un descubrimiento de manual de iniciación. Entre sofocos y jaculatorias (me había inventado una “ad hoc” que repetía mil veces: “Antes morir que pecar, Jesús mío”) cuando me quería recordar ya tenía mojado los calzones. A los catorce años empecé a notar ciertas durezas en las tetillas. Mis invocaciones incesantes no eran atendidas. Dios no me escuchaba. Iría al infierno de cabeza en compañía del pobre Pantaleón Galende.

Sin embargo, pecaba y no me moría. La voz interior me arguye de pecado. Si te mueres esta noche, te condenas. Desde entonces, por asociación de ideas, que me hacen ver llamas, garios, falos, la crija que pubesce en una adolescente, y diablos cornúpetas, la noción del sexo viene a mi envuelta con el pensamiento del infierno. La fuerza de la vida se encontraba en mis ingles. Por convulsión masoquista. Ya tenía ganas de ir perdiendo de vista al deseo. Y todo esto que es hoy para mí motivo de hilaridad, doblado el cabo de buena esperanza de la vida y alcanzada la edad provecta, en el despertar de mi organismo, creo que llegó casi a tararme psicológicamente.

Torbado lo cuenta mejor. Su protagonista, el fraile, se sentía también indigno de acercarse a la sagrada mesa después de una de aquellas efervescentes y movidas vigilias en el cuarto a oscuras. ¡Qué noche la de aquel día! Es una canción de los Beatles, pero también se ha convertido en todo un símbolo de nuestra vida órfica, puesto que para tapar aquellos agujeros nos largamos a París. Si lo confesabas, te sentías mal, lleno de vergoña. Luego los confesores eran todos un poco ladinos o estaban algo salidos. Te asaeteaban a preguntas detallistas de tal forma que ir a confesarse resultaba como ir a la batidora, ponerte bajo el mangüal. Te sometías a un tercer grado, y a mí nunca me han gustado los interrogatorios, pero el padre espiritual lo quería saber todo con pelos y señales. Era un meticón por no decir otra cosa. Muchos empezábamos a sospechar de aquellas curiosidades pecaminosas ocultaban cierta morbosidad.

Desde entonces tengo a los maricas entre ceja y ceja. Pero, si no confesabas aquellos nuevos accidentes que acababas de descubrir en tu cuerpo, te condenabas, cometías sacrilegio. Esas eran palabras mayores. Hogaño, cuando se vive en materia de moral a años luz de todas aquellas correncias incoherentes que mortificaron nuestra adolescencia, en plena borrachera del sexo, cuando la gente no distingue ya entre el bien y el mal a tal respecto, y se ha ido al otro cabo la pesa del péndulo, y cuando he descubierto que hay matrimonios que son un infierno portátil que diría Quevedo y que son perfectamente justificadas las cauciones de la Biblia contra la mujer, porque transmiten la vida y también la muerte y llevan el diablo dentro, a muchos puede que todo esto que cuenta Torbado en su libro les suene a cosas de otra galaxia.

Antaño suponía para nosotros un martirio como la uña de fuego o el cepo. Algo parecido al potro, los caballetes, el garfio, la pezuña de hierro, o la parrilla. Para no caer en tentación, algunos intensificaban sus mortificaciones. Más ayunos, más duchas de agua helada, ración doblada de latigazos con las correspondientes disciplinas al acostarse, el cilicio en el muslo o a la cintura. Mucha escarola en el refectorio. Pero, nada. Los movimientos lascivos del sueño tenían un poder extraño sobre el subconsciente. Convenido que la castidad aúna lo que está disperso, S. Agustín, con su mente sublime y su palabra candente, quiso solventar el problema con su famosa imprecación: “Dadme lo que mandáis y mandadme lo que quisieredes”, pero en aquel curso ninguno de nosotros habíamos acaparado la santidad y la inteligencia del que escribió “La Ciudad de Dios”. De poco servían pediluvios para bañar todo un océano. Aquello estaba cada vez más tieso, era una erección sin pausa. Pantaleón fue diagnosticado de padecer una doble enfermedad que nadie había oído: priapismo y elefantiasis, todo en uno. Ofrecía deplorable aspecto y ante el espectáculo de aquel ser deforme había que preguntarse si fue Perico el que pecó, o fuera más bien su padre.

-Esto es terrible, chiquitos. Paso unos apuros que ni al más enemigo deseo. ¿Qué queréis que lo haga? Pero el urólogo dice que es un acto reflejo.

-¿Y qué tal meas, Pedro?

-Fenomenal, chico, fenomenal. Meo como un padre de la Iglesia, pero que no se me baja. Todo el día, emporrado.

Se le notaba un bulto imponente debajo de la sotana. Lo tuvieron que dar de baja. El rector le mandó para casa unos meses por ver si se le pasaba con un tratamiento. Nunca volvió. Fue entonces cuando empezó a circular por los corrillos la noticia de que D. Marciano, el ecónomo, había dado orden a las monjitas de que echasen ciertos polvos en las jícaras del agua del refectorio. Lo del bromuro, sin embargo, no funcionó como tampoco surtieron efecto los triduos y novenas a S. Luis Gonzaga. Aquel sexo desvencijado y en conexión directa con una semiótica de muerte y de convulsiones agónicas en plena noche empezó a ser para muchos de nosotros un trauma. No tuvimos una educación sentimental y acabábamos, una de dos, por colocar a la mujer dentro del casalicio de las vestales intocables, o las bajábamos del pedestal y nos largábamos al burdel. O no bebes o te emborrachas. No había termino medio. Tampoco es eso.

Dª Dulcinea se daba el pico con Dª Barragana. Los erotómanos vendrían a decirnos que eso que llamamos amor no es más que una reacción química, y que al fin y a la postre el hombre y la mujer (ésta en grado supino) no somos más que cañerías en un ochenta por ciento.

 

 

Al igual que Fray J. Antonio, yo también perdí la virginidad con una morenica de culo bajo, y con pinta de valenciana, de la calle Echegaray. Sólo recuerdo que hacía mucho calor. Era un día de Santiago. Yo hice mi primera carga de caballería, inscribí mi nombre en el registro, hacía mucho calor, un calor caliginoso de tormenta, y sobre las calles de Madrid descargó una tromba de granizo con gran aparato eléctrico, mientras yo me ocupaba con Merceditas. La meteorología y mi incontinencia festejaron al patrón de la España por todo lo alto. Había que matar la tarde. Honrar al santo.

-¿No me pegarás algo?

-Voy al médico cada quince días, cariño.

-Es que es la primera vez.

-Bueno. Tú no sufras. ¿Me pagas ahora? Son quinientas.

Me moría de remordimiento y bajé huyendo como despavorido hasta encontrar un templo. Vagué por las calles vacías como un zombie. Estuve hasta que cerraron el Cristo de Medinaceli en un rincón de la nave de la iglesia, en lo más oscuro, de rodillas y muerto de vergüenza. Si te mueres esta noche, te vas al infierno. Estás en pecado mortal. No sé si lo que sentía era asco de mí mismo o tristeza post coito. El peso de la culpa no me dejaba vivir. Llegué a suponer que acostarse con una puta era un pecado de naturaleza reservada, de esos que sólo son perdonados por el papa. No me atrevía a confesar mi pecado con un cura de Madrid y tuve que ir a buscar penitenciario fuera de la capital. Una mañana me subí en el tren camino de Toledo. Hice cinco leguas para descargar el saco, pero, contra lo que yo asumía el camino fue bastante recto y llano, aún queda buena gente en el mundo. El abad, al que confié mi conciencia, no era de la clase de torturadores a los que yo estaba enseñado. Su manga ancha recordaba a la de los capellanes castrenses. Para él irse de picos pardos no revestía demasiada importancia, con tal que la frecuentación de burdeles no se hubiese afianzado como habitual en las costumbres del confesando. Lo primero que me preguntó fue si me desahogaba con visitadoras por norma general.

-¿Cuantas veces, hijo mío?

-¿Cómo?

-Que ¿cuántas veces te has ido de putas?

-Una ¿Y le parece poco?

Me miró de hito en hito. Saltó la sorpresa. Casi pega un brinco dentro del confesionario, estaba que echaba humo y de la furia creo que se le volvió negra al padre la estola morada, yo le veía por la rejilla cómo sudaba. Me pareció que me estaba llamando gilipollas.

-Y ¿para eso me has hecho bajar, mastuerzo? Si la gente no se acostase con la gente, tú y yo no estaríamos aquí en esto. Tirarse a una tía siempre resulta más higiénico que masturbarse, y siempre será un pecado menor que pagar mal a los obreros, pero ¿ qué estamos haciendo en la Iglesia si no prefabricar tarados mentales, curas insulsos y martirologios de idiotas?

No me lo esperaba, el reverendo abad me había salido del todo progresista, era uno de esos frailes que andan por el mundo con pinta de idiotas, pero que luego resulta que saben más que Cardona, pues están al loro, se tragan todos los telediarios, saben leer la letra pequeña de los periódicos y hasta visitan de incógnito los burdeles. De modo que lleva razón el refranero cuando se formula la pregunta sobre nuestra paternidad siempre incierta. Nadie podrá decir que este cura no es mi padre. Acaso estos escrúpulos tengan la culpa de que algunos ex seminaristas salieran tan malas personas y es que nos torturaron de pequeñitos, nos dieron una imagen falsa de la mujer, llenaron nuestra cabeza a pájaros sobre hipotéticas salvaciones de negritos. Sembraron en nuestras conciencias toda esa malicia vaticana y se agenciaron una bonita manera de espionaje por poco dinero, colándose de rondón en los hogares y en los tálamos y en hasta en los calzoncillos de nosotros todos, mediante la astracanada de intimar los pecados privados. La Iglesia griega sólo conoce la exomologesis que viene a ser una confesión privada de ciertas faltas y una profesión pública de fe, pero sin las aberraciones a las que ha dado lugar en la latina esta norma, dejando la puerta franca al diablo de los escrúpulos que torturan la conciencia, la preeminencia del clero partiendo de la base de que toda información es poder, e incluso el trato torpe. Obras como La Regenta y gran parte de las novelas de Galdós dejan al trasluz todos esos abusos, que no son pecados de fe sino afrentas a la credibilidad soteriológica de los que están obligación de estar con el pueblo y defender la grey. Esta confesión y penitencia pública era posible en la edad media cuando había una interacción de valores, incluso una identidad del hombre de la calle con el credo romano, cuando trono y altar y “Pópulus cum exercitu” eran partes de una misma realidad. Hoy el Vaticano ha hecho de la nave de Pedro un ente de razón, una inmobiliaria, acaso una ONG, con una cabeza visible de mucho prestigio, pero que eclipsa totalmente al caballo de fuerza de la institución, que es el pobre cura de una parroquia del suburbio, o de un católico desorientado con angustia y con muchos problemas que la Iglesia no puede resolver. Y alguna veces los curas - son los mejores- lo reconocen como me ocurrió a mí con el pobre Hernández, capuchino de Medinaceli al que confié mi delicada situación conyugal.

-¿Qué soluciones me da, padre?

-Hijo, no lo sé.

Como era un tipo muy legal, acaso por eso acabó cometiendo el disparate de asestarle varios navajazos a otros cofrade de la comunidad para después terminar suicidándose. Era un sacerdote eximio, que cargaba con las culpas de todos, yo pienso que se ha salvado. El padre Hernández, el de los buenos consejos, nunca podrá estar en el infierno.

¿Quién puede decir que este cura no es mi padre ? ¿A quién no le tocaba la pirla el P. Muñana, rector espiritual de retóricos y que era algo maricón por cierto y uno estaba en Babia por aquel entonces?

A medida que iba soltando estas mamonadas, subía el tono de la voz que ya no era de falsete, sino casi gritos desairados. Parecía fuera de sí. Algunas beatas que estaban abrazadas a los santos volvían la cabeza con cierto temor ante la bronca que me estaba echando el fraile. “Éste me sacude si no espabilo”, decía yo para mis adentros. Faltó un tris que no me puso la mano encima. Pero, “De nimis non curat praetor”. Me despachó de mala manera y casi me negó la absolución. Nunca pude ver a un abad con tanto cabreo en el cuerpo. De buena gana hubiese agarrado el báculo y empezado a dejarme marcas en las posaderas. Pero me hizo un bien de paso, porque al levantarme del reclinatorio me sentí alígero casi como aquel personaje del Decamerón al que su amigo, después de muerto, vino a visitarle en espíritu, y le confesó que hacerlo con moderación no era pecado. Camino de Madrid, otra vez en el tren, era como si me hubiesen crecido alas por los sobacos. Hubiese sido capaz de comerme el mundo. Al fin y a la postre, yacer con hembra placentera constituía parvedad de materia, un pecado menos grave de lo que hubiera imaginado.

Sin embargo, no estaba tan curado de espanto como suponía, porque al polvo siguiente, esta vez con una portuguesa, que durante la coyunda no paraba de asirse a mis carnes llamándome miño fillo del alma, (al terminar se despidió de mí con un cortés “moito obligado”), la conciencia atormentada volvió por sus fueros. Los moralistas no se ponían de acuerdo sobre mi caso, porque cada uno me venía con una respuesta antagónica. El abad toledano, o tenía demasiada manga ancha, o debía de ser un viva la virgen, me dijo otro padre, al que fui a descargar de nuevo mis escrúpulos. Ese que te ha dicho eso ni es abad, ni es franciscano. A ver si eres tú que los has soñado. Hijo mío, te estas haciendo mucho daño.

Acabé a los pies y ante las luengas y blancas barbas del P. Dámaso, un capuchino del convento de Bravo Murillo con fama de santo, cuando no había aun llegado la relajación a los monasterios y no se producían en ellos confrontaciones a navajazos como acaba de suceder en el convento de Medinaceli( entonces tenía la Iglesia al diablo en amarras y hoy anda suelto, va por donde quiere y le da la gana)y la revolución escatológica que trajo el Vaticano Secundo no había causado estragos en las filas del Cordero, y la jerarquía no se había apercibido que el aggiornamiento y la renuncia al latín Roma había claudicado ante la bestia.

Tenía buen cartel aquel religioso de barba que parecía el vellocino de Gedeón de tan blanca y abatanada, y muchos parroquianos que acudían a él para descargar el saco. Por lo menos, era uno de esos curas que no se asustan por nada, ni te echaban un rapapolvos, ni nada de eso. En su confesionario, muy solicitado y el más concurrido de Madrid, había que guardar cola. A él confié de nuevo los secretos de mi ánima atormentada, por mor de las flaquezas de un organismo insumiso. Ya digo, para mí el sexo ha tenido que ver con la escatología. La avenida del gozo es tributaria del infierno. A juzgar por la forma en que fuimos hechos, no podremos tener

Una filiación más animalmente asquerosa. Sus advertencias me metieron el miedo en el cuerpo. Me exhortaba a que llevara una vida casta, no por la virtud sino por las consecuencias del vicio en que estábamos enviscados muchos jóvenes de aquella pléyade. Una de las frases que pronunciaba ante sus pupilos el franciscano:

-No sólo, hijo, se pierde tu alma, sino que te estas haciendo polvo. Ya sabes lo que cumple: a rezar a la Virgen pidiendo te regale el don de la pureza, acordándote siempre de la era de la muerte, pues Dios lo ve todo incluso los actos impuros que se cometen en la intimidad.

Francamente, no hay que negar morbo a tales admoniciones.

Pero ¿qué tenía que ver la Deípara con cosas de tan poco monto que nuestra imaginación cargada de ñoños escrúpulos exacerbaba?

Sus campañas contra la masturbación fueron titánicas. El onanismo constituía para él una especie de terror milenarista, un signo de la degeneración de la raza. Y puede que estas advertencias del buen capuchino que sonaron en los púlpitos de los sesenta tuvieran algo de proféticas, porque en los noventa se nos ha secado el jugo; somos el país con menor tasa infantil del mundo. Antes, las españolas cuando besaban parecían hacerlo de verdad, hoy ya nos las empreña ni el conde Pecador, porque se han vuelto de lo más negado para parir. Todas, machorras, oiga usted.

Los que se desahogaban se volverían impotentes, no podrían procrear, clamaba aquel bendito, a decir verdad. Y es que acaso no sea sola la culpa de las mujeres. Como de jóvenes nosotros nos pasábamos la vida meneando el incensario , ahora se ha secado la simiente. Castigo de Dios. Tales amonestaciones, que antes las escuchaba como quien oye llover, sembraron ahora la alarma en mí. La posibilidad de una condena eventual al fuego eterno no revestía tanta importancia como el hecho de que pudiera quedar mal cuando fuese con una mujer. Empezaba a asomar ya su cabeza de pulpo el fantasma de la impotencia. El deleite oculto e inconfesable secaba las fuentes de la vida, según el capuchino en cuestión. También me asustaba pensar que me pudiese pasar a mí lo de Pantaleón. Vamos lo que le sucedió a mi compañero de aula es para cortársela. ¡Qué vergüenza! ¡qué suplicio! Tuvieron que hacerle una operación para que se le bajara la cosa, ¡qué cosas! ¡qué desperdicio de hombre! Y ¡ahora tanta gente que toma el viagra! No malgastes tus defensas procreadoras, Antoñito. Reservate para el día de mañana. Pero yo por aquellas calendas estaba para pocos sermones.

