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lunes, 18 de noviembre de 2019


PEREZ DE AYALA AMDG

 

Ramón Pérez de Ayala inmortalizó a Oviedo con el topónimo de Pilares y a Xixon lo llamó Regium.

En Regium se desarrolla una de las diez mejores novelas del siglo XX editada en Madrid en 1910, no se parece en nada a “Tigre Juan”.

Es una de las particularidades del genio (renovarse en cada libre y mostrarse diferente). Ambas obras creo que deberían proclamar inmortal a este gigante de la literatura europea. “Ad Maiorem Dei Gloriam” refleja las vivencias del autor en un colegio de jesuitas gijonés. Estuvo prohibida y la Compañía de Jesús adquirió todos los ejemplares de la primera edición de 1910 para destruirlos en la creencia de que la novela era un ataque a los jesuitas. Con todo y eso, los que nos educamos durante el franquismo en restablecimientos regidos por los hijos de san Ignacio pensamos que acaso no sea para tanto. Don Ramón aprendió de los jesuitas a amar las lenguas clásicas y a dominarlas — es el literato que escribe un castellano más elegante sin caer en pedantería, fue un maestro de lo que se llamaba propiedad del lenguaje porque siempre colocaba en sus frases la palabra exacta— librándose del tremendismo desmelenado.

En sus libros late un humorismo típicamente astur, un talante sardónico que se transforma en alegría de vivir.

En concreto A.M.G.D considero que aborda un tema muy actual como es el sexo en los seminarios y centros religiosos regidos por curas durante décadas pasadas.  Haciendo gala de una gran ironía y de una gran compasión hacia las flaquezas de la humana naturaleza. Libro de juventud que redacta pasados los años. Es su mejor novela pero don Ramón no lo quiso reeditar. Le trajo bastantes disgustos.

Uno de los pasajes más divertidos es cuando Bertuco el protagonista cae malo y es llevado a la enfermería donde un enfermero,  el Hermano Echeverría, de inclinaciones pedófilas, le ausculta la barriga, sigue palpando más para abajo. ¿Duele ahí? No. ¿Es ahí? “El buen fámulo en sus aficciones táctiles sobre la organografía comparada, escribe Pérez de Ayala, quiso empuñar el cetro del niño y Bertuco pegó un salto, al grito de a mí, maricones...”

No se puede definir de forma más elegante aquel escabroso ambiente de los confesores pegajosos y de las inclinaciones homofílicas de aquellos alumnos que vivían en un ambiente cerrado, aquejados de las células rampantes de la pubertad que se sublevaban y pedían guerra. Y los cocineros para nuestro mal no echaban bromuro al café con leche del desayuno.

En mi opinión el novelista pasa sobre estos temas con benevolencia y hasta con cierto regocijo pero no oculta, sin embargo, la crueldad del prefecto el padre Mur que arrea una paliza al protagonista o se refiere a las penas del infierno creando el terror en el alma de aquellas almas inocentes. Describe a algunos padres que son unos benditos como Ustegi o el jorobado padre Landazabal que anda pidiendo por los pasillos un cigarro a los pupilos. Había estado de misionero en Cuba y decía que el tabaco es una de las cosas mejores que hay en el mundo. una aserción que se la agradecemos los fumadores de toda la vida. El pobre jesuita con su chepa y todo hizo un canto a la venganza de los indios que hoy causarían pavor en las conciencias de aquellos que ven en la hoja de esta planta solanácea el terror del milenario.

En este pobre jesuita al que nadie hace caso he querido ver yo al padre Nieto tambien deforme en mis años de Comillas y al cual en la comunidad se le tenía por santo.

Así Mur, el cruel Mur, un catalán algo atravesado, vino representado por el P. Eguillor un vasco que me hizo llorar tantas veces. Ahogaba mis penas leyendo a Gustavo Adolfo Bécquer en el silencio de mi camarilla.

Otro jesuita bueno fue para mi el padre Heras, arandino, que me ayudó en las crisis. No puedo hablar de aquellos buenos religiosos como crueles pero hay que reconocer que la Compañía se pisoteaban en aquel entonces los derechos humanos con métodos tan drásticos como la probatio, la suspensio mentis y la obediencia de cadáver.

El plato fuerte es el capitulo dedicado al intento de estupro de una bella inglesa casada con un ingeniero, Ruth, a la cual el padre Sotero que la preparaba para convertirse al catolicismo (era anglicana) trata de meter mano en su celda, y ella despavorida escapa escaleras abajo. El marido que se entera del incidente se suicida.