Era este medio frailuco tan exiguo de estatura que no alcanzaba con los pies al suelo. Daba tiernas palmadas, mientras recitabas tus pecados. Vamos desembucha, hijo y no te azares. Siempre, lo mismo. Aborrece el pecado, compadece al pecador. Exhalaba un aliento fresco como de juncias que acariciaba mi oreja. Todas prevenciones eran pocas, como si dijésemos, para ayudarte a descargar el saco. Pero me asustaba más su barba blanca de gnomo de jardín que mis propios pecados. No era ninguna tontería lo que se decía de él: que había obrado milagros. Fue el único miembro de aquella comunidad que se libró de ser fusilado. Corrían leyendas acerca de su capacidad para hacerse invisible y sus dotes de bilocación. Le vieron en dos lugares al mismo tiempo. Cuando le llevaban esposado junto con sus compañeros los milicianos se hizo invisible en el instante en que subían a los claustrales para el camión. Era tan pequeño que podía esconderse en una caja de muñecas, pero a lo mejor en esta milagrosa evasiva intervinieron sus poderes taumatúrgicos. Se contaban de su persona cosas parecidas a las del P. Gago al que llamaron para fuese a confesar a una mujer de mala vida, en los días iniciales de la guerra; ésta se hallaba sana, simuló estarse muriendo, y, al llegar al lugar, fray Dámaso la interfecta acababa de expirar. La broma terminó de una manera macabra. No se puede jugar con estas cosas de Dios. Luego durante la década de los sesenta cuando yo le conocí se habían hecho legendarias sus caridades. Todos los pobres de cuatro Caminos y Estrecho lo tenían por un tutor en su desconsuelo, rescató a muchos de la cárcel saliendo fiador de muchos de ellos. Murió en olor de santidad.

-Sí, padre, sí.

-Pideselo a Nª.Sª.

-Se lo pediré, padre mío.

-Mira que tu cuerpo es templo del Espíritu Santo.

La frase del apóstol siempre me ha parecido o mal interpretada o excesiva, pero en fin... Dije:

-Hago propósito de la enmienda y así será.

Intenté el plan aconsejado y surtió efecto. Desde entonces, jamás cometí un acto impuro conmigo mismo. Todo lo puedo en Aquél que me conforta. El bendito capuchino tenía una gracia especial. Y ese poder me salvó de las secuelas de mi decisión de haber abandonado la carrera eclesiástica cuando sólo me quedaban unos meses para ordenarme. Creo que entonces quería todavía ser sacerdote. Quería irme a misiones o encontrar un obispo que revisase mi caso. Lo encontraría en la diócesis de Westminster algún tiempo más tarde. Me ordenó de cura Mons. Callaghan, pero no se habían acabado enteramente mis corrupciones. Al poco tiempo de empezar a ejercer mi ministerio me crucé en el camino con la mujer de mi vida. Esta obra de Torbado ha resucitado en mí amargos recuerdos. Cuando el protagonista declara “yo la maté”, al ser enterado del suicidio de su novia Anika, pude hacer mía las palabras, porque Suzanne murió de un cáncer poco después de separarnos, como consecuencia de mis corrupciones, de mi carácter inestable, de un pasado cultural y familiar de prejuicios seculares. Eso pesaba mucho. Suzanne, mi santa mujer, estés donde estés, que sepas que te sigo queriendo, y te pido perdón.

Quedó una hija que no ha querido saber más de mí. Este apartamiento ha sido para mí la gran corona de espinas. Pero éstas son mis corrupciones y no mis confesiones. He tenido que hacer este inciso, porque el P. Dámaso, a pesar de ser un santo y de curarme de mi herida, no pudo acabar con mi dolencia. Vivíamos con el alma escindida. Actualmente, reivindico la causa de los sacerdotes casados, de los pecadores que han bebido con Xpto. El cáliz del dolor. Ahora sigo siendo sacerdote. Rezo el breviario y digo mi misa todos los días en el silencio de mi apartamiento. La memoria de aquel capuchino llega teñida de bondad. Es un recuerdo agridulce, el que queda después de haber conocido a un santo. Había sido amigo del P. Pío el vulnerado, y lo mismo que su hermano de hábito italiano, llevaba sobre su cuerpo los estigmas de la crucifixión. Sus manos eran blancas, al igual que las barbas sobre el escapulario de color café y el cíngulo blanco. Brillaban en la oscuridad del templo. Su cuerpo despedía odoraciones místicas. Había conocido a muchos sacerdotes, pero a pocos santos y uno de ellos era el P. Dámaso.

 

 

Una noche, de regreso a casa a mi domicilio, en la calle de Presidente Carmona, en un descampado que se llamaba en el viejo Madrid el Canalillo- la zona donde ahora se levanta Azca- me salió al encuentro una mujer medio desnuda solicitandose e insinuándose.

-¿Tienes cinco duros, chato, y nos tumbamos un ratito? La hierba del Canalillo está fresca, como un botijo, acaba de llover.

Le entregué todo el dinero que llevaba encima, que eran unas treinta pesetas, pero me negué en redondo a acompañar a la meretriz. Esta dádiva le pareció una injuria.

-¿Por qué? ¿No te gusto, cacho bobo?

-Sí, pero soy templo del Espíritu Santo.

Rompió a reír la esquinera. Nunca había escuchado yo carcajadas tan infernales. Era una de esas orondas ninfas, mucha mujer, que merodeaban las riberas del Canalillo o los altos del Cerro la Planta en el Madrid de aquellos años. Ya Galdós, que debía de ser buen cliente de ellas, y adicto al amor mercenario, menciona como lupanar a la luz de las estrellas las campas de detrás de los Cuatro Caminos en sus “Episodios Nacionales”.

Por su forma de hablar la dama de noche debía de ser culta.

-¡Qué tío más cachondo! Si tú eres el templo de la Blanca Paloma, yo soy el Partenón de Atenas. ¿No serás tú un cura disfrazado por un acaso?

-Sólo soy diácono.

Eché a correr. Llevé su burla pegada a los talones bastante rato. Sus homéricas risotadas retumbaron sobre las gradas del Bernabeu. Entré en mi casa victorioso de haber ganado aquel combate. Nadie es continente si Dios no lo da. Razón llevaba S. Agustín. Durante mucho tiempo no me cupo la menor duda de que la solicitadora, docta e inspirada en el mundo clásico, era el diablo que se me apareció. Desde entonces no volví nunca a caer en la tentación del trato torpe. Cuando tuve relaciones con alguna mujer, tiempo adelante, era o porque las amaba o porque buscaba en el ayuntamiento carnal el noble afán procreador. Había tomado la resolución de volver al seminario y completar el trimestre para concluir mis estudios de Teología. Cuando abandoné la carrera eclesiástica ya estaba ordenado de Mayores, y tuve que solicitar las engorrosas dispensas. No me había sentido con fuerzas para aceptar el yugo del celibato, pero por ese cabo, así lo creía yo, al final de una serie de tristes experiencias, creía haber conquistado una posición de fuerza. Pero esas experiencias no pudieron ser más bochornosas. Sin embargo, el P. Dámaso me había hecho regresar al punto de partida. Nunca debía de haber saltado el zarzo. Había obrado con precipitación. No me restituí al conciliar de Segovia. Por el momento fui a París y -la de vueltas que da la vida, que “es más voluble que el corazón de una hetaira”, como bien dice Torbado en esta novela- quien me iba a decir que a los dos años me ordenaría de presbítero en Londres. Fui destinado a una parroquia al Este de la metrópoli, conocí a una de mis feligresas, y acabé casándome con ella, pero esta similitud no hace al caso, a la hora de parangonar mi acción personal con el de los personajes de esta ficción torbadiana. Toda obra de arte es la consumación de una profecía. Las “Corrupciones”vienen a ser una visión sincrónica del mundo de entonces. Todo ha dado la vuelta en poco más treinta años. Su libro es tan sugerente porque encarna la forma de ver la vida de toda una generación. En lo que a mí afecta, bien lo sé, los paralelismos son sólo periféricos, pero hubo miles de españoles que el año 64 tenían veinte años y que pasaron por ese trance. La crisis, más que política, era religiosa. Por boca del Barbas y del ex fraile habla todo un coro de juventudes reacias. El catolicismo tal y conforme había sido entendido o nos lo habían enseñado estaba cayendo en barrena.

Casi pasé como sobre ascuas por el París existencialista. Las cavas de la margen izquierda del Sena me interesaron menos que las alturas del Monmartre, que Chartres Notre Dame y Reims y, sobre todo, la catedral ortodoxa de París, donde escuché el arrollo aquietador de la recitación de las preces, donde mi alma feble quedó inmersa por el halago del oído con aquellas escalas arcangélicas que sólo la liturgia de Bizancio supo conservar, quedó sumida para siempre en la sublime belleza de la Sabiduría. Era Xpto entrando gradualmente por la conjunción de las voces en los concentos del coro. Mi alma se derretía en la suprema verdad. Francia era para mí Cluny, Lisieux, Chartes y la Catedral de la Trinidad en uno de los barrios más elegantes parisinos. Mirando para la mandorla mística de Reims, claustro materno del Pantocrátor, volví a nacer. Vi que en el vientre de María flotaba la salvación, y desde entonces habitó el Verbo entre nosotros. Al encarnarse en el útero de la Deípara el hijo de Dios se hizo ciudadano del mundo. Sin embargo, toda esa carga experimental que relato en otro libro no pertenece a este humilde reseña mía (cada libro escrito proyecta otros mundos, incluye otra infinidad de tramas y de situaciones, y de ahí ese carácter de epifanía reveladora que tienen todos los grandes trabajos de inspiración) de esta novela iniciática, la cual refuerza mi criterio, toscamente expresado, de que el Señor no abandona la tierra, aunque nosotros, con nuestra impostura, y apostasías, intentemos arrojarlo del mundo. No puede ser. Dios es la memoria. Nadie podrá borrar su rostro poliédrico, ese ojo de Ra, que encara las tres vertientes trinitarias, el hoy, el ayer y siempre, ni hacer deleátur de su nombre así como así. Los personajes de las “Corrupciones” estaban en mi evocación, que es como una estación de radio, que capta las ondas de la Gran Memoria divina. Todos entramos en esa rueda. Todos estamos salpicados de su reflejos. Recuerdo la teoría sobre la novela que expone al respecto C.P. Snow, como sincronía, participación, comunión con un trecho histórico. Las casi cuatrocientas páginas de este relato fluvial me han hecho sentirme más yo mismo, no obstante ser imparangonables algunos entramados de la peripecia que yo viví. A este flujo de movimiento igualitario, en sincronía con el cosmos, lo denominaba la mística de oriente la redola de nivelación. El círculo gira y no se acaba en sus evoluciones de rotación por la órbita solar.

Aterrizamos en París de antuvión, como bajados de una nube, éramos los hijos de la noche los jóvenes de aquella generación que fumaba canutos, y, organizadas las sentadas, se proclamaba partidaria de hacer el amor y no la guerra. Llevábamos briznas de hierba en el pelo y flores psicodélicas en las orejas. Esas rosas no han fenecido. Aun siguen esparciendo su aroma. Todo nuestra acucia, tocar la guitarra y hacer la revolución. No éramos más que una cuadrilla de soñadores laborantes de la Hora Undécima recién llegados a vendimiar el majuelo borgoñón en sus mejores cepas. Y París era una fiesta, ¡Oh dolor! Mas, es preciso insistir: las semejanzas con este friso de caracteres dibujadas con mano experta por Torbado y que todavía andan en lizas vivitos y coleando por las madrigueras del recuerdo (Susi, Anika, Demetria, el Barbas, el Viejo, el Holandés, la portera y los mozos de cuerda de Les Halles) son pura coincidencia. Nadie sabe nada sobre el hombre. Cada persona arrastra un mundo tras sí. Sin embargo, son tan verosímiles y tan felizmente trasladados de la realidad al papel que los lectores que vivieron aquellas experiencias seguramente se habrán codeado con ellos en el metro o hayan hecho cola por la lechuga y la escarola ante el puesto de una misma verdulera. Esta cualidad para plasmar en universales lo que es particular, y la agilidad de abocetar personajes de carne y hueso sobre una horma que muchos palparán y hasta comprenden, es lo que define mejor al novelista puro.

Al igual que ellos, me emborraché de París, subí a Montparnase, escuché el canto de los mirlos en el Bois de Boulogne o di de comer a las palomas reunidas en concilio a mis pies mientras iba desgranando las migas de una “demi baguette” por Trocadero. Sentí afluir un torrente de lágrimas que me supieron a miel nada más escuchar a los acordeonistas callejeros. Aspiré las emanaciones olfativas de la ciudad. París huele diferente, que Londres o Madrid. Cada metrópoli hace reserva de su propia odoración, porque es a través de sus olores que llegamos al corazón de una ciudad. El vino y la cerveza no los caté. Era abstemio por entonces y considero que mis relaciones con mujeres fueron esporádicas y banales. La Ciudad de la Luz iluminó mi inteligencia con su foco de la razón pura. El amor me aguardaba a orillas del Támesis. Cada uno seguimos nuestro propio sino. Paris es demasiado lógico y silogístico para entregarse a las dilapidaciones viscerales del amor. Recapitulemos por vía comparativa: si Berlín es la bolsa filosófica y la caserna de Europa, y Paris, la cabeza racional, Londres es su corazón afectivo. Los que llaman a Paris la ciudad del amor se equivocan; la verdadera ciudad del amor es Londres, la cual desde que llegué a ella me subyugó. París sólo me entusiasmó desde la dialéctica. Aún me pareció escuchar los ecos de las polémicas de Pedro Abelardo en la Sorbona, Descartes me miraba desde su peluca invasora. Toda Francia, como un gran monumento a la razón, es un país como tirado a cordel, basado en la trigonometría. Estaba por venir la experiencia traumática de mi vivir. En Inglaterra un corazón me aguardaba al otro lado del Canal, y más allá de los lises teúrgicos de mi querida Lisieux. Si mi concepción de la existencia es cartesiana, lo mejor de mi sentir pertenece a Londres. Ella me estaba esperando en un jardín de Essex. El punto de fuga es la búsqueda del eterno Femenino. A París habíamos salido en busca de las muchachas en flor y de los escritores de la generación perdida (Proust, Dos Passos, Hemingway, Henry Miller). El nombre de la “década prodigiosa” era algo más que un grupo musical. Nosotros lo supimos. Se trataba de una aproximación diferente a las cosas, otro método de interpretar el mundo. Los sueños por una vez cobraron carta de naturaleza y se convirtieron en reales. Nos prosternamos a las plantas de la utopía. Fue algo que no había conseguido nadie hasta entonces. ¿Ardía París? ¿Era aquel estridor de gentes llegadas del otro lado del mar que pasaban el asfalto reblandecido por los calores de agosto de la Plaza de la Concordia nada más que una quimera, una ilusión óptica?

 

 

Dejé de ir a misa los domingos, pero rezaba el breviario todos los días. En el metro, en los bancos de las Tullerías, deambulando por los parterres de los innumerables jardines parisinos era para mí un orgullo silabear los salmos infinitos y las antífonas de cada jornada. No se trataba de cubrir el expediente ni de cancelar mi reato con la Iglesia, en virtud de mi compromiso con ella como subdiácono, sino de religarme nuevamente con el ámbito de la Promesa. Este rezo me llenaba de calma, aplacaba mis hambres, y era como respirar. Vine a encontrarme con otro que estaba en una circunstancias similares. Era Usategui, un ex jesuita que había sido condiscípulo en Comillas. Ahora era un giróvago, una especie de vagabundo, pero él también saldaba su compromiso y rezaba el reato del breviario. Nos tropezamos por casualidad en los vestíbulos del n. 53 de la famosa Rue de la Pompe. Yo no le reconocía, pero él se percató pronto de mí:

-Maximino, ¿qué haces aquí?

-Supongo que lo mismo que tú: buscar trabajo y un lugar donde tirar la boina.

-La chapela querrás decir.

-Llevo dos días durmiendo a la belle etoile abrigaño de los evónimos de un bulevar. Se me ha acabado el dinero y no tengo alojamiento.

Musitó algunas palabras en vascuence. Me miró de hito en hito. Lo primero que le llamó la atención fue el devocionario que estrujaba contra el sobaco y un crucifijo, el de mi rosario, que colgaba del jaretón del bolsillo del pantalón.

-Veo que no has olvidado las buenas costumbres. Eso está bien.

-Sí. Anteanteayer, cuando se me acabaron los cuartos y me echaron de la pensión, deambulé por las calles sin saber adónde ir. Fui a Saint Sulpice, les expuse mi situación, pero un abate con cara de mala uva me dijo que era un pecado de lesa majestad quedarse sin guita en una ciudad como ésta. He rezado ya todo el hebdomadario de las siete ferias empezando por maitines y terminando por completas. No tenía otra cosa que hacer y la plegaria parece que me confortaba. El oficio de la Virgen (eran las vísperas de la Asunción) es grandioso. Alguna ventaja por módica que parezca tiene que tener el saber latín.

-Tú siempre con tus aventuras, ¡eh Maximino! ¿Pero has comido?

-No.

-Vente conmigo.

Me invitó a café con leche en la Estación de Austerlizt.

 

 

Iñigo Usategui había dejado de ser aquel adolescente de piel trigueña con el que compartí pupitre en tercero de Retórica en el seminario de Comillas y se había convertido en un mocetón con boina como aquellos marineros que pintó Zuloaga, pero sus ojillos seguían siendo risueños. Era el mejor pelotari de los cuatro seminarios, el tirocinio incluido. Como buen vasco era de corazón sencillo, aunque le salía una jactancia de no sé donde como un furia contenida cuando hablaba de su país. A mí me tenía cierto respeto, porque yo, aparentemente muy poquita cosa y un renacuajo castellano, le había ganado una vez al frontón. No se le había olvidado. La hidra de Lerna del nacionalismo sin concesiones, tajante, xenófobo, cargado de odio y de reivindicaciones al que le escuece esta historia nuestra que siempre han tratado de imprimir en la Edad Moderna los dómines de Oxford, señores tan petulantes como los Carr, los Madariaga, un poso negro de anti España. Sus siete fauces, sus catorce ojos que se iluminan como el fuego fatuo de campo de tumbas, candelas espectrales en las hermosas noches de nuestros veranos repletos de vida cuando Castila huele a polvo de verbena y a churros de la fiesta. Ellos han domado la bicha. Tendrán que rendir cuentas por su felonía. A su grupo cabría unir a los del Vaticano. Pero hay un enemigo interior, un topo implacable que horada y horada. Durante siglos sólo hizo una cosa: destruir.

-Le dabas muy bien a machote, ¿eh?, pero a cesta punta siempre te hacía mascar el polvo.

-Hombre, claro. En eso los vascos sois los mejores, pero cuando hay que dejarse la mano en pelotas forradas de piel de gato, los tíos de Palencia o de León éramos más sufridos. Vosotros erais como más señoritos.

-¿Eso te parece?

-Me parecía entonces, cuando sólo había diferencias regionales. Hoy lo que hay son nacionalismos y muchos deseos de venganza.

-No me seas facha, Maximino.

-¿Qué, lo dejaste ?

-Sí. Tampoco me probaba. Estuve dos años de cura en una iglesia de Derio.

-¿Tendrías que pedir dispensa a Roma?

-Como todos.

-¿Y ahora a qué te dedicas ?

-¿Cómo que a qué me dedico? Vaya pregunta. Toma. A luchar por la independencia de mi país.

Ciertos eran los toros. La Eta, una palabra que zumba en torno a los oídos de los españoles como un silbido de serpiente cascabel, omnipresente en la actualidad española con su amenaza de secesión perenne, y una lista negra de atentados, muertes, mutilaciones, se formó en los claustros de los conventos. Sus primeros militantes fueron cucarros como mi amigo Usategui, el risitas. ¡Qué baldón para la Iglesia! Muchos de mis compañeros, los pocos que se ordenaron, se tiraron al monte. Se unieron a la facción de los guerrilleros en Colombia. Formaron tanda con Camilo Torres.

Iñaqui Usategui todavía rezaba el breviario por las noches. Le daba fuerzas para la lucha revolucionaria. Seguía siendo tan buena persona como fanático en sus convicciones políticas. Perdía los estribos cuando alguien le mentaba palabra España o Franco. Nunca conseguí entender aquella exaltación anima adversa de los recios vascongados contra Castilla la gentil. ¡Pero si España es el país de la cultura perfecta! Y, como en euskera no hay tacos, empleaban el español para llamarnos hijos de putas, enanos, ogros sanguinarios. Yo asistí al parto de los montes y vi mi patria destrozada. España se poblaba de piedras tumbales y de lápidas funerarias donde yacían tricornios y se inscribían nombres de sufridos guardias civiles, gente del pueblo, a los que la Eta mataba y el gobierno organizaba funerales vergonzosos en el que había que sacar al muerto por la puerta falsa. Ellos iban a consumar un proceso iniciado en la timba del 98. España tendría que apurar el cáliz del dolor caminando por la senda de la vía dolorosa, desde el tupé de Sagasta al “recorrido” de Anasagasti. A ese Sagasta le arranco yo el tupe. A ese Anasagasti lo despeluzo para mostrar al mundo que es calvo con todas las de la ley. Sabrá entonces el mundo quién estaba detrás de los que pusieron la bomba del “Maine”. Arzallus es legatario de Maceo y los dos tienen por padrino al mismo hermano americano.

-¿Qué os hacen esos servidores del orden público para que les deis cobardes tiros por la espalda, Usategui? ¿Qué ofensa os han deparado ?

-Personalmente, ninguna, pero son miembros de un ejército de ocupación, enemigos de los gudaris.

-Te has olvidado de los diez mandamientos. Ya sabes: el Quinto...Además, no es decente que una manos consagradas se manchen de sangre.

Se encogió de hombros y me echó una mirada de través.

-Alguna vez resulta lícito matar al tirano y hacer la guerra justa. Lo dijo el P. Suárez.

-Esos son mohatras que os habéis inventado los jesuitas. ¿Sabes? Ignacio de Loyola, tu tocayo, era un vasco típico. Sois un pueblo violento, algo presuntuoso. Nunca se os ve venir. Y una panda de borrachos y de reprimidos sexuales. Todas esas prendas se dan en el fundador de la Compañía de Jesús, pero acaso vuestro pecado mayor sea la soberbia. Os creéis más guapos, más listos, más altos que los demás, pero llega un tío de Segovia y os pega una paliza a la pelota y entonces pedís árnica.

Eta estaba gestándose aquel verano del 64 en un piso de la orilla izquierda, donde (no sé ni cuándo ni cómo pero la fuerza del destino me ha conducido a ser testigo de hechos fundamentales) yo pasé una noche, presencié un aquelarre increíble y me dieron de cenar. Devoré lo que me pusieron mis dadivosos anfitriones, pues me hallaba gandido y con hambre de varias semanas, su hatería estaba bien repleta, puesto que pagaba el partido. El cucarro y sus camaradas habitaban una “pent house” o sobradillo.

El techo inclinado que se proyectaba sobre una linterna con vista a la Isla de la Cité y una espléndida panorámica de Sena, se hallaba cubierto de carteles con la imagen barbuda y mesiánica de Ernesto Che Guevara. En el tocadiscos la música de Brassens se alternaba con la de los Beatles. Por todas partes, ikurriñas. Era la primera vez que yo me topaba con aquel distintivo y creía que era la Unión Jack, o la de alguna bandera británica, menudos berrinches me había cogido yo con lo de Gibraltar español, hete aquí que había otro Peñón al norte y yo sin enterarme, Sabino Arana no tenéis mucha imaginación, que digamos, claro que fueron los británicos sus testaferros. Detrás de las guerras carlistas estuvo siempre el dinero judío. Vertimos demasiada sangre, pero vosotros erre que erre con vuestras ikurriñas y carteles horizontales. Presos fuera, escuché gritar a las pancartas. Era una algarabía semejante a la confusión de babel y escuché, sintonizando con el futuro a través de un canal que radiaba sólo profecías, la vista alborotada de la causa del Proceso de Burgos, con sus encartados que hablaban en vasco para confusión de los magistrados y blasfemaban en español. Hizo mucho frío aquel invierno del 70 y yo me vi con mis maletas en la estación del norte. Había venido a pasar la navidad desde Londres. Hijo, no hagas caso. Aquí cada quisque va a lo suyo. Se me cayeron las plumas del sombrajo ante la recomendación de mi madre y fui consciente de mi rechazo. He sido un dilapidador de oportunidades, pero, cuando caí del burro, era demasiado tarde. Reparé en mi condición de odioso. Todo mi proyecto biológico no podría ser. Aquello a lo que había amado tanto sencillamente no existía y sentí por primera vez el odio y el desprecio fantasmal de la que me había dado el ser. Pero había que echar balones fuera, buscar chivos expiatorios. ¡Maldito Disraeli! Padre del Estado Moderno, un Billy Gates de las relaciones internacionales. En toda Europa el nivel de los conflictos no tocaría techo, y al pensar en lo que aconteció en aquel gélido mes de diciembre de 1970 no siento más que rabia. Faltaban sólo seis meses para que tú vinieses al mundo, amada Helen, pero ellos siempre están al norte y al sur, al este y al oeste. Tanta bandera inglesa trufada de colorines empezaba a desasosegarme, pero tú no sufras. Ya verás cómo volatilizaremos tu país. Después de los cucarros vendrán los mamporreros de las ondas y ya se acabará España. Oye, y todos millonarios. Se conoce que el servicio de desguace y acarreo de las antiguas grandezas patrias servirá para que unos cuantos listillos se forren. Ahí tenéis al Hermida, verbigracia, jefe del cotarro, con su batuta mágica y su cadeneta, derecho de pernada informativa, todo un rey de reyes, vasallo de los apátridas, con su agrio gesto risueño de mofa, petulante y cruel. Recuerdo sus cabreos en la Onu cuando Félix Ortega y yo nos marcábamos un “scoop” y le pisábamos alguna noticia, pero nuestra bitadura era un tanto desmañada, la quilla en el bajío, estábamos tocando fondo, encallaba el buque, y luego acontecería el naufragio. Le llamaban de Madrid a las tantas de la madrugada y él tenía que levantarse de la cama, echarse el abrigo de pieles a las costillas y presentarse en la oficina y examinar el boletín de comunicados de la Casa blanca o del Pentágono. Eso le sentaba como un tiro. Un chulo como él era incapaz de aguantar niñerías. Que le hablasen de Cirilo Rodríguez también le sacaba de sus casillas. Y como se dio cuenta de que en este país nunca llegarás a nada si no judaízas, fichó por Antena Cónica. A río revuelto ganancia de pescadores. Muera la cruz y vengan los vértices y los triángulos del asenso. Consensos y disensos. Han polucionado nuestra hermosa fabla de palabras feas.

 

 

Un americano de origen judío pagaba el alquiler donde doce tíos vivían a cuerpo de rey. Entre ellos sólo había una mujer: Itziar. Todos la llamaban “Amatchu”. Era una morena de rostro alargado(dicen que los vascos proviene del norte de África, son iberos puros, su perímetro craneal les diferencia del resto de los mortales, y hay quienes les relacionan con la Tribu Perdida), la nariz recta, el perfil aguileño, típico espécimen de la raza euscalduna. Sus andares eran desenvueltos. Había en todo su continente una cierta dureza de hembra pura y atávica que recordaba la postura incansable y venatoria de Diana. Sólo le faltaba la trompa para ser proclamada Cazadora de los Bosques. Era la matriarca del grupo.

-Muy guapa Itziar, ¿eh?

-Ya lo creo. Sin embargo, creo que prefiero el marmitako que me acabo de meter entre pecho y espalda, cocinado por ella.

-Es nuestra despensera y madre- clamó el cucarro.

-La fuerza que nos sustenta en la lucha- terció otro de los de la cuadrilla.

-Nuestra Amaya, que arrastra su manto de estrellas, la que lleva el cetro, virgen coronada de deseos, que viaja en un carro tirado por una cuadriga de cien leones domados en reata- soltó un carilleno de muy angostas espaldas e insinuación de un ridículo belfo. Era, pese a sus gestos femeniles y eunucoides, uno de los epígonos de la lucha anti españolista. Este furor asesino ya entonces dominaba su neutra fisonomía. Sus anchas caderas hacían que su figura se pareciese a la de un huso.

Sobre las paredes colgaban banderas españolas manchadas de sangre o hechas girones. Esto supuestamente enardecía a los presentes. Y en un armario se ocultaba la munición del goma dos; debajo de la cama yacía un armero de pistolas Parabellum. Había posado mis plantas en la rama del nido del cuco. Todo un arsenal con su parafernalia.

Marañón, que tanto se fijaba en estas cosas, porque la envoltura dilucida a la prosapia y la cara es espejo del alma nos lo hubiera descrito como un hermafrodita típico. Apuesto a que si lo hubiésemos desnudado se hubiera descubierto el pastel: resultaría que el vello púbico no apuntaría hacia arriba en forma de tresnal o isósceles sino que sería un equilátero truncado su monte de Venus, como de mujer. Eso no quita para que aquel individuo se convirtiera en uno de los asesinos en serie más buscados por las fuerzas de seguridad, autor de la matanza de Vallecas.

Entonces, uno de los del grupo, acercándose a la moza matriarca representante de las virtudes de la raza, la cogió por detrás y, aferrado a su basquiña, le pidió le diera de mamar. Ante mi estupefacción, pues los demás no dieron importancia al suceso, habitual en aquellas tenidas esotéricas, donde era muy importante una mitología y el folklore cargado de símbolos, se desabotonó el corsé, y, desabotonada la almilla, extrajo una de sus ubérrimas mamas, colocó al grandullón en su regazo, y todos pudimos presenciar la escena. Estaban amamantando al pelotari. Es que estos vascos son la leche, Ibarreche. Amachu parecía una virgen medieval dando de comer a un S. Cristóbal ya talludo. Tenía un pezón de color entre sonrosado y canela. Nunca hubiera visto yo ubres tan poderosas. El rorro tiraba de la aréola, cerraba los ojillos con laxitud sensual y suculencia. “He sucked in a bliss”, lo digo en inglés. Estaba en el séptimo cielo. Se lo estaba pasando bien. La ubre de la teta de la vascongada región tiene un pezón muy largo, es como el brazo del KGB.

-¡Buenas escas las de Illescas! - no me pude contener- Éste vuelve al rollo de la inmensa teta. Le da de comer la patria. Gandul, no te da vergüenza, deja un poco para merendar.

Precisamente el día que yo llegué a París se celebraba el Día del Soldado Vasco. Todos los presentes hicieron corro a la lactante. Apagaron el tocadiscos y en su lugar empezaron a sonar las notas de un zorcico, cuya entonación recordaba a la de los corridos mejicanos. Las estrofas saltaban de un lado a otro simulando la carrera de un corzo que desciende desbocado por las montañas con el viento silbándole en las orejas.

-Pero ¿qué hacen esos gordos?

-Cantar epitalamios. Es costumbre.

Luego se desnudaron todos, pusieron a la moza en pelota, la quitaron al “niño”, el cual, ahíto, empezó pronto a roncar su borrachera en una cuna de cristal que parecía una enorme urna funeraria. La escena que presencié a continuación no la olvidaré en lo que aliente en mi un soplo de vida, todos aquellos doce apóstoles en porreta viva, empalmados, excepción hecha del amorfo que no montó y éste no podía puesto que tenía sus genitales enterrados en una viscosa masa de grasa (Marañón tenía más razón que un santo al detallar la prosopografía del impotente, que lleva los estigmas eunucoides de su glande atrofiados en el cuerpo grande y destartalado, del mismo modo que al estreñido se le nota por una marca en la frente, los cojones se llevan pegados al culo como mandan los cánones de la garañuela reproductiva) y que era el Judas de aquel cenáculo de superdotados sátiros y la fueron poseyendo una a una. Fue la primera cama redonda que presencié en mi vida, un espectáculo de desazones pero cargado de símbolos cuyo mero recuerdo me conturba- siempre pensando en lo mismo, Dios mío- que sobrepuja a lo que pueda fraguar la imaginación de los ganadores del premio “La sonrisa vertical” y a los guionistas del mejor porno.

El sexo allí tenía algo de magia y muchos de los que participaba en aquella tenida orgiástica el sexo en grupo y descargando a escote se declaraban epígonos de Henry Miller cuyas novelas se estaban introduciendo en España por la puerta de Vascongadas. Se impartían conferencias sobre su obra en el seminario de Vitoria que era el más nutrido del país en cuanto a vocaciones sacerdotales se refiere. En cierta manera, el pornógrafo californiano consiguió que su “Trópico de Cáncer” sustituyera al Kempis, que muchos se resintiesen de desencanto, colgaran la sotana a punto de cambiar el cilicio por la metralleta. Eta nació en un seminario, sí. Fue la respuesta trabucaire a una mala educación sentimental y una soberbia característica del racismo solapado, de la soberbia Loyola, ese pensar somos los mejores y a nosotros no nos gana nadie.

Se las dieron luego todas en un carrillo.

Los conspiradores, más que darse al desenfreno de la cópula, estaban invocando a sus dioses tutelares. Fueron despojando con voluptuosidad como en los burlescos episodios de striptease que luego presenciaríamos en Londres de cada una de sus sayas, los refajos, las enaguas de la gorda Ama a la que venía un diablo en guisa de padre de la Compañía calado el bonete hasta las cejas y daba su bendición por detrás exclamando interjecciones en su lengua de consonantes aglutinatadas.

-Esto parece el último tango en París.

Dejó al descubierto sus carnes prietas y unos muslos de aldeana. La fueron poseyendo por turno.

-¿Eh qué hacéis? ¿Violar a la madre patria?

Ni puto caso. Cayeron en saco roto mis advertencias y exhortaciones a la morigeración y a la continencia. Había mamado de la ubre de la terruño várdulo aquellos benditos gudaris, de la que dicen ser fuente que mana, oh portento, chacolí del que calienta y da fuego, sin emborrachar.