Si el colillero Echeverría “empuñando el cetro “ cuando trata de agarrar a Bertuco por el cipote es uno de los pasajes más cómicos de AMGD, la solicitación del maestrillo Soteros, al que se tenía por místico y un modélico hijo de san Ignacio, resulta el más trágico. La habilidad de Ayala consigue evitar las truculencias inherentes al caso.

En Comillas era tal gazmoñería y la obsesión por cuestiones relativas a cualquier actividad evacuatoria que no se podía pronunciar la palabra water ni retrete. Al prefecto había que pedirle permiso “para ir a lugares”. Ocurrió también en los tiempos victorianos cuando no se podía pronunciar la palabra calzoncillos. Estaba prohibido referirse a cuñas. Patas. Rendijas, palos etc. por sus equivalencias fálicas.

En algunos cuadros se colgaba en la pared el cuadro de Pantoja que retrató a san Ignacio escribiendo los Ejercicios Espirituales con su teoría sobre las dos banderas, la composición de lugar y las normas para dar aquellas terribles charlas sobre el infierno.

Recuerdo en octubre de 1959 recién llegados del tren de Torrelavega nos llevaron en un camión que aparcó directamente en la capilla, allí nos esperaba el padre que daba los ejercicios un jesuita rechoncho con el pelo cortado a cepillo, se apagó la luz y desde una tarima donde aquel hombre se sentaba encendió una vela que iluminaba una calavera y empezó a dar voces… Pecadores.

Yo pensé pues ahora sí que estamos buenos. En buen sitio me he metido.

En esta novela se cuentan todas estas vivencias que tuvimos los del alumnado jesuítico.

Creo que en mi dejaron huella.

Menos mal que conseguí zafarme de tales imposturas y buscar el verdadero rostro de Xto que era tan diferente al que nos mostraba aquel predicador vocinglero y algo subnormal pero terriblemente contundente, amenazando con el fuego eterno a unos pobres adolescentes que acababan de llegar de vacaciones para iniciar un nuevo curso.

Había que guardar la lengua y el oído, ir por los pasillos con modestia para que a través de cualquiera de los sentidos no entrase el maligno. 

Nos dieron un cuentapecados y cada vez que faltábamos a alguna cláusula del reglamento anotar nuestros pecadillos en una de las sartas de aquel ábaco o prontuario de imperfecciones y pecadillos.

  Nos enseñaron a pronunciar jaculatorias constantemente para mantener a raya a Satanás. Una de ellos decía así que yo me acuerdo bien:

—Señor ante morir que pecar

Y cantábamos: “Perdón oh Dios perdón e indulgencia, perdón y clemencia, perdón y piedad”.

El director de los ejercicios con su cara de hogaza se entregaba a los delirios de la meditación de la muerte entre interpelaciones y gritos. La palabra eternidad retumbaba por las paredes de la capilla. “Vive memor leti. Habrás de vivir pensando que morirás”.

Mira que te mira Dios mira que te está mirando mira que has de morir mira que no sabes cuando.

Parece que estoy escuchando todavía los alaridos de aquel jesuita mal encarado y los sordos sollozos que se esparcían por las bancadas del seminario de compañeros aterrorizados y arrepentidos.

Era el gemido penitente de nosotros que nos sentíamos pecadores pero ¿qué pecados Dios mío se pueden tener a los once años. ¿No exageraba un poco san Ignacio o estaba tronera con sus obsesiones?  Se escucharon entonces en aquella capilla las carcajadas del diablo. El gran dragón meneaba el rabo. Too much

Y de qué te sirve ganar todo el mundo si pierdes tu alma; san Ignacio repetía machaconamente las palabras de su fundador. ¿Era un santo o un tarado? Y veíamos al santo ir por las calles de Roma recogiendo a las putas, para ellas fundó la Casa de las Arrepentidas. En el siglo XVI el siglo del amor ya lo digo yo en mi libro sobre el Lazarillo la Ciudad Eterna era un emporio de la prostitución. Putas y judíos y a los judíos san Ignacio se arrimó. Le dieron el dinero para abrir casas por toda la tierra. Entonces en aquella máxima que predicaba el desasimiento y la santa indiferencia había una contradicción. Conseguiría erigir en pocos años la orden religiosa más afluyente del mundo.

La semana de ejercicios acababa un domingo con misa cantada, acababa nuestra agonía pero muchos ejercitantes se veían compungidos, les daban soponcios y se les veía rezar en la capilla medrosos, tras aquel impresionante lavado de cerebro, por las penas del infierno y la muerte que llega sin sentir antes de arrodillarse ante el altar de la penitencia para hacer confesión general.

 Con certera pluma maestra sabe Ayala reflejar este ambiente que muchos españoles vivimos por aquellos días. Todo hay que decirlo; después de descargar el saco y confesarnos nos sentíamos aliviados y en paz don Dios y con nosotros mismos.

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