Usategui me invitó a participar, pero yo decliné la oferta, más que por virtud por temor a coger “algo”. Me habían hablado de que cuando se practica el sexo en grupo luego vienen las purgaciones. Ellos, adictos a un contubernio cuyo alcance y consecuencias ignoraban, se emperraban en convertirse en el instrumento de una agonía lenta, la muerte de un pueblo, iniciada con la voladura de un destructor surto en la bahía del puerto habanero. Nuestra aula mater, para ironía del destino, desplegaba sobre campo de gules el triunfo de la iglesia y el destronamiento de la sinagoga. Los hechos se producirían, en el correr imparable de los acontecimientos, justo al revés: la exaltación de los enemigos de la cruz y el destierro, la opresión, la caída en desgracia y la humillación de aquellos que soñaban en una tierra repleta de Evangelio.

-Mirad que vais a sufrir mucho. Vuestras mujeres os traicionarán, seréis víctimas de los hijos que engendrasteis, vuestras madres os negarán y vuestra existencia se tornará en hiel. Disraeli, el mentor de Marx y que sin embargo pondrá en órbita al gran capitalismo, será el profeta de todo lo inicuo. Sus promesas de liberación traerán a la tierra esclavitud, y muchas lágrimas. Os pasarán la pluma por el pico, pero habréis de seguir firmes en la fe, cuando la caridad se entibie.

Ellos estaban a lo suyo. Usategui, que fue el postrero en entrar, era el que la tenía más larga, puesto que no en vano era un cura. También perdió el pudor y se guardó del recato de las miradas. ¿Es eso lo que tenéis por costumbres? ¿Son éstas las señas de identidad de la pureza racial vasca?

-Somos un pueblo unido - exclamó Usategui al terminar.

-Ni que lo dudes. Todo lo compartís, pero esto no lo hacen ya ni los salvajes.

-Nuestra estirpe se fortalecerá.

Sonó el grito de ataratxu y todos se levantaron e iniciaron los pasaos de la danza prima. Los zorcicos se alternaban con el tripudio pagano, los cantos ancestrales a las divinidades del lugar y otras mitologías vascas. Yo empecé a sentir nauseas y huí de aquel lugar y pensé que alaveses y, vizcaínos tenían una rara manera de celebrar el Día de la Raza. Anduve deambulando sobrecogido por las calles de aquella urbe extraña. Me parecía que el mundo había perdido la inocencia y que todos éramos culpables.

 

 

Recordé mis tiempos de Comillas donde conocí a Usategui que pertenecía a mí mismo grupo de las congregaciones marianas. Todas las noches en el examen - aquello no tenía a la sazón ninguna gracia- se impartía una consigna para la guarda de los sentidos y solíamos repetirnos la máxima al pasar en la fila la jaculatoria que nos había mandado copiar el director espiritual: “antes morir que pecar” y ahora , al cabo de los años, mi antiguo amigo congregante, que había ahorcado la sotana, me llevó a ver aquella orgía desenfrenado. Definitivamente, el mundo estaba cambiando. Aquel mal sabor de boca era el primer eructo de corrupción. Empezaron también en París mis corrupciones. La vida da más vueltas que el corazón de una furcia. A este desengaño, ese gran fracaso de mis ilusiones derrocadas, achaco yo el solipsismo melancólico que me caracteriza. La salacidad de la virgen vasca abierta de piernas sobre el diván y el ondear de aquella ikurriña, una mala copia de la Unión Jack, así como los sermones del P. Arzalluz, o la cara de sapo de políticos tan viscosos como Pujol o Anasagastegui que oculta la calva con un recorrido que a mí me recuerda el insolente tupé de Sagasta, me pusieron en antecedente de todo lo que habría de venir más tarde. Nunca he llegado a comprender ese odio visceral hacia la palabra España. Es un rencor cainita  desde Londres, la venganza de Disraeli enfurecido contra el proyecto de unidad conseguido por los Reyes Católicos. Es un odio demoniaco que nunca nos dejará vivir. España es un país marcado. Acaso debido a esta impostura, dejará de existir.

Nunca conseguí entender aquella animadversión exaltada y cerril de lo vasco hacia lo español. Es como un renegar de sí mismo, un insólito aborrecimiento que a muchos nos sobrecoge desde pequeñito, y yo he padecido ese aborrecimiento materno en mis carnes. No tuve madre en la tierra. Sólo ha velado mis sueños la Madre del cielo. Por eso me pareció una terrible profanación de lo más sagrado la pantomima sacrílega que presencié en una piso de azotea orilla del Sena.

Usategui era bueno y servicial, pero, cuando le hablaban del árbol de Guernica, se ponía a llorar de rabia y empezaba a despotricar en la jerga de Cervantes contra Franco exhibiendo un léxico selectivo de procaces blasfemias (no hay tacos en aquella lengua por lo visto) reservados a Su Excelencia el Generalísimo. Le llamaba de todo: picha corta, enano, “ogro sanguinario del Pardo”.

-¿Por qué despotricas de esa manera, cucarro? Tales palabras suenan mal en uno que va a ser cura, por todo lo vasco que seas tú.

El de Baracaldo perdía los estribos.

- Cago en su madre. Si tú le defiendes te voy a matar.

Me miraba torvo y encandecido.

Recuerdo cierta conversación que tuvimos en el Stella Maris, aquella bella plataforma frente al Cantábrico donde se fraguaron nuestros sueños, presidida por una estatua blanca de María sobre el vértice del hastial imponente, de albardilla, una atalaya frente al océano. Aquello marcó carácter. El culto a la Virgen fue para nosotros un octavo sacramento. Cuando visito aquel lugar al cabo de los años me rodea el sentimiento de tumba vacía. Sin embargo, la imagen, mascarón de proa de un galeón invisible tripulado por los ángeles, sigue encaramada en su puesto protegiendo con sus brazos rozagantes la panorámica que domina un abrupto acantilado. Las gaviotas le cantan la salve, ausentes para siempre sus seminaristas. Es como si el maligno entrando a saco con aquel palacio como entre sueños en lo alto de una colina hubiera desperdigado sus fantasmas. Ya los claustros quedaron en silencio, pero nos llega el eco de los primeros fervores marianos, que sellaron el despertar de mi adolescencia. Antonio López, aquel aventurero que lo mandó edificar, tan pecador y devoto como nosotros, y que fraguó su fortuna en las guerras de Cuba, quedó arruinado con la construcción de aquella obra faraónica y ni siquiera llegó a santo, puesto que no ha progresado la causa de su beatificación.

Usategui fue el primer compañero con el que me encontré nada más subir la Cardosa y me llevó como nuevo por todas las dependencias del caserón para mostrarme el sitio donde habría de vivir desde septiembre de 1959 hasta julio de 1960. Me presentó al P. Mayor aquel gran helenista.

Se arraciman en la memoria una escala de recuerdos mixtos: la llegada una madrugada de lluvia; aquel maestrillo gallego, buen samaritano que nos ayudó a trasladar los baúles; el encuentro con el catedrático de griego al que ya he aludido; la primera impresión que me produjo la visión del mar como un inmenso estanque de plomo derretido que henchía sin confines la raya del horizonte; los puntos que nos daba por la noche aquel jesuita; el constante ajetreo de gente joven por los pasillos. El cuarto del P. Teófanes que olía siempre a café- café. El miedo al infierno que tuve la tarde en que llegamos. No habíamos aterrizado todavía y ya empezaron los ejercicios espirituales ignacianos. Creo que tengo atragantado a aquel santo desde entonces. Los baños en la playa de Oyambre. Un criado gallego que nos servía la leche aguada de los desayunos. Los vascos, galaicos y astures, tenían visita más a menudo que el resto, pues sus pueblos quedaban menos a trasmano y, además, eran todos ellos gentes de posibles. No había que pasar los puertos ni franquear la cadena de montañas. Una partida de seminaristas de Compostela, la más nutrida y numerosas entre los que se encontraba un tal Lois, un gallego de mofletes sonrosados que sólo se jactaba de una cosa: ser hijo de canónigo. Siempre estaba hablando con uno al que le llamábamos La Vieja. De vez en cuando venía a visitar a los compostelanos un joven sacerdote recién ordenado en Munich. Se llamaba Rouco Varela y habría de escalar tiempo adelante puestos muy delanteros en la jerarquía. Hoy es el cardenal de Madrid.

El año que pasé en aquel pueblo de suaves lomas inclinadas y playas abiertas de dunas traicioneras fue un año difícil en pleno despertar de la adolescencia. No conseguí adaptarme a aquel ambiente clasista. El P. Larramendi me puso en el pelotón de los torpes y me dijo que lo mejor sería que me volviese a mi seminario. De aquella humillación nacería mi primera disposición escribir, porque empecé a llevar un diario y a componer poemas como un descosido. Emborronar cuadernos o disparar conceptos sobre la maquina mecanógrafa, que suena igual que el tableteo de una ametralladora, ha sido el eterno desahogo. Cifra y compendio del derecho al pataleo que siente todo español vivo. Esa acción terapéutica y purificadora de las bellas letras y de las balas es la que más vale.

A partir de entonces masqué el polvo de la derrota y sé de veras lo que significa sentirse un marginado, pero ahora mismo encuentro justificada mi rebelión. La tarde en que les gané a los vascos al frontón la consideré un momento de desquite.

Tampoco se me han olvidado las bellas y calurosas tardes con viento terral en que el grupo de los suspensos bajábamos a bañarnos a Oyambre, aquella playa de aguas blancas y de arenas movedizas, con las corrientes encontradas de la ría, a cuyas aguas se asomaban los nueve pueblos y nueve valles, y del mar. Todos los años perecía ahogado más de un alumno.

Se agolpan en el cajón de los recuerdos nombres, ventanas y tránsitos, y las notas de un piano que suena al fondo se entreveran con el perfil de algunos rostros ya borrosos. Los parterres de la fachada principal tenían rosas todo el año. Se escuchaban de ve en cuando mientras traducíamos a Homero el trajinar del Hermano Prudencio, el jardinero con sus tijeras de podar afanándose sobre los aliños y macetas que tanto embellecían la fachada orientada a Mediodía. En el Norte no helaba como en mi ciudad, pero las navidades de hace cuarenta años y lo digo porque escribo estas referencias la noche de San Silvestre del 99, cuando dentro de una hora enterraremos el Siglo Incomparable, que es como se debiera llamar al siglo viejo,-y ¿qué nos deparará el nuevo, madre?- fueron tristes. En portería se quedaron con un poco turrón y unos chorizos que me mandaron mis padres. Don Amable, el cura de Ruiloba, viejo moreno y carilleno, pero sin una sola cana, que venía a confesar a los del seminario menor, jadeaba al subir la cuesta de la Cardosa en las tardes de lluvia y en las mañanas con viento sur, que en esta región santanderina es un terral mortífero. El P. Nieto estaba casi amarillo; daba un poco de miedo al acercarse a él. Tenía la cabeza deforma y un rostro monstruoso sobre una panza muy abultada, signo fatídico de la cirrosis que lo habría de llevar a la tumba, pero decían que era un santo y que algún día subiría a los altares. Por el verano los domingos había baile en el pueblo y el sonido que retumbaba alacre por todo el valle subía hasta nosotros durante el estudio. Era un canto de sirenas y alguno no lo pudo resistir. Por culpa de aquella orquesta se perdió más de una vocación, pero de eso ha quedado ya constancia en una maravillosa novela “Sin camino” que escribió Castillo Puche. Allí ese ambiente cerrado de isla alejada que resultaba asfixiante. Se atacaba en ese libro a la educación elitista que se impartía en aquel recinto, pero los jesuitas, que no son tontos, compraron al impresor toda la edición. El novelista murciano veía venir la gran desbandada y el cambio que se avecinaba. Cuando la mayor parte de los españoles se mostraban germanófilos, con un olfato muy fino algunos de los profesores y maestrillos de la Pontificia se declaraban aliadófilos sin remilgos.

Comillas tenía un alma doble y la tempestad soplaba sobre los corazones en calma a primera vista, pero esa beatitud no era más que aparencial. Para mí no fue exactamente un paraíso. Sin embargo, el verde de aquellos paisajes me tiraba. Dejó secuela en mí. Los prados de las Asturias de Santillana eran un barrunto de los de las Asturias de Oviedo donde habría de vivir lo mejor de la vida y pasar los días más felices de mi existencia si es que ha habido alguno. Hacia ellos, sin yo darme cuenta, me estaba arrastrando mi destino.

-A Oreanda irás.

-¿Dónde está Oreanda ?

-Un sitio entre laureles que miran al mar cabe la mar.

-Señor, ¿me resarcirás?

-Yo seré tu pavés. Entre tanto, aguanta.

Así estaba escrito. La divina misericordia , sin que mis ojos lo detectaran estaba trabajando por de dentro y me preparaba un sitio junto al mar al abrigo de las montañas donde se sellaba un pacto de vida, una querencia incoercible. En aquel lugar yo era, sin embargo, un ser extraño. Es duro a los quince años sentirse un rezagado, un fracasado. Fue el dictamen de Larramendi que pesa sobre mí. A partir de ahí me han estado echando de todas partes. No me considero , en cambio, un paria ante “in conspectu Dei”. El éxito y el fracaso en el ámbito de lo temporal y lo metafísico no son conceptos relacionados.

No entendía la Física que daba el P. Cabezas. Las matemáticas resultaban un suplicio y en Griego y en Latín, que yo suponía mis fuertes el P. Larramendi, que empezó a mostrarme ojeriza desde el principio, se ensañaba llamándome calamidad delante de toda la casa. El P. Martino nos hartaba de Machado y de García Lorca y de Alberti que fueron los poetas más leídos del franquismo. En prosa la monserga cotidiana eran Azorín, y venga Ortega y Unamuno. Siempre más de lo mismo. ¿Quién dijo que toda esta gente estuvo postergada? Desde entonces tengo también atragantados a esos autores, pero una vez en la clase de composición del P. Penagos, saqué notable por una descripción que hice del valle de Ruiloba. Se me quedó grabada una visita que hicimos al monasterio de Vía Coeli, uno de los siete que guardaban la entrada al Revulgo de Santillana, a la vera misma del mar, fundado por Diego Velarde, “el que la sierpe mató y con la infanta casó”. Aquella visita sería iniciática, pues empecé a sentir algo muy especial por la liturgia cisterciense, y esa atracción se vino a consolidar a lo largo de mi vida. Estuve allí no más de una hora, pero el recuerdo de aquel lugar de paz bañado por las olas isócronas del cántabro mar recogiendo en cada marea el canto de la Salve y la santidad de los mártires (al P. Heredia lo defenestraron el tres de diciembre 1936, era el prior). El abad y todos los monjes habían sido pasados por las armas en los aciagos enfrentamientos de las dos Españas.

En Comillas tuve el mayor fracaso pero allí empecé lo que habría de significar la Virgen a lo largo de mis pobres días de escritor y periodista contra las cuerdas. Allí empezó el camino de la gran rebelión y de mis frustraciones, pero, ya digo, la Madre de Dios estuvo al quite. Ella pararía los golpes que desde muy niño empezó a lanzarme la Bestia. Encontré en su manto iluminado de estrellas mi pavés. Esta mujer tan excelsa es el único argumento que encontraréis en mi pobre existencia novelesca, plena de altibajos y de contradicciones. Tenía dos nombres: uno celeste y otro terrestre, Sofía y María.

Sólo hallaría yo solaz en su dulce mirar.

¡Pobre de mí! Usategui, el amigo fiel de aquellos instantes de incomprensión, se había convertido en un vulgar activista político que no escatimaría medios, incluso el asesinato, a la hora de alcanzar sus designios. Apuntaba alto la flecha, pero el carcaj le estalló sobre el pecho como a los capitanes arañas de la revolucionaria incumbencia, ya de camino, que él indoctrinara, les sería deparada la muerte con la carga de dinamita manipulada. Murió a pies de obra. Muchos honrarán su heroida de memoria, le recitarán versos, pero para mí nunca dejó de ser un cretino. Se unió a la guerrilla urbana, fue detenido y condenado, según conseguí saber después de nuestro accidentado encuentro en París. Por tener ordenes sagradas se libró de la máxima pena y en un par de ocasiones viajé a visitarle a la cárcel de Zamora. Aun seguía rezando el reato del breviario cada día. Se consideraba el rubiales risueño que yo conocí, con unas cuantas arrugas de más en el rostro. Prorrumpía en dicterios y apóstrofes no catalogables cuando se le mentaba el nombre de Francisco Franco. Él, que era tan fervoroso y tan místico. El fin justifica los medios. Parece ser que san Ignacio adoptó esa dialéctica después de leer Maquiavelo. La vida gira y pega tumbos. Sólo la palabra etarra me hace temblar porque viene asociada a la noción de titulares de luto en los periódicos y una constante desazón de odio que acabará por rompernos por dentro como país. Los asesinos adquirirían un protagonismo de hecho consumado. Las manidas frases, los sólitos argumentos. La verdad es que la vida moderna se ha convertido en un aburrimiento. La hidra del noventa y ocho que esgrime sus siete cabezas amenazante contra nosotros. ¿Dónde estás, Diego Velarde? ¿Fuiste tú, en verdad, el que la sierpe descabezó? Retumban nombres como cañonazos a todas horas: proceso de Burgos, Lasa y Zabala, Martutene, impuesto revolucionario, Arzallus, “peneuves”, “penenes” y peleles. Ya son años escuchando las mismas querencias en la galería triste de la actualidad. El áspid inocula su veneno mientras constriñe su bufanda mortífera enroscada a nuestros cuellos. España se acabó.

 

 

La grotesca escena de la violación múltiple de aquella muchacha, símbolo de la patria vasca, en una buhardilla parisiense me hizo entender muchas cosas que hasta entonces no comprendía. Había fracasado la educación sentimental de toda mi generación. Josemari Amilibia en otro gran libro “Los Héroes de Barro” - es otra tremenda novela al que se ha ignorado a propósito pero que resulta apodíctica para comprender a la generación del 68- suscribe de forma inapelable ese juicio.

Todas estas memorias comillenses me vinieron de golpe cuando me eché a la cara a mi amigo vasco en París. Cada uno había seguido rutas distintas, pero continuábamos rezando el breviario y recordando los emocionantes himnos que entonábamos en la explanada del Stella Maris el 31 de mayo. Te gané por siete de diferencia y aquella partida fue un punto de referencia para mi ahínco. Larramendi me fulminaba de anatemas. Vuelvéte a Segovia, no eres de los nuestros, eres un desastre, pero yo había dado una buena tunda a uno de los cestistas vascos favoritos; con todo, aquella tenacidad no era más que el furor del vencido. Si me hubieses levantado la mano, bien sabes que yo no me iba hacer de pencas. De chico, cachis diez, a dos matones de Cantalejo, que también tiene lo suyo de jacarandosos, y, aunque son vacceos, se traen un aire a vosotros en lo de fanfarronear, los metí en un puño, pero Stella Maris, poblado de cantos entonces, ¿ por qué ahora te has convertido en un desierto? Claro, los cambios de rumbo de la Nave de Pedro, se me dirá, hay en todo este abandono y ese silencio de caserón vencido un pecado antiguo que nos ocultaban. Casi ya da lo mismo. Ni me quedan rencor ni nostalgia. Es un drama la vida de los pueblos y en menor escala la de los individuos y la vida da más vuelta que el afecto de una mujer aunque no sea puta. Sólo ella, la que alza sus plantas como un ángel blanco sobre la fachada del transepto nos sigue queriendo. Nos comprende y hasta nos cura con su mirada. Yo siento sus rayos de vida sobre mi pecho, Usategui. Lo demás todo es filfa. Poca importancia tiene que tú te hayas hecho de Arzallus. Aquella devoción que juntos aprendimos está por encima de las creencias políticas, los rasgos de la personalidad. Tanto monta, monta tanto en que vosotros bajaseis al frontón con pelotas que botaban bien, traídas expresamente de los EEUU o de Francia, y yo me presentara al torneo con una forrada de piel de gato que me había regalado un paisano de Peñafiel. ¿Quién ha sembrado el odio? ¿Tanta discriminación a qué ton? Las majaderías de Sabino Arana llenaron de vientos tu cabeza, pero tú sabes que uno a uno, hombre a hombre, nunca por la espalda, no nos ganáis. Me acuerdo de la vez que discutiste con Pipe Hevia, el sobrino del obispo de Oviedo por la misma banalidad. Él empeñado que no hay verde como el de Pravia, donde él había registrado hasta treinta y seis matices, y no me extraña de ese color, y tú decías que había muchos más en Vizcaya. No tenéis ojos más que para lo vuestro y así no hay forma. La única música, la del chistu. El mejor guiso, el marmitako. Los mejores pescadores, los de Bermeo, y ahí te doy toda la razón, pero no te olvides que no son peores los de Huelva o los gallegos. La mejor bebida, el pacharán. Los mejores poetas, los versolaris. Los mejores cantantes, los copleros del zorcico. Ese antagonismo sólo nos va a llevar al desastre. Acabaremos todos hablando no en vasco sino en spanglish y bebiendo coca cola a todo meter. No digo yo que el mejor campo de futbol sea el de San Mamés, pues ya desde entonces yo era del Atlético de Bilbao, y nunca he visto mejor puente colgante que el de Portugalete, de donde era Arriaga, pero era una impostura querer parcelar la historia de España en banderías.

Los que aspiraban a una hornacina y sentar plaza de San Luis Gonzaga luego se desquiciaron. El diablo ganaría la partida, pero no nos fuimos con Satanás. Es que con nuestra postura rebelde queríamos enseñar al mundo el verdadero rostro de Cristo. Salimos de estampida y en cierta forma arrollábamos a un mundo desconocido y que tampoco hizo demasiado esfuerzo por conocernos, y menos entendernos. Todo nos lo tuvimos que ganar a pulso y el proceso de adaptación, porque andábamos sin las ideas claras y no sabíamos distinguir la realidad de la ficción, que era lo que nos enseñaron, lo temporal de lo espiritual. Esa paranoia condujo a algunos de nosotros a la catástrofe.

Por ejemplo, en la frase que pronuncia el dominico exclaustrado y transplantado nada menos que a Estocolmo donde nace de nuevo a la vida, porque allá conoce al amor, “ Anika, yo te maté”, cuando se entera del fallecimiento de su novia sueca, es un grito de dolor del niño que se enfrenta ante el juguete destripado. Los experimentos con gaseosa. Pero a nosotros nadie nos introdujo en el consumo de esta bebida efervescente. Nos empezamos a emborrachar con vino peleón o con aguardiente de garrafón. Fue demasiado brusco entre el ideal y lo real. Recibimos una rutinaria educación basada en lo superficial. Nos soltaron de repente y nuestra conversión a la inversa redundaría en corrupción. El sol pesaba demasiado sobre las cejas, la arena quemaba los pies, la gente pegaba voces, y oíamos el ruido del coliseo enfurecido. La plebe necesitaba sangre y espectáculo para ser feliz.

Yo la maté”. Ya no habría una segunda oportunidad.

Muchos acabaron en la droga y en el alcohol. O tirándose desde el pináculo de la torre más alta del mundo, para dejar que los supervivientes de aquel naufragio se hayan convertido en cadáveres que ambulan, padres de familia maltratado, aburridos Falstaff, que únicamente encontraron un dios en el vientre, viejos prematuros y gente de las clases pasivas sin demasiado horizonte.

Sin embargo, no nos podemos quejarnos de la vida. Conocimos el amor y por él lo tiramos todos. Abrimos brecha. Fuimos esos los últimos aventureros, los descendientes de un pueblo que conquistó continentes.

Torbado acertó plenamente. Su frase nos define. “Yo la maté”. Eso es lo que fuimos una generación de “ex” que sigue sin encontrar el rumbo.

Era el sitio más poblado de sotanas por metro cuadrado de toda la Península. A Comillas la llamaban “Villa de los Arzobispos”, debido a la gran cantidad de mitrados que produjo a lo largo de sus tres cuartos de siglo de existencia. En sus aulas se inventaría la palabra “hispanidad” y fue una postrera tentativa por crear un clerecía de altura. En aquel cotarro rodeado de cuetos y de acantilados bravíos el Marqués trató de convertir al Seminario de San Antonio de Padua en una suerte de campamentos de Dios. Se asemejaba un poco a Grafenwohr, donde se preparó a la Wehrmacht antes de su campaña contra Rusia. Nosotros nos entrenábamos para conquistar el orbe para las banderas del Señor. Era eso un castro campamental enriscado en el otero místico, desafiando al aire y al orvallo perenne y mirando con cierta altanería para la poza donde se rendía a sus pies el humilde pueblo montañés. Allí estaban los que habían de ser convertidos. Era una forma de hablar porque la música alborotadora de la verbena por el verano como un canto de sirena les hizo desistir a muchos, que no eran tan fuertes como Ulises ni tenían las cosas tan claras, de su demanda. Vivíamos sobre una roca exaltada por los sueños entre las nubes de una maravillosa quimera. El can del desengaño no había distribuido sobre nuestras carnes la cuota alícuota de zarpazos. El alcázar se rendiría al soplo huracanado y laico de los desengaños.

El momento más espectacular del día era el de la misa conventual que se celebraba de forma multitudinaria y deprisa, pues eran cerca de doscientos curas y a las nueve sonaban los timbres de la clase de prima. Habían de establecerse turno para la concelebración de misas simultáneas y las numerosas capillas y oratorios que había en las cuatro iglesias existentes en el recinto no daban abastanza a aquel ir y venir de estolas y de casullas, de hijuelas, credencias y epactas. Los jóvenes sacerdotes recién ordenados guardaban cola de pie en las cajoneras de la sacristía para ponerse el cíngulo. Era todo un espectáculo. Los tres seminarios en peso nos teníamos que movilizar en peso para ayudar a los misacantanos. Entre las cinco y las diez de la mañana se decían entre trescientas y cuatro misas rezadas. Me complacía a mí hacer de acólito a los franciscanos y a los carmelitas descalzos que seguían un rito especial y que a diferencia del clero regular se colocaban el amito a manera de cogolla, pero los dominicos eran los más espectaculares. Recitaban todo el canon con los brazos en cruz.

Aquellos genitivos de la oblata, los gestos y las bellas impetraciones litúrgicas de la liturgia de San Pío V quedaron grabadas para siempre en mi memoria y tantas veces les habré repetido que me las sé de coro. No creo que puedan ponerse en boca de hombre plegarias tan sublimes. Creo que fueron inspiradas por el Espíritu Santo.

A lo largo de los pasillos de los tránsitos estaban colgadas los retratos de los obispos, arzobispos y patriarcas que fueron antiguos alumnos. En la nómina de dignatarios obispales y arzobispales aparecían jesuitas. Sólo algunos, de los desplazados a Misiones, porque se da por archisabido que las constituciones de la Orden lo prohíben y clasifican como pecado “de ambitu”: pretender obispados. Se da la paradoja de que los guardias de corps de Jesucristo incurren en los defectos del reduccionismo luterano o jansenista, enemigos a los que combaten al sacar la cara por el papa: desmontar el tinglado jerárquico haciendo recaer toda la autoridad sobre un solo pastor del rebaño, impidiendo el gobierno sinodal que tenía una larga y solidaria tradición desde los Apóstoles. Al actuar a rajatabla a favor del mando único impusieron una autocracia piramidal, seca y estricta, que tiene que ver poco con el rostro amable y misericordioso del Redentor. Se arrogaron una facultad justificada en un dudoso mandato evangélico, el de las llaves, que a lo largo de la historia, en vez de abrir y tender puentes entre los hombres, ha servido para construir muros y elevar barreras de separación. San Ignacio, lleno de santas intenciones, perseguía una utopía sólo aparentemente, porque lo temporal y lo espiritual no vienen en ligas separadas, sino que son resultado de la mena metalífera complicada de aleaciones varias. Este conundrum no es sino el harnero de las cosas, el enigma de la realidad fraguada en la luz y en la sombra. Su viaje a Roma lo pone en camino de un deseo de desquite. No había hecho carrera en Arévalo como paje en la corte de Isabel la Católica, su carácter violento le había metido en líos de duelos por mujeres y como soldado del Duque de Nájera tampoco llegaría muy lejos: una arcabuz casi le descuaja una pierna. Quiere resarcirse de los despechos sufridos en Castilla. Nada de rey, ni emperador. Sólo Dios y su vicario en la tierra. Para llegar a alguna parte hay siempre que ir a la cabeza.

Los rostros hieráticos de aquellos monseñores colgados sobre la pared y gozando de la serenidad enjalbegada bajo los artesanos del Paraninfo, cerca del sitial del Nuncio con baldaquino de guadamecí parecían gritarme: “ Tú tienes que ser como ellos. Si ellos pudieron por qué tú no; persevera, hijo, que algún día te verás en este cuadro de honor”. Muchos no pertenecían al mundo de los vivos y puede que hasta hayan sido canonizados al recibir la palma del martirio. El furor sicario de las hordas rojas parece que se ensañó con ellos. Eran la gloria de la Pontificia. Un número nutrido de esta lista de mitrados cayó víctima del furor iconoclasta de la guerra civil. Yo hubiera volado hacia aquel Olimpo de dignatarios si Larramendi no hubiese cortado las alas a este gorrión que quería imitar a las águilas triunfantes, pobre de mí. En el camino de la santidad aquel prefecto de hirsuto como el de una brocha encalvecida me puso la trabilla. Creo que era de algo más que dudosa tendencia, pues había que ver con qué ojos de carnero degollado miraba para Gamboa, aquel retórico rubito con cara de virgencita, que cantaba de tiple en el coro bajo la batuta del P. Nieto, cuando traducíamos a Cicerón.

-Tú, Gamboa, aquí a mi lado. No quiero perderte de vista.

Capté al vuelo el doble sentido de aquella frase, porque la jaula de oro de Comillas dio muchos obispos y predicadores de campanillas a la Iglesia, un buen cupo de poetas y de escritores, pero también de bujarrones de todos los pelajes. Las reglas de la naturaleza, inapelables. Tenía que ser así. Con más de mil tíos encerrados sin una mujer a la vista y sólo el consuelo de las estampitas del Hermano Garate , el encargado de la lavandería, que también decía que era un santo, pero hay cosas incluso para lo que la santidad es insuficiente. El protagonista de la novela de Castillo Puche, ya en cuarto de Teología, aprovecha uno de esos viajes que se hacían a la capital de provincia con el objeto de ir al médico de Baldecillo o a resolver ciertos asuntos, para ir a un baile, allí se emborracha y se va con una mujer. En plena noche se declara el terrible incendio del año 40 que destruyó completamente la ciudad de Santander. Todo echábamos fuego. El viento del sur nos volvía muy ardientes.

Pero si ellos pudieron, yo también podría. Era lo que se repetía Iñigo de Loyola cuando decidió convertirse en santo. Yo aspiraba a la santidad, pero no así. Ya en el refectorio, donde uno de los mayordomos gallegos venía con la herrada durante el desayuno y me servía ración doblada de café con leche pues sabía que me gustaba aquella leche pura de vaca -en el seminario de San Antonio no conocimos nunca el queso de bola americano ni la leche en polvo- y que yo no recibía paquetes de comida desde casa. Esto para el gordito. También Loís era uno de sus preferidos y a él también le colmaba la taza y le decía algo cariñoso en gallego.

Los de mi mesa éramos como una familia. Al empezar el curso te colocaban en un sitio y de allí no tenías que moverte. Si alguno fallecía o era expulsado nunca se llenaría el hueco hasta el año siguiente. Esto también tenía que ver con las costumbres atávicas de los tirocinios. ¿Una forma de expresar la brevedad de las cosas y de meditar en la muerte sin tenerte que empachar de la prosa del P. Garzón o meterte en la tramoya de los Ejercicios ? Tal vez.

Hice, ya digo, amistad con los otros cinco comensales. Había un madrileño castizo regordete y mofletudo con el pelo a cepillo al que enviaba su familia un buen matute de refuerzo y siempre nos convidaba. Una vez nos dimos un atracón de anchoas con vino de Valdepeñas para acabar la cuaresma. Vale un florín cada gota este vinillo aloque, dijo Otto con frase de Baltasar del Alcázar.

Luego estaban Usategui, Bedoya, uno que era de Potes y tenía algo de maquis, porque su padre estaba en la guerrilla, una vez nos enseñó una foto en que aparecía el famoso Juanín, que para unos será un luchador por la libertad, pero para nosotros en aquellos tiempos un simple bandolero, uno que era de Burgos que tenía, como Gamboa, la cara de niña, el Larramendi siempre les sentaba en los primeros bancos, y yo. Creo que se llamaba Santos y era un impertinente gafotas.

Bedoya tenía los dientes postizos, el pobre tan joven y se los lavaba en los aseos cuando nadie lo veía. La gente le tomaba un poco el pelo por esa merma casi trágica de ser desdentado para toda la vida en plena adolescencia, y porque era “de ideas”, no recibía visitas, sus parientes no venían a verle nunca, a pesar de que su pueblo caía de allí a menos de noventa kilómetros, se le había muerto la madre y su padre estaba preso en Santoña, pero yo sentía una gran admiración hacia él. Era uno de los que mejor escribía de quinto de retórica y el que sabía más literatura porque era el más leído.

Los demás pronto nos encasillaron como el “grupo del Bedoyo”, el pelotón de los torpes según el prefecto Larramendi, los díscolos y los incorregibles, los que al año que viene tendrán que volver a su seminario, porque no valen para Comillas.

-Déjales, no les hagas caso, Maximino.

Los jueves por la tarde que había paseo nos juntábamos unos cuantos en torno a Bedoya y recitábamos en voz alza el Pascual Duarte en Peña Castillo, mientras abajo en el despeñadero estallaban con rítmicos estampidos isócronos sobre las rocas las olas del océano y del Stella Maris llegaba el estruendo de los que jugaban al fútbol.

-A mí me gustaría ser escritor, Bedoya. ¿Crees que lo conseguiré?

-Sí hombre, sí, como no. Para escribir sólo hace falta un poco de paciencia. Pero siempre hay que tener por delante un objetivo, alguna causa justa.

Cuando se apasionaba por alguna cosa al lebaniego le temblaba la barbilla y se le removía algo la prótesis. Cela era uno de sus autores preferidos. Recuerdo que la primera vez que fui a entrevistar al autor de La Colmena me acordé de mi compañero de fatigas, ¿qué habrá sido de él?

Aquellos campamentos del espíritu donde se preparaban las acérrimas cohortes de la infantería celestial, los manípulos y los reitres de la caballería de San Miguel se licenciarían muchos antes de jurar bandera. A mí me destinaron no a la plana mayor sino a los lavaderos como edecán del Hermano Garate. Se podía llegar al cielo y ser religioso sin que te impusiera las manos el obispo, pero decliné del todo la oferta que me tendía el padre rector de ingresar en el Máximo no para hacerme maestrillo, sino hermano coadjutor.

Lo mío eran las letras en verdad y creo que he emborronado mi vida de palabras, taxativamente soy grafómano, para demostrar a Larramendi que estaban equivocados. La sombra de aquel rechazo proyecta todavía su silueta sobre mí, pero entonces la poesía fue el esquife al que me icé sobre las olas para salvarme del hundimiento. Un náufrago fui entonces y un náufrago soy ahora. El P. Heras me echó una estacha:

-¿Por qué no te vuelves para tu seminario? Yo creo que tienes verdadera vocación. Eres uno de los llamados y no has de dejarlo.

-Para Larramendi soy un retrasado mental.

No dejaba de decirme que parecía medio tonto.

-Te nos ha colado. Entraste aquí por la puerta falsa.

Raudales de indignación acuden a mi alma aquellas palabras por aquel hombre espátula, brocha y escoba de la hipocresía abatanada en los mejores noviciados de la Compañía, también la violencia. Ya sé que todos los jesuitas no eran así, pero la imagen de aquel trágala. Incluso, pasados tantos años, aquel orífice de malevolencia se ha enquistado dentro de mí. No era ni más ni menos que el heraldo del sino infausto. A lo largo de mis días hube de defenderle contra el mal agüero de aquel jesuita que abría la caja de Pandora de los peores instintos.

Trató de justificar su decisión poniendo un símil castrense:

-Mira. Esto es como una academia de alto grado para la formación de cadetes de elite, West Point, Sandhurst, Saint Cyr. Los chusqueros no nos interesan. Aquí necesitamos alféreces de carrera, no cabos primera. Esto es un seminario de altura, no un colaña. Tú no eres de los nuestros.

Me sentí como un reo al que comunican su sentencia de muerte. Se me ocurrió recordarle al prefecto lo de los últimos serán los primeros, mas creo que hubiera sido inútil porque Larramendi estaba demasiado pagado de sí mismo para creer en Cristo. Ahora comprendo por qué Usategui, que ése sí era de los suyos, acabó en banda armada. Guardé silencio y aunque sentí que me temblaban las piernas y se me humedecían los ojos a toda costa procuré reponerme.

Había sido convocado a su cuarto de forma solemne y anunciarme el finiquito:

-Lo he consultado ante el Sagrario y he decidido que no vuelvas al año que viene.

Era una desapacible tarde del 17 de marzo de 1960. Cuando llega ese día me echo siempre a temblar, porque la efeméride ha convocado a la sombra y en tal fecha como esa el infortunio se repite. Porque las desgracias nunca llegan solas, aquella expulsión precipitó otras.

No me pude contener y me eché a llorar sorda e irremisiblemente, pero en aquel verdugo mis pucheros no hicieron mella. Larramendi no sólo tenía el corazón duro sino que era un masoquista. Le enervaban mis sollozos. Pero yo me daba pena de mi mismo con aquel hábito que parecía iba hecho un adefesio.

-¿Es que no tienes ni para una sotana? Se te van patatas en los calcetines, tienes chepa, enseñas los pantalones debajo de la sotana, eres lo que se dice una ruina.

-No, padre. Somos pobres.

-Me he puesto en contacto con tu familia para que vinieran a recogerte, pero tu madre está enferma y creo que carecen de dinero para llegarse hasta aquí. Puedes quedarte hasta que termine el curso, pero, ojo, a la menor queja, te ponemos con la maleta en la Cardosa. Te hago una concesión, soy generoso.

-¿Qué hace tu padre para ganarse la vida?

-Es sargento de Artillería y mi madre lava para afuera. Somos muchos en casa.

Recuerdo que me enjugaba las lágrimas con la manga de la hopalanda que me había regalado Don Bienvenido, el canónigo lectoral de Segovia, al que trataban mis padres, y que se me había quedado corta, porque aquel año había pegado yo el estirón, y luego para reprimir aquella lastima que sentía por mí mismo así con los dedos los flecos del fajín azul. Y pedía a la Virgen que me socorriese. Creo que es verdad, vino en mi auxilio y he sentido su presencia de madre invisible sobre mi orfandad pecadora.

 

 

Larramendi era delgado y larguirucho. Se estaba quedando calvo pero algunos pelos lacios como púas campeaban sobre su colodro dolicocéfalo. Todo en él, hasta el alma, debía de ser puntiagudo.

-¿Por qué lloras como una colegiala, eh?

-Es que mi padre es suboficial y como ha dicho Su Reverencia eso de los sargentos...

-Pues, si tu sigues por ese camino, no vas a pasar de soldado raso. Y ahora lárgate de mi vista. Agur.

Cuando bajaba por las escaleras hacia la planta baja, creí percibir un olor fétido y ruidos extraños como de forzados que arrastran cadenas y van esposados con bretes y pihuelas de pies y manos y eché correr para prosternarme ante el edículo de Nuestra Señora (una vez que acudí a Comillas en el verano del 95 le hice un retrato y aquella madona está ahora en mi habitación cerca de mí). Se me acababa de aparecer el diablo disfrazado de jesuita. Larramendi era su representante en aquellos campamentos donde se preparaban las milicias apostólicas. El trigo y la cizaña crecen aparejados en los campos de la virtud, que de todo tiene que haber en la viña del Señor

Formulé la resolución firme de poderle demostrar a aquel arrogante y malvado sacerdote que se había equivocado conmigo, que las guerras a veces no las ganan los generales ni los guardias de Corps sino aquel turuta borracho y díscolo que duerme muchas noches en la prevención y que en un momento de arrojo se lanza contra el enemigo y consigue que no se rinda la plaza. Algún día pueden que resuciten Cabo noval y el Cascorro. De la misma forma no dejo de acariciar la idea de que la iglesia de Jesús está a buen recaudo no por el papa tal cual, ni por aquel predicador, sino por ese ostiario humilde y pobre al que elige el Espíritu Santo para consumar su obra.

Los últimos serán los primeros, Padre Larramendi. Entretanto, tendremos que seguir soportandoos, acariciando vuestro yugo, besando el látigo. Amen. En espera de que un día se abran las puertas de la campa y entre por ellas el libertador.

Con la absoluta en el bolsillo y habiendo aceptado mi suerte irremediable de ser apartado como oveja negra del rebaño, ya no me importaba nada, pero no adopté la actitud pasota del cucarro, que para lo que le queda en el convento, se mea dentro. Al revés, me volví más bondadoso y cumplidor del reglamento. Era ya yo mismo, y así el último trimestre que pasé en el seminario de San Antonio fueron tres meses quizás los más felices de mi vida. Fue una primavera hermosa. El sol rompía su lanza de luz en auroras faustas por los ribetes de Peña Castillo y de Ruiloba coronado de pinos y de eucaliptos, los cielos narraban las glorias del criador acariciando sus rayos mi despertar, mi camarilla se orientaba a levante.

Rápidamente me tiraba de la cama nada más amanecer y prosternado frente al astro naciente recitaba la plegaria triunfal que suele rezarse en comunidad en los monasterios cistercienses “Iam lucis” y que en Comillas musitábamos en privado camino de las duchas. Se trata de la mejor fórmula para dar comienzo a una jornada y el mejor sortilegio contra los enemigos meridianos que nos acechan a cada paso.

Procuré ser servicial con los demás, sacando fuerza de flaqueza. El prefecto me dispensó de asistir a las clases, Bedoya me dejó algunos libros y pasaba gran parte de aquellos hermosos y largos días entregado a mi vicio favorito: la lectura. Un libro que me impresionó fue la “Vida sale al encuentro” de Federico Sánchez Mazas. El padre Heras vino a verme una vez y trató de consolarme. Recuerdo la cara de aquel bendito, su rostro largo, el pelo echado hacia atrás, su porte de hidalgo castellano, podía ser el fantasma que habitaban en alguna de las casonas cerradas de Santillana de Mar, que estaba de allí a un tiro de piedra. Su presbicia inspiraba cierta ternura y era un buen religioso, acaso un santo jesuita que también los hay. Le sobraba la caballerosidad y buena crianza que le faltaba a aquel vasco mal educado e histérico.

-No hagas caso ni lo tomes a mal. El P. Larramendi es el típico maestro de novicios. Su aparente dureza se justifica en las rigurosas pruebas a que somos sometidos en el postulantado. Esta táctica forma parte de lo que llamamos “suspensio mentis”. Un aspirante a llamarse hijo de San Ignacio tiene que pasar por la ordalía. Ello forma parte de la forja del carácter, la renuncia a la pompa y vanidad del siglo, la aceptación de la obediencia de cadáver. No te preocupes, Maximino. Regresa a tu seminario y sigue allí la carrera. Tú serás un sacerdote. Olvida lo que el prefecto te ha dicho y acepta toda esta amargura como la voluntad de Dios, que desea que te acrisoles.

Luego me abrazó y me besó con ternura y compasión infinita. Fue el ósculo de paz, el beso más pudoroso que he recibido en mi vida. Me lo dio Cristo. Y en aquella acolada puso la casta energía que derrama el Paráclito sobre los escogidos para el dolor. Ser sacerdote no constituye otra cosa que la donación de un viejo símbolo: ser presbítero, administrador de la paciencia divina, transmudarse en pies, manos y alientos de una voluntad imperiosa de salvación, algo cargado de misterio que nada tiene que ver con la temporalidad eclesial, sino con su esencia misma: la economía soteriológica.

Cuando viene a mi mente el pensamiento de Cristo, acude el rostro de aquel jesuita arandino. Él me confortó, me restañó las heridas con el bálsamo de la palabra de vida. Era el paraninfo de una gracia que llegaba; como tantas veces, fui refractario a ese raudal de dones que me anunciaba en aquella modesta celda que daba al paraíso. Por la ojiva del ventanal adornado de arquivoltas vermiculadas penetraba un haz de rayos en diagonal como en los retratos de frailes místicos que pintara Zurbarán. Los tamarindos de la varga Cardosa daban ya florecido una escolta de verdor a la mole cuadrada del edificio, que también tenía forma de parrilla y era un anticipo en la España verde del Escorial castellano. Las golondrinas habían vuelto volando raudas con sus alas en forma de horcarte bajo los aleros o alrededor de los mazos transversales del inmenso rosetón que coronaba el dintel del pórtico de la capilla mayor y su alborotado chiar esponjaba el ánimo de serenidad y de emoción. Uno se acordaba de los versos de Juan Ramón: “...y yo me iré y quedarán los pájaros cantando”.

Mi conocimiento de la literatura española ganaba aumentos con las lecturas solapadas en Peña Castillo bajo la férula de Bedoya. Nos metimos entre pecho y espalda a todo Neruda, a Gerardo Diego y a los grandes de la generación del 27. Una tarde mi amigo lebaniego, aquel día nos dieron manises de postre, tuvo un accidente, se le chascó el paladar de la prótesis y tuvo que ausentarse durante algún tiempo. Quedó apalabrado con un mecánico dentista de Torrelavega que le haría la compostura.

-También es mala suerte, Bedoya, tan joven y descolmillado.

-Es cierto, Maximino, pero la garra y todo lo que muerde no lo lleva el hombre en los puños ni en los piños, sino aquí.

Y se dio un palmetazo en la frontal de la sien.

-Desde luego, nunca veremos a burros calvos o sin molares - le dije para consolarle.

Hablaba como un viejo dejando explosionar el aire a través de las encías como cuévanos y apenas se le entendía pero en sus sentencias vaciaba la carga de sabiduría que llevaba en su interior:

-Creo que los hombres se equivocan cuando hacen reposar el vértice del honor en los cojones. Nuestra honra no puede cifrarse en las partes más innobles sino en el alma. Ya ves. Resulta que, como soy desdentado, mi obispo no me dejaría ordenarme. Cualquiera que adolezca de defecto físico no puede recibir órdenes sagradas. Roma es en esto tajante. A ti me han dicho que Larramendi te segrega porque eres gordito. Lo sé de buena fuente, Antonio.

-Pues, mire su reverencia. dije- cuando leo el Evangelio veo que Cristo se rodeaba de gente poco escogida: paralíticos, epilépticos, o con flujo de sangre como la hemorroisa, y hasta enanos igual que Zaqueo, y no pasaba nada. Eran sus preferidos.

-Pero por lo que se ve, ni tú ni yo damos la talla.

-Bueno ¿nos volveremos a ver ?

-Quien sabe. La vida da muchas vueltas. Aunque no te lo creas, estoy contento de alzar el vuelo de esta jaula dorada. Me ha escrito madre que a padre le llegó el indulto, ha salido de Santoña, está en casa.

El padre Teodoro Heras bajó con él hasta la plaza del pueblo donde tomó el coche de línea. Pensé que no le volvería a ver más, pero me equivocaba. Una noche me topé con él en el Café Gijón. Era un hombre alto, espigado. Se había puesto los dientes de porcelana y el encuadre era an perfecto que apenas se notaba lo falso. Estaba acompañado por una rubia despampanante. Bedoya, miembro del Partido socialista, ocupaba un alto cargo. Se había olvidado de la literatura y funcionaba en positivo.

Creo que me reconoció pero estuvo frío en el saludo.

-¿Te acuerdas de aquellos años?

-Más bien, no. Hay que borrar la memoria de aquella Dictadura.

-Para mí el único dictador que hubo fue Larramendi.

Calcó en mí una mirada de reproche, murmuró algo despectivo contra los fascistas, se tornó a la rubia y al punto la pareja se alejó de la taberna. Había pasado factura por lo del internamiento de su progenitor, los maquis, Juanín, aquella fotografía del bandolero acribillado a balazos junto a un árbol, y creo que llegó a presidente de su autonomía. Fue un caso parecido al de Usategui, por más que yo no lo esperara, pero sigue habiendo dos Españas.

Recuerdo los ocasos sin parangón posible en los alrededores de Oyambre, las olas con su movimiento isócrono y la acribia de sus trazados lamían las dunas, festones de espuma danzaban junto a los arrecifes. Nosotros nos lanzábamos desde una duna con forma de terraplén. En una marea en que había mucha resaca la tarde del trece de mayo Santos y yo fuimos arrastrados por la corriente. Todo ocurrió a una velocidad terrible y de forma inopinada y súbita. Cuando quisimos darnos cuenta en los resaltos del reflujo nos encontramos rumbo a la alta mar, pedíamos a la Virgen a voces y con grandes lagrimas su socorro. Unos del Mayor y varios padres que tomaban baño a esa hora de Vísperas, era un sábado, alertados por nuestros gritos acudieron a socorrernos. Un catalán, Massolíes, se zambulló con una cuerda que llevaba amarrada a la cintura. En la orilla había quedado sosteniendo el cabo el hermano Quintana.

-Agarraros - gritó Massolíes.

La resaca era tremenda pues había nordeste que picaba la mar, nos prendimos de la maroma presas de pánico, puesto que vimos que por venir a salvarnos el gerundense casi se ahora. Al otro extremo, el hermano Quintana que era fornido pudo hacerse con el arrastre. De esta forma fuimos sirgados hacia un abrigo entre las rocas y así salir. Pienso ahora que Massolies y Quintana fueron dos enviados por la Virgen y así lo pregonó aquella noche después de la sabatina el padre Carrizo, el director espiritual de los Retóricos.

Todo el resto del mes de las flores fuimos encargados Santos y yo, los “ salvados” junto con Massolíes el “salvador” de atalajar el altar de la Señora y de dirigir las preces del rosario. El día 31 fue emocionante. Los seminaristas se despedían de la Madre que amaban tanto y les protegían hasta el curso siguiente. En mi caso, era definitiva, pero no sentí ninguna tristeza. Antes bien, mucha alegría porque su intercesión había evitado una muerte segura en las embravecidas olas del Cantábrico a los quince años, pues sabía que siempre iría conmigo aquella Madona de los Tránsitos. Mi destino en la vida era coleccionar sus invocaciones e ir recorriendo uno por uno cada uno de los santuarios.

Ante su altar recargado de flores y perfumado de nubes de incienso yo canté el solo de una canción muy bonita: “ Salve Virgen pura, de los cielos reina, salve dulce madre, alegrate siempre, estrella”. Fonseca, uno de Yepes, hacía el contrabajo. Creo que este Fonseca ha llegado a obispo. Era el número uno de nuestra promoción. El día de San Juan Crisóstomo pronunció él solo y en griego dórico con la entonación más perfecta, asesorado por el Padre Mayor, una de las Filípicas de Demóstenes. Cuando proclamaba aquello de “ge...ge” se venía abajo el paraninfo. Nunca conocí una mente humana con una retentiva como Fonseca, pero debía de ser cosa de familia, porque su abuelo se sabía el Quijote de memoria al revés. Después de la fiesta de San Antonio, el trece de junio, concluía el trimestre lectivo y daba comienzo un tiempo excitante de planificación de vacaciones veraniegas, pero empañado en la melancolía de las despedidas. Se daba la mano a gente no volverías a ver. La partida de los alumnos para sus puntos de origen, que eran todos los rincones de la península, se producía de forma escalonada. A los de la provincia de Castilla y Baleares se nos asignó el último cupo. Debía de ser norma de la casa.

Deambular por los ámbitos vacíos del inmenso caserón con forma de silogismo puesto que fue trazado a plomada como toda la escolástica que se nos enseñaba en los seminarios, producía tristeza y un cierto encogimiento del corazón. Nunca volveré a dormir en esta cama ni salir el sol por el parteluz difuminado de mi camarilla. Adiós, virgen de los tránsitos, tan cordial y silencio, que desciendes el rostro y prestas ojos misericordes a quien te invoca. Hasta la vista acantilado de Villa Castillo. ¿Cuándo volveré a pisar las dunas de Oyambre ? Es posible que vuelva a bañarme en este mismo sitio, pero ni las olas inescrutables ni sus orlas de espuma pertenecerán al mismo mar, aunque lo parezca. Lo dice Demócrito. Tampoco yo volveré a ser el mismo.

Lanzaba miradas de partida hacia aquel paisaje que desde que arribé me parecía tan distinto y una parcela del edén. Era la magia de aquella zona que fue la fragua del ser de mi patria. Asomado al terraplén de la Cardosa sentí de pronto que el futuro me estaba esperando.

Mis desposorios con la belleza se consumaron a partir de mis bodas con la literatura. Intuía que mi porvenir estaría en una celda abrumada de papeles, respirando anhelante mientras sufría afanandome sobre las cuartillas. El vértigo de escribir, los descubrimientos inenarrables del placer de la lectura, trato de sofrenarlos con las vedijas de una buena pipa. Una radio sonando, una taza de café por enésima vez, una chimenea encendida con el sobradillo cargado de reliquias, una foto de mujer, el enchiridion de mi cante misa, los libros que he comprado a Riudavets, el ángel de mi guarda, dulce compañía que me desampara noche y día, múltiples imágenes de Cristo y de la Virgen María. Tú, Señor, te apiadaste de mí y me guardaste para este tiempo.

Pese a las descalificaciones de Martino y las condenas de Larramendi, conseguí mi objetivo en el camino: empaparme de la belleza y de la palabra de España. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? Desde la atalaya hermosa de Comillas Dios me estaba mostrando el camino de la dulce Piedras Vivas de mi madurez. No ha sido una senda llana, sino tortuosa. En algún recodo de esta quebrada ruta sentí en más de una travesía oscilar la aguja de marear, me iba a pique, me hundía en el abismo, pero me desviaba del asolamiento una fuerza incoercible y fuiste tú, Madre, la que en aquella triste y desastrosa noche de Oviedo me indujiste a conocer a la compañera de mi destino.

De antemano una voz misteriosa me había comunicado el derrotero de mis días. Resonó en aquella casa levantada por un paladín del noventa y ocho y me mandaba apostar por América y contar la verdad, porque yo no fui escogido para ser heraldo de la mentira.

Hubo un hecho por aquellas fechas que me llenó de inquietud, y fue la conferencia que nos dio el P. Rábago contandome cómo él había sido intérprete de Franco ante el general Eisenhower que el año precedente había estado en España, un acontecimiento deslumbrante, hito final de una era. Rábago era un hombre alto y moreno, con la raya en medio, el porte juvenil y llevaba un sobrero como los curas irlandeses en lugar de queja. Fue el primer anglófilo que conocí. No hacía otra cosa que hablarnos de Inglaterra y de los estados Unidos.

Yo me repetía: “tendré que ir algún día a ese territorio” y cuando veía de arribada a las lanchas al pequeño puerto de aquel resorte santanderino se me encendía la imaginación pensando que detrás de la estela que los barcos de cabotaje y los grandes buques que veíamos cruzar el horizonte a muchas millas, a las espaldas de su larga estela quedaban las costas de la Blanca Albión. Algún día irás al lugar enamorado de Merlín.

Era la Odygitria que me designaba el rumbo.

Pero andate cuidado eres demasiado tajante, Antonio. Deja tus extremismos a un lado, tira por la borda tu entusiasmo y ciñete a la banda de la circunspección y medida, pues el bien ni el mal subyacen en capas sino que se amontonan como vetas en desorden. Uno puede ser bueno unas veces y, otras, perverso. Todos llevamos un mártir y un Nerón en nuestro interior. En religión no hay linderos para lo negro y lo blanco. Como la vida es un acto permeable y elástico, los buenos tendrán que sufrir con paciencia a los malos, pero el día del juicio los corderos de Jesucristo serán apartados de los cabritos del Impostor. Los consagrados a Dios viven no ya con la mirada puesta en este mundo sino en cuanto empieza después de la muerte. Sin embargo, en derecho civil no se dan tales polaridades. La Constitución puede ser ética e incluso estética, pero no tiene que ver nada con la teología. Arte de la coyuntura y del momento está reñido con la moral y con la ética. Es una teleología con medios y objetivos diferentes. No hay nobleza en ella ni vileza, sino logros y fracasos. Sólo aspira a la praxis y todo lo que se ponga al alcance es bueno, hasta la calumnia, con tal de que se recabe el objetivo. Cristo no era un tribuno de circunstancias al estilo de los candidatos presidenciales - esa incapacidad para imitar la sencillez del Pastor sea quizá uno de los errores mayores de la Grey- sino el ungido del pueblo por el carisma. Era ese carisma agostado, pero fuente de vida de todos nosotros, era el que había que volver a resucitar. Ni Larramendi ni Rábago creían en él, pero aquel gracia transportaba las miradas de Heras, Mayor, y Teófanes. Era un sacramento de amor. La tierra sólo bendice y premia a los que triunfan, pero el Evangelio construye su mundo futuro con la rahez más despreciable. La piedra rechazada por los arquitectos la constituí en basa de mi fundamento.

 ¿Dónde está Dios? Por aquellos días de fin de curso aconteció en el pueblo un suceso que habría de conmover a toda la provincia y a España entera. Un perro alano enloquecido había decapitado a un infante de dos años, hijo del dueño. El animal no sabía lo que hacía, pero el niño de cuna era inocente. ¿Por qué permitió Dios que ocurriera semejante desgracia? ¿Dónde se había metido?

Todos estábamos consternados. Los novicios del Colegio Máximo, que no tenían vacaciones, y los pocos gramáticos y retóricos que quedamos asistimos a la exequias en aquel cementerio tan aireado y tan bonito sobre la rasa de Peña Castillo. El P. Nieto pronunció una sublime oración fúnebre pero no supo dar respuesta a esa agobiante pregunta que se hicieron Marción y los maniqueos ya en lo primeros siglos: Leviatán desde entonces prosigue su asedio a las murallas de la Ciudad de Dios.

¿El Criador permite que se desencadene el reino de las tinieblas porque así está escrito en su mente que rige todos los designios o para redondear las cifras de la casualidad y los baremos de la estadística?

Todos no somos más que un número. A mí se me había asignado el del 288. Iba bordado como el anagrama de los soldados del emperador en el dobladillo de mis camisetas y campeaba humilde sobre la puerta de mi celda. Dentro de unos días tendría que entregar la chapa para que se la dieran a otro el próximo curso. Al niño despedazado por el can no le cupo tal suerte. Su cuota no entraba en el de la numeración al uso. Sin embargo Dios lo creó para sucumbir ante las fauces de un sabueso enloquecido de celos y presa de las furias de Leviatán. ¿Lo amaba desde toda la eternidad? ¿No falló en cierto modo la providencia, una de las cualidades ontológicas que asigna la teología católica al ser supremo? ¿Somos fruto del amor o de la pura casualidad?

Sólo la virgen de los tránsitos acertó a responderme, pero su respuesta, que no transcribiré, no pertenecía en aquel instante a las razones de esta tierra. Hay ocasiones en las cuales las palabras lo echan todo a perder. Hundí la cabeza entre mis hombros y acepté la voluntad de Dios. En el cielo aquella tarde había un angelito más. Yo también me iba de aquel lugar de ensueño y como hechizado por una fuerza magnética para no volver más a él, pero la providencia me preparaba una casa en el norte. Porque ni el ojo vio ni el oído escuchó lo que Él reserva a los que le aman. Era un remedo de la ciudad de Dios que portan como una maqueta algunos santos en la mano en los cuadros de los primitivos alemanes. Mi noción del paraíso tendría que ver en adelante con un lugar escarpado- oh beata solitudo - y apartado del mundo como el caserón en el que habían transcurrido los últimos meses de aquella fase crítica de mi existencia.

La cabellera de Larramendi recordaba una barza de heno y sus dedos péndulos, apéndice de brazos en escarpia y cubiertos de vello, sostenían el tomo de los discursos de Cicerón, que a mí me parecían como un gario amenazante. El terror de los magníficos párrafos caía como una catilinaria (no sabéis nada, sois unos zotes, malos seminaristas, y además muy feos) sobre aquella clase de alumnos de segundo de Retórica. Nos sentábamos a lo largo de los bancos de cinco en fondo y a mí me correspondía un puesto entre Massolíes y Perea. Ya todo se acababa. Resultaba difícil meter en brida al potro de la imaginación, mientras los ojos se disparaban hacia el tierno paisaje montañés que se desplegaba al otro lado de los vetanos ojivales y que se mostraba insensible a mi tristeza. A los nueve valles poco le importaban las zozobras de mi fracaso escolar, pero era menester encontrar refugio en alguna parte, y mi imaginación corría por aquellas trochas y calellas que conducían a lugares descubiertos y recorridos durante nuestros paseos de los jueves. Aquellos pueblos tenían todos nombres de cantares de gestas y traían a la memoria las entonaciones de la vieja fabla con su acento preñado de dulces cadencias, hitos mágicos de la Castilla vieja: Caranceja, Carrazo, Reocín, Toranzo, Bárcena, La Busta, Quijas, La Veguilla, Villapresente, Ibio, Valdaliega, Villaescusa, Trasmiera y San Vicente de la Barquera. Eran behetrías y merindades, ciudades exentas entre los montes oscuros, amagadas al socaire de collado, entre sernas de sembradura y prados tiesos de hierba segadera, donde pacen las vacadas de huelgo y apuntan al cielo como una adarga de paz idílica las estacas del almiar con sus coloños de alfalfa prieta, a la vera de molinos blancos y arroyos de aguas dúctiles. El paisaje evocaba los primeros días de un cantar de gesta. Santa Illana con sus torres bravías los gobierna. Vi, poco antes de que agonizase el Medioevo, al pie de las casas blasonadas, donde sobre la piedra se estampaban los símbolos de una misteriosa danza heráldica, que tenía un aire sagrado e iniciático, transitar por aquellos cordeles que iban a dar al mar los últimos carros del país tirados por bueyes duendos cargados de heno que hacían balumba al rodar sobre el piso desigual, y escuché cantar a los ejes mientras el boyero marchando delante con la ijada con voz ronca y huesa atacaba un aire de la tierra. Y las aguas pandas de la bahía me parecían más alegres y tristes que nunca. Se detenían y se quedaban como en éxtasis escuchando la tonada del auriga que pasaba con sus mansos. El belfo de los animales, bajo el peso del yugo y la presión de la testuz uncida a la gamella, casi besaba la tierra. Se me quedaron esculpidos en la memoria aquellas escenas de idilio pastoral. Había un Dios callado en la naturaleza, donde el hombre todavía conservaba su estado de gracia, y que no tenía nada que haber con el que nos mostraban los sermones terroríficos del cura que nos dio los ejercicios. Su querencia andaba flotando por las notas de aquella canción de bueyes. Cuando un carretero se arranca con un aire de la tierra, todo se para, contienen la respiración el cielo y la tierra, y un sol condescendiente y beatífico, halagado por tanta belleza, quiere enviar sus rayos con mayor clemencia.

No era Cicerón lo que me pedía el cuerpo en aquellos instantes, sus párrafos escanciados sobre nuestras cabezas por aquel mecenas del infierno, aquel protocanalla de los locos repúblicos, un esténtor que repetía sus monsergas separatistas (Te has “colao”, no eres de los nuestros, participios perfectos a lo zamarro, que es característica prosódica del vascuence), sino las Geórgicas de Virgilio.

Santander fue para mí el primer postigo de la Arcadia, la encartación primigenia donde late ese noble ideal caballeresco que ha orientado mis pasos. En la contramarea del sofión de mi primer fracaso y de aquel viento de repulsa supe tener el timón. Oreanda me aguardaba en un rincón de mis días. Era tu voz, la voz de la tierra y del amor que me llamaba. Martino me había descalificado para la literatura, pero yo empecé a garabatear mis primeros cuentos y poemas por entonces. Me fatigaban, pues desde un primer momento empecé a gozar de ese instinto literario necesario para la originalidad, tanta palinodia sobre Machado y García Lorca, con la que nos querían lavar el cerebro. Los volterianos nunca han sido santo de mi devoción. He vivido desde entonces enterrado entre libros. No me darán gato por liebre. Riudavets, ya entonces, como Oreanda, como Caronte, también me aguardaba enarbolando en su diestra el puñal de la sabiduría.

No considero aquellos ultrajes acreedores de la memoria, porque Dios es memoria y perdón, pero pienso con frecuencia que aquel rechazo en cierta manera ha configurado mi manera de ser. He proyectado mi vida en contra del conjuro formulado por Martino y Larramendi. Con vuestros anatemas me proclamasteis basa angular de un palacio hecho de palabras lanzadas contra el muro del malecón, piedra a piedra, sillar a sillar. Fui eliminado, pero las recusaciones del “Peniciliado” me pusieron en el camino de las grandes rutas, de las que aun me siento peregrino. Eran muchas más hermosas que vuestros sermones las vacas de huelgo rumiando en los prados segaderos y aquellos montes y aquellas fuentes, ese venero de poesía que estalla en lo pueblos solariegos a la sombra de la torre de la colegiata. El año que pasé entre vosotros no fue más que el pago de mi primera contribución al patrimonio del dolor y del desprecio. Con mis humillaciones tributé los adeudos de derrama, de nución, infurción y de fonsadera. Supe que los monasterios, mitad cuarteles, mitad presidios, con un poco de paraísos entre medias, eran legatarios de una misión a la vez temporal y espiritual. Rezar por las almas de los fundadores a perpetuidad y defender a los lugareños del peligro exterior. Entonces como un ideal quijotesco, lleno de libertad, ese loco y maravilloso proyecto que se denomina España. Me topé por las rúas empedradas de Santillana con los caballeros de la cruz, no eran fantasmas, sino algo real y el monje negro, ese emblema hesicasta que yo llevo en los adentros me dio la bendición. Tú no hagas caso, no vuelvas la vista atrás.

Pero, ay amigo, luego vendría Polanco, quien para más inri es un apellido que surge en estos prados de pación legendaria de esa cuna y cuña ilustre de la España solariega que es Santillana, con la rebaja. Él sería uno entre los muchos que han acabado con la patria, un godo de pura cepa.

Incluso fue Comillas el escenario de mi primer amor: Fronilde, la hija de un alojero local. Se asomaba a verme pasar a la hora del paseo.

-¿De dónde eres curín? ¿Y adónde vas?

-De tierra adentro, Fronilde. En mi pueblo hay torres muy altas, sin que desde allí se vea el mar. Hacia ellas ahora me vuelvo, pero no creo que llegue a ninguna parte.

-¿Algún día me escribirás?

-Quizás.

-¿Cuándo cantes la misa? Tú vas a ser arcipreste y a lo mejor llegas a obispo.

-Pues, aunque no te lo creas, estoy aquí de más. Ya me han dado la absoluta y el prefecto me ha dicho que no tengo luces para cura, pero yo lo voy a volver intentar. El curso que viene me matricularé en mi seminario en primero de Filosofía.

-Tú no hagas caso. Eres un mozuco de cara muy lista y todo lo que te propongas lo conseguirás.

-Pero ¿perseveraré?

-Eso depende de ti.

Fronilde no sólo fue mi primer amor sino toda una gran pitonisa.

-Pues cuando me ordene, me acordaré de ti en el memento de vivos.

-Reza por mi padre. Es alojero y pasa más de medio año en Sevilla. No lo vemos el pelo y está algo delicado del estómago. Lo nuestro es la aloja. Hacemos el agua de azúcar mejor del país. ¿Quieres probar un poco?

-Bueno.

Se perdió en la oscuridad y al punto salió con un vaso de agua de miel. No habían llegado por aquel entonces las colas, y la aloja y la gaseosa eran nuestros únicos sorbetes.

-Ten.

-De hoy en un año, Fronilde, y a tu salud. Que seas feliz.

-¿Rica eh? La acabo de sacar del pozo, entre la nieve.

-¿Cuál es la receta?

-Es un secreto familiar. Sólo mi padre sabe hacer aloja. El enigma se lo transmitió mi abuelo y cuando se muera se lo dirá a mi hermano. La tradición viene desde la edad media, no te lo puede decir, curín. Bebela y no te me pongas triste.

Desde el siglo doce este tipo de vendedores ambulantes pregonando obleas y la rica miel de aloja recorrían toda la península, iban a Francia, a Portugal, y a veces cruzaban hasta Inglaterra con su mercadería. Muchos eran pasiegos. Si hay que encontrar un antecedente entre las grandes familias de banqueros que controlan hoy el dinero en el país, los Botín, los Herrero y tal vez los Olarra, había que encontrarlos entre estos vendedores de barquillo y aloja. Ellos fueron los instituidores, con su sentido del ahorro, y la posibilidad de ganancia, del primer capitalismo hispano.

Estaba buenísima. Le di las gracias, partí, nunca más volví a ver, pero la alojera fue la mujer para la que escribí mis primeros versos.

-¿Quieres un poquito más, Toniuco?

-No, gracias, Fronilde. Me tengo que ir, se está haciendo tarde y a las siete suena el timbre de recogida. Hay que estar allí para pasar lista.

Nunca la escribí a la guapa Fronilde, pero su caridad y su comprensión (el amor es lo único que merece la pena en esta vida) trae a la memoria algo amable entre la retahíla de amargos recuerdos de mi estancia en el antiguo caserón : la universidad de ladrillo mudéjar, el seminario menor color del cemento, y el colegio máximo de puertas blancas, todo enjalbegado y recubierto de hiedra y de palmeras. Si el P. Heras fue para mí el buen cirineo, Fronilde representó la ventana que se abría a la belleza. La hija del alojero fue la mujer samaritana que me daba de beber. En mi primera misa fue por ella la primera por la que recé. Su nombre de princesa ocupa un lugar aparte en las preeminencias de mi memoria.

Al pasar debajo del pórtico central entre las enredaderas la piedra del escudo me advertía del símbolo. Sobre un campo de gules aparecía el cáliz de la Iglesia y la sinagoga con el cetro quebrado. Eran los reyes de armas de aquella casa, pero el padre Carral y el bendito Don Claudio López estaban en un error: la sinagoga empuñaba

Sin saberlo yo me lanzaba de cabeza a un mundo dominado por la política bajo la influencia de los amigos del P. Rábago, culpables de los tres grandes sucesos traumáticos del Incomparable y Violento siglo vigésimo: Hiroshima, el descabezamiento de Rusia y la creación del Estado de Israel. He aquí un triunfo de la razón practica, brújula de toda política pero,¿donde queda la conciencia? Habiendo hecho reventar la bomba atómica y alimentado el terrorismo internacional - el chantaje comenzó con la voladura del “Maine”- se erigen en árbitros salvadores de la especie humana.

Dije adiós a la Cardosa una sofocante y lluviosa noche de bochorno de verano un seis de julio. Me sentía muy triste y fracasado al tomar el tren en Torrelavega. A la siguiente mañana cuando llegamos a la estación del Norte ya me había olvidado de mis pesadillas. Madrid era hermoso y acogedor. Toda la capital estaba engalanada y llena de guardias para dar la acogida al presidente Onganía de la Argentina en visita oficial. Me esperaba un largo y cálido verano. Después volvería a ingresar en Segovia y allí estuve hasta cuarto de Teología.

En vez de pronunciar el “Adsum” entonces me marché a París. El sí de la unción tardaría en llegar otros dos años tras mi aventura parisina, pero ese es un fleco que no atinge a este relato de mis corrupciones, perversiones, perplejidades, desencantos y paradojas de la fortuna voltaria. Ha de bautizarse a aquella perínclita quinta del sesenta y cuatro como la gran Promoción Ex.

Ese verano en París fue determinante. Cuando dejé a los vascos viví en un cuchitril de poco más de tres metros cuadrados donde no podía erguirme, cocinaba en cuclillas y permanecía tumbado en un camastro para ahorrar fuerzas horas y horas, pero la buhardilla tenía un belvedere con vistas a los Campos Elíseos. Me sentía débil porque me alimentaba sólo de leche, cartones y cartones, pero estaba en París, que no es poco. Me impresionó el silencio del metro, sus vagones destartalados, la gente no leía periódicos sino libros de bolsillo, la ciudad me acogió en sus brazos con su aire impersonal, cosmopolita. París tenía una forma especial de oler y de respirar, enseguida lo capté. Frecuenté -cómo no- el 53 de la Rue de la Pompe donde había un hogar para españoles, allí se me puso en contacto con una empresa que contrataba mano de obra no cualificada de aparceros y de jornaleros. Trabajé como ascensorista en un montacargas, en una lavandería y hasta en una fábrica de prendas femeninas poniendo etiquetas, donde discutí con un marroquí que por poco me cuesta la vida en el ardor del agosto parisino. Luego empaqueté periódicos en las oficinas del Herald Tribune donde un americano al vernos llegar todas las mañanas decía:”Adelante la Sorbona”. Entre los empacadores había una bailarina del ballet Bolshoy. Nunca he visto un cuerpo tan elástico ni unas piernas tan bien talladas. En el verano del sesenta y cuatro lo que sobraba era trabajo en aquella encantadora ciudad. El mundo estaba a nuestros pies, acabábamos de cumplir veinte años, debía de ser por eso.

Cerca del Ayuntamiento, entre cuatro alquilamos una alcoba. Encontrar alojamiento era un poco más difícil que lo de la chambra. Yo tenía la mosca tras la oreja después del incidente con los vascos, pero en aquella ocasión no fui testigo de hechos bochornosos, ni estuvo en peligro mi seguridad. Era un cuarto limpio y los días se desenvolvieron con tanta normalidad que ahora mismo no caigo ni en el rostro ni en los nombres de aquellos con los que compartí el derecho a cocina. Se me han borrado del recuerdo, todos eran españoles, eso sí, pero no tan problemáticos como los amigos del cura Usategui. Cuando alguna vez estoy triste y quiero soñar, la mirada del recuerdo revierte a aquella pensión en que viví cerca del parisino Hotel de Ville.

Permanecí en la Ciudad de la Luz hasta bien entrado el otoño. Todo el mundo regresaba a España; por el contrario, yo compré un billete en la Gare du Nord con destino la estación Victoria. Aparte de que adelgacé sobremanera no tuve ninguna experiencia digna de mención, ningún pasaje truculento acreedor de ser puesto en perspectiva por el gran Torbado. Sin embargo, pienso que muchos de los personajes de las “Corrupciones” se cruzaron en mi camino. ¡Tiempos que no volverán!

 

Lo que no se olvidará mientras viva fue lo que me sucedió en mi encuentro con mi amigo el “ex”, al que ya ha aludido. Fue una prueba que Dios quiso ponerme en la senda para dar a entender que durante nuestro vivir no hemos de bajar la guardia. Estaba yo muy bajo de moral porque no había probado alimento durante cerca de una semana y además creo que alucinaba.

Durante el camino hacia la chambre fuimos recapitulando sobre nombres y anécdotas de gente a la recordaríamos toda la vida: el P. Penagos, que hablaba tan deprisa que apenas se le entendía; del P. Mayor, el mejor latinista; de Heras, nuestro prefecto, un maestrillo de Burgos, al que yo llegué a querer.

-Casi perdono a los jesuitas porque aquel hombre, que era un santo, era un buen hijo de san Ignacio. De Larramendi y de alguno que otro no guardo buen recuerdo.

-El P. Heras lo dejó.

-Ah, sí.

-Y también lo he dejado yo, - dijo Iñigo - Y aquí me tienes en París. La vida da muchas vueltas.

-Más que el corazón de una pelandusca de Pigalle.

-ya hemos llegado. Sube.

-Franqueamos un portal del Distrito dieciséis, uno de esos edificios estilo fin de siglo, con tejados de pizarra y balaustradas en las plantas nobles, testimonio en piedra de que aquella ciudad había sido el ombligo del mundo. La “concièrge” una señora cuarentona con el pelo blanco con un “Gitane” de vaina amarilla en la comisura de los labios me miró de arriba abajo y mi amigo tuvo que darle explicaciones de que yo era un condiscípulo suyo al que había invitado a pasar la noche. Ella largó una Maximinofada ininteligible en el que se adivinaba el mal humor.

- “Dites, donc, les espagnols”.

Se fue refunfuñando. Pero Usategui la corrigió.

- “Pas d españols. Nous sommes basques, madamme du Pont”.

-Tu ĺen est aussi, toi.- dijo dirigiendose al que suscribe

-Yo no. Soy del interior, pero mire mi noble nariz, señora.” Tous les castellaines ont de basques quelque chose”.

-Ah bon - gritó la matrona con su voz de jilguero, pero sin demasiado interés por la cuestión.

A mí tampoco me parecía la variedad regional tan significativa, aunque mi segundo apellido sea vasco. Pero noté que mi amigo, tan risueño en otras cosas, esto de la nacionalidad no se lo tomaba a broma. El bueno de Usategui, como más adelante conseguí comprobar, se tomaba muy a pecho la cuestión racial, aunque jamás lo entenderé, pues pienso que todos pertenecemos a una raza única, la humana. Lo que único que nos diferencian son las peculiaridades culturales del medio, el clima, el suelo, las creencias, pero él era un cucarro, un trabucaire clérigo. Carlista de pura cepa. Estaba metido en la causa hasta las cachas. Puede que yo fuera también algo vascuence, pues tengo la cabeza grande y la nariz poderosa, las caderas anchas, y unas buenas manazas para pegarle a la pelota, he corrido un par de veces en los encierros de Cuéllar y porque la región donde nací fue poblada por navarros. Hicimos un fetiche de la religión. Esta es la diferencia mayor a grandes rasgos entres Castilla y León. Los leoneses son descendientes de asturianos y gallegos.

Subimos hasta una buhardilla en el último piso. La habitación estaba llena de humo y de guisos recientes. Había como diez tíos hablando en vascuence. Al sentirnos llegar, suspendieron la conversación. Vibraba en el tono de su voz y en sus ademanes un tufo de conspiración. Todos ellos se decían refugiados políticos. De las paredes colgaban carteles de Fidel Castro, de Marx y de Lenin, que me hicieron sentirme algo cohibido.

-No preocupar. El que traigo aquí es de confianza, pues. Cura ha sido.

Esto pareció tranquilizarles a los vizcaitarras y siguieron a lo suyo, pero yo pude captar que soltaban pestes del régimen de Franco y que estaban preparando algo gordo. A lo tonto yo me había dado de bruces con el primer embrión de una organización terrorista que iba a ser protagonista de la triste actualidad española lustros enteros, durante la dictadura primero y más tarde con la democracia. Entonces no me daba cuenta de que aquellos tíos con cara de aldeanos iluminados que tenían pinta de aizkolaris y que se parecían un poco a Urtain acabarían por envenenar la historia de España. Eta había nacido en un seminario y mi amigo el inocente y simpático Usategui sería uno de sus impulsores. ¡Quién me lo iba a decir a mí por ese entonces!, pero la vida da más vueltas que el corazón de una puta de lujo. No reconocía casi a mi antiguo amigo el baracaldés de la perenne sonrisa. Siempre inmerso en su parsimonia. Todo lo hacía con facilidad. Sólo su alegre rostro cobraba un perfil adusto cuando se refería a un tema de sus predilecciones: la represión franquista, un asunto que yo no entendía demasiado, pero a él le gustaba hablar de gudaris, del cerco de Bilbao, el cinturón de hierro, la represión de los fascistas. Yo era de zona nacional. Los rojos habían matado a varios miembros de mi familia. Las ideas del baracaldés me sonaban a algo como formuladas de otra galaxia, mas no por eso dejaba de ser mi amigo. Por mi parte yo también debía de parecerle un extraterrestre al defender la causa de los nacionales. Mi padre, al que yo consideraba casi como un dios, y al que he adorado durante mis días, peleó al lado de Franco. Pero allí, también en el seminario, había dos Españas. Los superiores trataban con un cariño especial a los de Bilbao. Apellidos como Aburto, Arriola, Echeverría y Aguigorriaga siempre salían en el cuadro de honor. Y a mí el P. Larramendi, el profesor de latín, desde un principio, me tomó ojeriza como a los de Zamora, a los de Valladolid y a un tío de Guadalajara. Tuve que pegarle una paliza -veinte, dos-a Usategui para que se me empezase a tomar en consideración. Éste se me coló, me espetó Larramendi al que apodaban el “peniciliado”(sus malos pelos le acaban sobre la testa en forma de pincel) una vez que le fui a contar mis problemas de adaptación. Me hizo llorar.

 

 

 

En Comillas se comía mejor que en otros seminarios. Allí iba la crema de la crema de todas las diócesis. Pero yo demostré que también sé tener agallas, reverendo padre. Nada, nada. Tú te marchas. No das el coeficiente. También debió de influir que yo era pobre. De casa no me mandaban dinero como aquellos vascos de Bilbao y de San Sebastián muchos de los cuales tenían por padres a empresarios y a gente de dinero. Conocí que había dos Españas y que los vascos eran los mejores, los más altos, los más bonitos, los que sabían más latín o matemáticas, pero, que se chinchen, yo había pegado una paliza al frontón al gran campeón. Pero ¿ha sido ese canijo de Segovia? Si parece que no puede ni con los calzones. Pegué el estirón. No me servía la sotana que, a través de mi madre, había heredado de un canónigo el magistral de aquella santa iglesia catedral, don Bienve. Me quedaba muy corta porque este beneficiado todo lo que tenía de pequeño lo tenía de inteligente. Quizás me contagió su ropa la perspicacia de aquel clérigo para las cuestiones canónicas, su capacidad memorística, su verbo inflamado, pero no sus posibles ni su riqueza. De casa no me mandaban dinero para hacerme una nueva, no teníamos dinero para comprarme otra. Pero ¿cómo vas así, Maximino, hecho una adefesio? La sotana te queda como un tres cuartos. No tengo dinero para comprarme otra. Mi padre es militar de baja graduación.

Duré un año en Comillas. El P. Larramendi me echó, pero al curso siguiente me readmitieron en mi seminario. Volví con las orejas gachas. Pero en Comillas aprendí que había dos Españas y que la guerra la habían perdido los alemanes. El P. Rábago, nuestro profesor de Física, hablaba el inglés perfectamente y estuvo en Madrid haciendo de interprete cuando vino Eisenhower. También había ricos y pobres. No todos eramos iguales. Yo caía en la segunda selección. Nunca conseguí entender la animada conversación exaltada y cerril de los vascongados contra Castilla. Es como un cáncer que acabará con el ser de mi patria a la que he querido tanto y he defendido siempre, incluso contra las imposturas y poca altura de miras que ha demostrado la Iglesia. Usategui era bueno y servicial. Le perdía sólo su pasión nacionalista. La cabellera del “Penicilico” recordaba una barza de heno y sus manos delgadas, cubiertas de vello, sostenían el florilegio de autores latinos con los discursos de Cicerón en el aula de paredes blancas, con aliños de pupitre de roble, dispuestos en forma de satélites alrededor de la mesa doctoral. El aula era grande y se encontraba bien iluminada por cinco ventanales con remate en ojiva, que abrían, pasada la Cardosa, un paisaje de cuencas y sernas. En días de sol aquel escenario se iluminaba con el cromatismo de todas las variantes del espectro. Todo el valle parecía sumido en el estridor de una fiesta. Por aquel iconostasio o mural de hermosura desfilaron los sueños de mi adolescencia. Comillas supuso un tiempo de nueve meses de contemplación, pero ya el curso tocaba a su fin, todo se acababa. Resultaba difícil meter en brida al potro de la imaginación, mientras los ojos en horas de clase se distraían contemplando lontananzas y añoranzas de los lugares recorridos durante las marchas y paseos de los jueves por la tarde. Eran lugares con nombre de romanceros, hitos mágicos de la España caballeresca. Todos se han hecho acreedores en mi memoria de un sitio de honor: Caranceja, Cerrazo, Reocín, Bárcena, La Busta, Quijas, Veguilla, Trasmiera, Ibio, Carriedo, Valdaliega, Toranzo, Villaescusa, Trasmiera y San Vicente. Eran montes oscuros de los que a las veces el verde triunfal se sentía transfigurado por el blanco de cal de las minas de potasa y del litoral de monte bajo formando landas y ensenadas hacia la ribera. ¡Qué lejos estaba aquel Usategui comillense del otro de la buhardilla de París! La generación ex había pasado por las horcas caudinas de las corrupciones.

 

Fin

21 de enero de 2000

1Leche ligera es lo light, lo políticamente correcto, no nos metamos en tremedales. Haga pedestrismo y haga zapeo. Ponga usted al mundo a paso ligero. Sin embargo, el que esto escribe prefiere el paso largo

 

 

 



[1] Arijo(del árabe arraix, incoherente) tierra poco cultivable

[2] Esta es la idea motriz de mi libro Seminario vacío: los pecados mortales de la Iglesia

[3] El mundo está integrado por dos elementos: materia y forma

[4] Adsum fórmula de ordenación. Cuando el obispo convoca tu nombre, tú dice adsum (aquí estoy, presente). Pertenece al ritual de iniciación de las órdenes de caballería

[5] Lejos de nosotros los fantasmas nocturnos, que no polucionen nuestros cerpos

 

 



[1] Arijo(del árabe arraix, incoherente) tierra poco cultivable

[2] Esta es la idea motriz de mi libro Seminario vacío: los pecados mortales de la Iglesia

[3] El mundo está integrado por dos elementos: materia y forma

[4] Adsum fórmula de ordenación. Cuando el obispo convoca tu nombre, tú dice adsum (aquí estoy, presente). Pertenece al ritual de iniciación de las órdenes de caballería

[5] Lejos de nosotros los fantasmas nocturnos, que no polucionen nuestros cerpos


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